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LEYENDA El cuervo y el burro

Al cuervo le dicen zopilote en otras partes

Por qué el cuervo tiene alas negras, un grito feo y anda siempre solo y triste

Yo era un pájaro fachero, de hermosos colores, un canto envidiado por todos y un vuelo rápido, ágil, livianito, saltarín. Tenía un enorme penacho colorado en la cabeza. Era un poco palangana, como todos los lindos, pero simpático, alegre, dicharachero, todos me querían, menos el burro, que me tenía rabia porque siempre ha sido así, desgarbado, con grandes orejas, muy taimado.
Algunas aves se alimentan de semillas, otras comen hojas o les gustan los bichitos. Yo, en cambio comía y me gustaba —me sigue gustando— comer osamentas. Si no hubiera sido por mí, el bosque santiagueño siempre iba a tener olor a animal muerto, a podrido. Empiezo a comerlas por el culito o por los ojos, porque son las  partes más blandas.
Esto que le cuento sucedió después de la vez que ofrecí un concierto para todos los animales: trepado en lo alto de algarrobo entoné chacareras, zambas, escondidos, gatos como nunca se habían sentido en el pago. Me aplaudieron a rabiar los hualos, las bumbunas, el león, la corzuela y hasta los sapos que se dan de cancioneros lloraban de la emoción. Fue un momento mágico de mi vida.
El burro también había ido y como es medio grandote, estaba sentado atrás de todos. A pesar de que no me quería, también quiso felicitarme. Y rebuznó tan feo, que todos se rieron de él. Se marchó de la función de gala abochornado y dolido. Después lo busqué dos o tres días por todo el monte, hasta que lo hallé. Le dije que lo sentía y le pedí disculpas, eso que no tenía por qué, pues no le había hecho nada. Pero estaba enfurecido, me acusó de cosas muy feas, que era un creído, me tiraba de qué, un come muertos, de todo me dijo.
—¡Ya vas a ver!, uno de estos días te voy a pescar descuidado y vas a cagar fuego por infeliz— me amenazó. 
Creí que se le pasaría, pero me equivoqué.
Al tiempo, andaba buscando comida y ¿con quién me topo? Con el burro. Parecía muerto, tirado al lado de una huella. Me le fui acercando despacito, comencé a comerlo por atrás, como siempre. Pero en cuanto metí la cabeza por el upiti, lo ciñó bien fuerte y para sacarla pegué un grito:
—¡¡¡Ueeeccc…!!!”
Se había hecho nomás el muerto.
De adentro me salió la cabeza pelada, sin el penacho. En cuanto quise preguntarle por qué me había hecho eso, me di cuenta de que ya no tenía voz y mis plumas se empezaron a poner negras como chicharrón de neumático y me creció el pico. Desde entonces no soy saltarín ni dicharachero, me volví un pájaro callado, serio, reconcentrado. Cuando me alimento lo hago hasta repletarme, de tal manera que debo tomar envión para volver a volar, andoy por los montes planeando alto, buscando mi alimento con ojo avizor, lejos de las demás aves, olvidado del mundo, solitario, triste.
Dicen que soy pájaro de mal agüero. Qué va a ser. Llevo en mi vuelo inmóvil y en mi fealdad, la tristeza de los que tenían un futuro brillante y se truncó por un burro sotreta que se le cruzó por el camino. Amalhaya con la suerte que me ha tocado.
©Juan Manuel Aragón

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