El avaro santiagueño (imagen de archivo) “Se sentaba en las confiterías, comía lo que quedaba en la mesa y cuando el mozo le preguntaba qué se iba a servir, se excusaba porque ya había consumido…” Muchos recuerdan en Santiago a aquel abogado conocido, picapleitos de varios bancos a la redonda, maletín en la mano izquierda, saliendo temprano de su casa a procurar sus juicios. A cada banco llegaba puntual, a la hora del refrigerio que esas instituciones suelen ofrecer a sus empleados, tomaba el sánguche y la gaseosa que le correspondía y al día siguiente, cuando llevaba a los chicos a la escuela, les repartía lo que le habían dado. Cuentan también que se sentaba en las confiterías, comía lo que quedaba en la mesa y, algunas ocasiones cuando el mozo le preguntaba qué se iba a servir, se excusaba porque ya había consumido, no daba ni las gracias y, más tranquilo que paloma en cable, se mandaba a mudar. De sus hijos contaban que las zapatillas que a los pobres les duraban —pongalé— seis mes
Cuaderno de notas de Santiago del Estero