Imagen de archivo “Me salió a topar un muchacho de unos veinte años, para darme la noticia de que, quienes buscaba, hacía mucho ya eran tristes finados” “Cómo no voy a estar viejo, si mi sobrino Juan tiene un hijo hombre”. Eso le dijo esa tarde un tío abuelo a mi padre, cuando lo visitamos en el pago. Era chico de 14 años, y me pareció que era un pensamiento interesante: alguien se veía viejo por un detalle que notaba en alguien mucho más joven. También creí, esa vez, que aquellas palabras eran nuevas, estaban siendo inauguradas sobre la faz de la Tierra, algo que no era de extrañar: el mundo todavía se ponía pantalón corto y andaba en quinto grado, tal vez menos. Al tiempo, visitaba de nuevo el pago y al pasar de a caballo por el Bobadal, rumbo al norte a ver unos amigos, me detuve un rato a conversar en la casa de un hijo de aquel tío de mi tata, primo lejano. El hombre tenía visitas en la casa. Una de esas visitas, también pariente, después de saber quién era yo, dijo más o menos lo
Cuaderno de notas de Santiago del Estero