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LEYENDA La tortuga, moneda bien acuñada

El hualo, anteúltimo eslabón de la cadena

Por qué no murió cuando se extinguieron los dinosaurios y qué le espera al hualu

No soy como las otras aves, la charata, el crespín, la corzuela, la perdiz, la liebre que, en un tiempo remoto eran otra cosa y luego tuvieron el ser con que se abrigan ahora. Yo siempre he sido más que lenta parsimoniosa, más que tonta, pensativa y pausada en los bosques de Santiago. Aquí me llaman hualu, en otros lados también soy tortuga, galápago, quelonio, carey o vaya a saber qué en otros idiomas.
Mi leyenda es simple, me mantuve en mi ser para seguir siendo lo que soy desde el principio de los siglos. Vivo en estos pagos desde que corrían, libres y alegres, grandes y terribles dinosaurios de todos colores. Millones de años antes de la aparición del primer hombre sobre la faz de la tierra, las tortugas éramos tortugas, siempre en nuestro estar estando, nunca hemos cambiado, somos la prueba viviente de otra época, cuando sólo los animales trotaban por el ancho mundo.
Pero nosotras sólo caminamos, no nos talonea la prisa del modernismo ni nos empujan las ansias de tener: un poquito de pasto verde del bosque es basta para pasar el día. No compramos lavarropas, no miramos televisión, no andamos en colectivo, nadie nos apura en las grandes tiendas cuando ofrecen sus miserables descuentos de artículos pensados para cansar al otro día, hacerse pedazos a la semana, estar olvidados del todo al mes.
Hemos sido impresas en la naturaleza con tipos fuertes de letras, no somos un raro billete de tres pesos, al que todos quieren mirar, pero no sirve más que para la exhibición de una falsedad. Existimos gracias a que somos dinero de ínfimo valor. Gracias a eso no nos extinguimos cuando llegó el cataclismo, éramos cambio chico y nadie se fijó si habíamos quedado atrás o seguíamos en la huella.
Pero como estábamos bien acuñadas, seguimos sirviendo al resto del orbe establecido desde nuestro minúsculo lugar. No nos mueve la ambición de ser más de lo que somos, no tenemos plumas brillantes, como las del pavo real, hermosas, simétricas, grandilocuentes, pero al final son plumas y nada más, no corremos como la leve corzuela, ansiada por los cazadores más por las dificultades de su persecución y muerte que por las delicias ofrecidas por su tierna carne montaraz.
Nuestra personalidad es firme y tenaz, hemos venido al mundo para dar testimonio de que, aquellos que poco necesitan son los más felices, quienes poco ansían con menos se conforman y nada piden al resto. Sigo poniéndome los pantalones de anteayer, aunque estén viejos y gastados, pues valen más que la moda de los figurines de las revistas o los brillos de la vana televisión.
Nadie me tiene como ejemplo, acaso un novel escritor explique la lentitud de un personaje acudiendo a la repetida metáfora de nombrarme y sólo para eso sirva mi existencia o como apodo de los lelos, los lerdos, los tontos, los de pocas luces. No me importa. Oiga, no me apuré cuando llegó la gran hecatombe, mucho menos me va a correr la mala imaginación de un escriba moderno aporreando la máquina de escribir.
Lo que pocos saben es que antes de la última gran desaparición de dinosaurios, hubo otra y antes de esa otra y otra más. A todas les gané, porque a pesar de la muerte y destrucción que provocaban, siempre quedaba el bosque santiagueño como refugio de mi ser. Ahora no hay nada. Pasa la cruel y perfecta topadora y me lleva consigo, dejándome en un cordón de ramas que al poco tiempo es un infierno de fuego y ruina.
Amigo, ese mar verde de soja, maíz, girasol o vaya saber, que observa por la ventanilla del colectivo cuando viaja lejos, era mi casa, mi hogar, mi tierra, mi pago, mi querencia. Hoy sólo me queda el patio viejo de una mujer que, de vez en cuando se acuerda y me deja un poquito de lechuga entre la escoba y el tacho de basura.
Se lo digo ahora que ya es tarde, esta última era de destrucción viene acabando con todos los animales del bosque. Empezó con el quebracho, el mistol, la malva y el quimil, siguió con el hombre de campo, sus gallinas, sus perros, el corral de las cabras y la casa, arrasando con el zarzo de estacionar el queso, el espejo con la cola de vaca para dejar el peine. Acabó con el león, la hormiga, la perdiz, el ututu. Uno de estos días terminará conmigo, el anteúltimo eslabón de la cadena.
Después le tocará a usted.
©Juan Manuel Aragón

Comentarios

  1. Y si . Anda despacio pero lo importante es llegar. No llegar primero. Los apurados o interesados se quedan desalentados de tanto buscar lo que no saben querer

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