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“Me salió a topar un muchacho de unos veinte años, para darme la noticia de que, quienes buscaba, hacía mucho ya eran tristes finados”
“Cómo no voy a estar viejo, si mi sobrino Juan tiene un hijo hombre”. Eso le dijo esa tarde un tío abuelo a mi padre, cuando lo visitamos en el pago. Era chico de 14 años, y me pareció que era un pensamiento interesante: alguien se veía viejo por un detalle que notaba en alguien mucho más joven. También creí, esa vez, que aquellas palabras eran nuevas, estaban siendo inauguradas sobre la faz de la Tierra, algo que no era de extrañar: el mundo todavía se ponía pantalón corto y andaba en quinto grado, tal vez menos.Al tiempo, visitaba de nuevo el pago y al pasar de a caballo por el Bobadal, rumbo al norte a ver unos amigos, me detuve un rato a conversar en la casa de un hijo de aquel tío de mi tata, primo lejano. El hombre tenía visitas en la casa. Una de esas visitas, también pariente, después de saber quién era yo, dijo más o menos lo mismo que aquella ocasión: “Como no vamos a estar viejos, si Juan tiene los bigotes moros”. Era una pariente lejana y me había tenido en brazos, cuando era recién nacido.Muchos años después, regresé a esos paisajes que había conocido de niño, sólo para verlos cambiados. Algunos amigos estaban viejos y otros directamente ni figuraban en la lista de socios activos del club Unión Bobadal: los habían pasado a la cuenta de los finados incobrables. Entonces fui de visita a la casa de aquellos parientes, pensé que le había errado, no la reconocí, ¿dónde estaba el viejo aljibe, el galpón para el sulky qué se había hecho, por qué no había más jaulas para los gallos?Me salió a topar un muchacho de unos veinte años, para darme la noticia de que, quienes buscaba, hacía mucho ya eran tristes finados. No supo quién era yo ni me invitó a pasar ni me reconoció ni supe quién era ni le pregunté nada, así que di vuelta la cara, monté mi flete y me volví. Qué iba a seguir haciendo ahí, oiga.
Recordé esa ocasión, las palabras de Martín Fierro en la famosa payada narrada por José Hernández: “Moreno, voy a decir, // sigún mi saber alcanza: // el tiempo sólo es tardanza // de lo que está por venir; // no tuvo nunca principio // ni jamás acabará, // porque el tiempo es una rueda, // y rueda es eternidá. // Y si el hombre lo divide, // sólo lo hace, en mi sentir, // por saber lo que ha vivido // o le resta que vivir”.
Después, en casa de mis suegros, me avisaron que el padre de ese chango era nieto de aquel que había pronunciado la frase por primera vez en la historia de la humanidad. Entonces exclamé para mí: “¡Carajo!, cómo no voy a estar viejo, si el tío viejo aquel tiene un bisnieto de unos 20 años”.
En ese momento supe que estaba empezando a cerrar una red de pesca que, uno de estos días volverá a atrapar a mis hijos en sus trasmallos, cuando alguien les repita esas mágicas palabras que marcan el paso del tiempo fuera de todos los almanaques y se mide con los surcos del rostro, las canas y las ideas pasadas de moda.
Alguien verá reflejada en la mirada de mi prole, mis nietos, la inexorable vejez de su existencia y el paso de otros otoños sobre sus espaldas. Pero ya no andaré por esos pagos, seré pasto de gusanos, a cuatro metros bajo tierra, con un cartelito deslucido indicando mi fecha de nacimiento y mi muerte. Con suerte, una foto y una cruz de madera chinguiada por los años.
Y eso nomás será todo.
©Juan Manuel Aragón
Muy buena nota del final de nuestros días.Todo en este mundo es sin retorno apenas si se distingue una nostalgia por los que partieron antes que nosotros,final ineludible para todos.De barro eres y en barro te convertiras.
ResponderEliminarGracias Juan por la reflexión de hoy. Ayuda en este proceso de ir reconciliando lo vivido y lo pendiente, con lo que nos queda por vivir.
ResponderEliminarAy, Dios quiera que tengamos cruz. Porque al paso que vamos, seguro que nos cremarán y luego nadie nos recordará pues no habrá ningún cartelito. Ay, juna gran siete!!
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