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NARRACIÓN El Estudiante

Imagen de archivo

La gente del barrio comentaba que el viejo aprendía en libros de Magia Negra, y nadie supo bien cómo hacía trámites imposibles, como favores a los vecinos

Decían que el viejo era estudiante, no como los que se conocen comúnmente, chicos que van a la escuela a aprender, sino Estudiante, ¿entiende?, porque tenía en la casa libros de Magia Negra, en los que aprendía las artes ocultas del esoterismo. Por las tardes las vecinas oían —tapia de por medio— que hablaba solo, pero en realidad sospechaban que conversaba quién sabe con quién, decían, y se persignaban mirando el Cielo.
Los barrios de Santiago en ese entonces eran otra cosa, todos se conocían, los chicos jugaban en la calle hasta que la madre los llamaba cuando llegaba la noche, las familias sabían más o menos la vida del resto por eso de pueblo chico infierno grande, pero ya se notaba que muchos obraban por interés, como que saludaban mejor a los que tenían auto o se decía que se codeaban con gente del gobierno. El vil metal, el afán de conseguir una posición económica más alta había empezado a dominar la mente de muchos y guiaba sus acciones.
Pocas veces se lo veía al Estudiante por el barrio, alto, delgado, serio, sobre el labio superior llevaba un bigote finísimo y siempre renegrido, a pesar de que ya tenía la cabeza blanca o entrecana como alpargata de pintor. Nunca nadie iba a visitarlo, en aquel tiempo por lo menos jamás se vio a alguien golpeando su puerta, por las ventanas no se adivinaba de noche el trasluz de una lámpara, siempre oscura y callada, su casa habría pasado por abandonada si no hubiera sido un hecho evidente que ahí vivía don Carlos, como lo llamaban los vecinos. Una vez al mes el cartero pasaba por debajo de su puerta la boleta de la luz y de los impuestos, casi como para dejar constancia de que el lugar estaba habitado.
Alguna vez alguien recordó que había sido un hombre casado, normal, común y corriente, con una esposa y dos o tres hijos que debían ser gente grande ya. Un buen día desaparecieron del barrio y nadie lo notó, fundamentalmente porque no se daban mucho con los vecinos. Calculan que al año más o menos, uno se percató de que la familia del Estudiante ya no pasaba más por sus calles, no se la veía ni se sabía nada de ella. Pero como el viejo no se metía con nadie, nadie se metió con él. No había por qué, ¿no?
Era la San Juan pasando la Colón, en esos tiempos un barrio casi de las afueras, con una casa aquí, otra más allá y dos o tres baldíos en el medio, en los que crecía la maleza si no los usaban de canchita de futbol. Decían que en ese lugar don Carlos preparaba los programas para hacer que ciertas cosas ocurrieran o dejaran de suceder de manera misteriosa en la ciudad, en la Argentina y quizás en el mundo.
El caso es que el viejo, al que creían un anciano, en aquella época debe haber tenido unos 40 años o algo menos. Quizás suponían que era mayor por su manera de vestirse o tal vez fuera porque los jóvenes adjudican mucho de lo malo a lo misterioso o desconocido, sobre todo si es viejo.
La cuestión es que se murió recién en el 2010, según contaban los que habían quedado viviendo en el barrio cuando se topaban con quienes, con los años se habían ido yendo. Pocos lo recordaban o tenían una memoria difusa de alguien al que se le adjudicaban poderes mágicos, en una ciudad que todavía no había dejado atrás su triste provincianía antigua y destartalada.
Esta es una historia sin sorpresa, no es un engendro de la imaginación de un periodista a quien un día se le ocurrió un tema para un escrito, sino algo que sucedió realmente. Lo podrían atestiguar vecinos de la San Juan primera cuadra, que en la década del 70 tenían conocimiento de lo que pasaba un poco más allá, al fondo de la ciudad, como los Maidana, los López, los Lofiego, los Santillán. Si aparece publicada aquí es para dejar constancia de que hubo otra ciudad fluyendo bajo los pliegues de lo que se conocía como Santiago del Estero y quizás no fuera más que un sueño colectivo de gente que luego los dejó olvidados en la almohada, cuando la larga siesta de la infancia se terminó para siempre.
Cuando en el diario en que trabajaba en aquel tiempo le sugirieron a Agucho, nacido y criado en el barrio, un informe especial sobre los fenómenos paranormales, brujos, adivinos, nigromantes, psíquicos, en el primero que pensó fue en el Estudiante. Y volvió al viejo sector de la ciudad que había sido de su infancia a ver si quedaba alguien que lo recordara.
Osvaldo Llanos, hombre algo mayor, que había sabido ser amigo de su padre, le informó que don Carlos procuraba juicios, pero ignoraba si lo hacía como abogado, procurador propiamente dicho o simple gestor con contactos. Contó que a su madre la había salvado de pagar una multa y quizás hasta de la cárcel por haber estado durante muchos años enganchada de los cables de electricidad.
—Yo sé que se decían cosas de él, que era Estudiante, brujo o qué sé yo, pero era un capo en Tribunales y haciendo trámites.

Leer más: cómo contar una experiencia primeriza, sobre todo cuando uno no fue, lo que se dice alguien especialmente precoz

Osvaldo lo mandó a preguntarle a Ramón Rosa Suárez, porque podría saber algo más. Ramón le confirmó lo de la gestoría. Le habían vendido una camioneta sin papeles, cuando quiso venderla a su vez, le querían dar monedas, justamente por la falta de los formularios que se exigen para estas transacciones. El problema es que el primer dueño había muerto sin hacer la transferencia, los hijos no tramitaron la herencia —para qué, si el finado apenas era dueño de la camiseta que llevaba puesta— y sin que un juez los declarara herederos no se podía hacer nada. Don Carlos le hizo el trámite, no sabía cómo, en poquísimo tiempo y no le quiso cobrar un peso.
—¿Y cómo lo has visto a don Carlos?, ¿no es que nunca salía de la casa?
—Es verdad, por eso un día le toqué el timbre, salió a atenderme, me dijo que al día siguiente me vería en el bar del hotel Coventry, frente a Tribunales, le di los papeles que tenía y después de un mes, o un poco menos, me entregó el documento que acreditaba que la camioneta era mía.
—¿Fuiste a su casa?
—No, él vino a la mía y me los entregó. Ahí fue cuando le pregunté cuánto le debía.
—¿Qué te contestó?
—Que no me iba a cobrar por un trabajo de nada, que no me preocupase, para eso éramos vecinos de toda la vida.
Pero sabía que era una enormidad lo que le había conseguido, como que se necesitaba contar con la complicidad de un escribano y al menos un empleado infiel de un Registro del Automotor y pagar una pequeña fortuna en coimas.
En dos o tres días que anduvo haciendo averiguaciones por su viejo barrio, se dio con media docena de situaciones más o menos parecidas. A una vecina le robaron el teléfono celular, después de que le expuso su caso a don Carlos, no solamente lo recuperó, sino que un muchacho vino a entregárselo diciéndole que era quien se lo había arrebatado, que lo perdonara. A otro hizo que le devolvieran lo que había pagado de más en la Municipalidad por un kiosco que había cerrado hacía varios años.
Un detalle en el que coincidieron, fue el hecho de que, lo poco que pudieron pispear adentro de la casa, había alguien que los observaba, un tipo vestido de colorado, barbita de chivo y una herramienta, como un tenedor, pero grande.
Preguntó cómo fue que supieron que había muerto.
—Porque salió en la sección “Fúnebres” del diario.
Pero nadie sabía si lo habían velado, dónde estaba enterrado ni nada. Tampoco hicieron el amague de ir. Lo que sí recordaban es que, en esos días, cuando se murió, fue el último temblor grande que se sintió en Santiago. También, una tarde, quizás fuera el mismo día de su muerte o a los nueve días, pasó como una sombra oscura por el barrio, pero lo atribuyeron a una nube de verano, eso que era julio o agosto, pleno invierno.
Agucho no quiso terminar el informe, dijo que le daba “cosa” redactar algo sobre una cuestión espinosa y esa semana escribió sobre otro asunto.
En Tribunales pocos quieren acordarse del hombre aquel que llegaba con su portafolio negro, pedía hablar con jueces desde el Superior Tribunal hasta los de Juzgados de Paz Letrados, fiscales, secretarios, empleados, pinches, mayordomos, nadie se le negaba y a cambio quién sabe de qué, siempre conseguía lo que quería: desde un divorcio mal habido, hasta la propiedad de un lote en Las Termas, frente al lago pasando por la desestimación de una denuncia por estupro. Lo que fuera.
Hizo la misma pregunta en todas sus entrevistas:
—¿No sospecharon que podía tener tratos con algún espíritu del Más Allá?
La respuesta fue casi calcada:
—Lo único que me interesaba era que me solucione el drama, cómo lo hacía era cosa de él.
Lo dicho, en los barrios de Santiago la gente se ha vuelto muy interesada.
Ya nada es como antes.
©Juan Manuel Aragón
A 22 de septiembre del 2023, en la escuela Sarmiento, recordando la historia del Percatado

Comentarios

  1. Cristian Ramón Verduc22 de septiembre de 2023, 9:00

    Me ha gustado. Está bueno por donde se lo mire.

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  2. Hermoso escrito acerca de los Estudiantes...mencanto...mi papi un día lo cogoteo a un Señor qe le decían Mario Espanta por qe decía qe lo molestaba cuando el se levantaba a estudiar temprano...de hecho cuando mi papá se iba al campo sentimos...sentí qe alguien tiraba bolitas por la escalera...otra apurada de Chelo furioso y el mansamente le contestaba..no estás equivocado Chelito conmigo...lo cierto qe con nosotros era bueno calmo..le encargaba los toc toc u otros trabajos escolares..pero cuando había algo raro channn..lo hacían culpar...qe habrá Sido no..?

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  3. Muy interesante y valioso relato
    Me hizo recordar a "El Brujo Postergado" de Borges basado en el cuento N 7 , escrito hace siglos por Don Juan Manuel "De lo que le pasó al Dean don Santiago..."
    Quiero significar que el suyo tendría que seguir vigente tanto como los mencionados .
    ¡!Gracias !

    ResponderEliminar
  4. Siempre genial tus escritos.
    Nada para agregar.

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  5. ¡Muy bueno! Gran rescate de la memoria de la ciudad de varias décadas pasadas, humor, ironía y nostalgia

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