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ANTIGUALLAS La Isla de los Guayacanes

Quimil en flor No queríamos perder el atardecer poniéndose detrás del algarrobo ni el silbo de la perdiz ni la algarabía de las catitas Algún día contaré a mis hijos que he caminado debajo de un bosque que le llamábamos la Isla de los Guayacanes y que a su leve sombra descubrí una frescura diferente durante el verano. Recordaré también que anduve por picadas de viejos carros que venían traqueteando, trayendo leña, una carga de postes y a veces hasta una familia entera, con camas, espejos, abuelos, nietos y hasta perros, cuando había que mudarse a Tucumán para el invierno. —Hijos, ¿ven todo ese sembrado, con hileras parejitas y aburridas de soja? Bueno, antes era un bosque desordenado pero auténtico. Lo que ahora siembra el hombre, hasta hace unos años nomás lo hacían los pájaros, las vacas, el viento, el agua, la propia naturaleza. Esa desolación color verde dólar durante algún tiempo fue la casa de tu madre, de tus abuelos, los padres de tus abuelos y sus padres también. En los tiempo