Afrodita y Adonis, Antonio Cánova |
Cómo contar una experiencia primeriza, sobre todo cuando uno no fue, lo que se dice alguien especialmente precoz
La primera vez fue con la de mi padre. Sabía que no le iba a gustar, pero no me importó, porque también tenía derecho a ser hombre, ¿no? Por suerte nadie se dio cuenta. Si bien fue placentero, no fue lo que esperaba, porque me imaginaba un proceso más dulce, digamos, que no fuera tanto para abajo y para arriba.A pesar de que era mi primera vez no sentí miedo, sí algo de aprensión y desconfianza. Tuve que esperar a que se fueran todos. Pensar, me dije en ese momento, cuando era chico tenía terror de quedarme en la casa sin nadie de la familia, pero ese día me sentí muy bien al saber que experimentaría la felicidad de tenerla solamente para mí. No lo haría de la misma forma que antes, como si estuviera jugando, sino de verdad.Todos los hombres —creo— hemos sentido esa primera vez de una manera parecida y a la vez distinta, especial, con algo de añoranza también por la niñez que perdíamos. Algunos amigos contaban que antes de que tuvieran edad, el padre les entregó una para ellos solos. El resto nos conformamos con prácticas a escondidas, pecaminosas, porque sabíamos que estábamos tocando algo ajeno.
Ese día creí que me había convertido en hombre, quise suponer que esos simples y sencillos movimientos me estaban llevando a la adultez definitiva. Si bien supe que no debí haberme iniciado antes de tiempo, a la vez me arrepentí de no haberlo hecho. Es algo tan fácil, tan al alcance de la mano, tan sorprendentemente sencillo, que pienso que todos mis amigos sintieron lo mismo.
A veces le cuento a mi mujer que desde chico soñaba con hacerlo alguna vez. No me cree cuando le digo que vi cómo lo hacía mi padre y que desde ese momento quise tener una, tan dócil y manejable, tan obediente a sus manos, tan eficiente.
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El tiempo pasa, ¿no?, lo que uno deseaba con fuerza cuando era joven, un día se convierte en realidad y la felicidad es completa. Pero al día siguiente no lo es tanto, al tiempo es una rutina y para muchos se convierte en una obligación de todos los días. La pucha, crecer también tiene sus desventajas, pensaba durante aquella época, cuando no me hacía a la idea de que, al menos pasando un día tendría que hacerlo.
Después me agencié una novia exigente: me pedía que lo hiciera todos los días. Amenazaba con dejarme si no lo hacía, decía que no quería acostumbrarse a otra cosa. Los siguientes amores que tuve no fueron tan puntuales con el pedido, pero me daba cuenta de que querían que lo hiciera al menos una vez cada dos o tres días. Ni de casado dejé de hacerlo, no solamente por mí, sino también por ella, siempre tan hermosa conmigo.
¿Si me estoy alabando pregunta? No, de ninguna manera, esto que le cuento todos los hombres lo hacemos. Mejor dicho, casi todos, porque ahora hay una moda distinta entre los jóvenes. Allá ellos si se sienten mejor de esa forma. Respeto los gustos de todos, aunque no los quiera para mí. Pero si es de su agrado, ¿quién soy yo para decirles que deben hacerlo todos los días? De todas maneras, en la antigüedad casi todos los hombres la llevaban así, algunos la tenían más larga, otros más corta y no respetaban estados, profesiones, oficios, casados, solteros, soldados, curas, Papas, médicos, próceres y pobres diablos.
Vuelvo al principio, la primera vez que lo hice fue con la de mi padre. A los pocos días se dio cuenta y me regaló una ¡para mí solito!, ¿entiende? Al otro día, en el baño, primero me puse crema para sentir esa frescura extendiéndose en toda la piel, que en ese entonces era fuerte y tersa. Luego la abrí despacito, como había visto que lo hacían los grandes, desenroscándola, le puse un yilé en el medio, la cerré y me afeité. Primero de arriba para abajo, barba, y después de abajo hacia arriba, contra barba. Me quedó la cara lisa como culito de bebé.
Al poco tiempo me dejé el bigote.
©Juan Manuel Aragón
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