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| Un arma arrojadiza |
Análisis sobre abusos actualizados muestra cómo se distorsionan principios para encubrir regímenes represivos ignorando a las víctimas
Desde hace años se viene desmoronando el enorme andamiaje del discurso de los derechos humanos levantado por organizaciones que, en teoría, los custodiaban. Lo que durante décadas fue una sospecha insistente hoy se exhibe con una crudeza imposible de ocultar: ese sistema no funcionó como un resguardo imparcial frente al poder, sino como un instrumento político destinado a castigar solo a los gobiernos de un signo y a blindar a los de otro.La asimetría es evidente. Quienes denunciaban con énfasis las detenciones arbitrarias, las desapariciones forzadas y el uso desmedido de la represión cuando gobernaba la derecha, adoptan un silencio repentino cuando los responsables de esos mismos abusos son gobiernos de izquierda. Es un doble estándar tan visible que ni siquiera necesita demasiada interpretación: la indignación, en esos casos, no surge del principio, sino de la conveniencia.Hoy se cometen crímenes de lesa humanidad en distintos puntos de América, con especial gravedad en Nicaragua, Venezuela y Cuba. Allí hay presos políticos, torturas, desapariciones y una represión sistemática contra quienes se atreven a cuestionar al poder. Sin embargo, buena parte de la izquierda prefiere concentrarse en debates abstractos, impulsar consignas de moda o promover discusiones que nada aportan a la vida concreta de las personas cuyos derechos son pisoteados cada día.
Mientras cientos de ciudadanos de esos países caen en manos de un aparato represivo aceitado, se insiste en desviar la mirada hacia cualquier otro tema. Ese desplazamiento voluntario de la atención funciona como un blindaje moral: evita tener que admitir que los atropellos no son excepciones, sino componentes estructurales de esos regímenes. Y evita algo peor: reconocer que, para ciertos sectores, las vidas que merecen defensa no son todas.
En esos sistemas, además, no solo se persigue al opositor directo. También se castiga a sus familiares, a quienes osan acompañarlo, a cualquiera que mantenga un lazo emocional o social con él. Una forma de castigo heredado que recuerda métodos represivos ya vistos en otras épocas y geografías. Pese a ello, quienes deberían denunciarlo se dedican a relativizar, minimizar o diluir el problema en un mar de excusas.
Los gobiernos que protagonizan estos abusos no llegan al poder mediante elecciones limpias, o bien se ocupan de limpiar el terreno antes de votar, o pierden comicios y se niegan a reconocer los resultados. Son legitimidades a medias, sostenidas por manipulaciones institucionales que en cualquier otro contexto provocarían un escándalo internacional inmediato. Pero la vara cambia según quién sostiene el cetro.
Cuando se exponen las evidencias, la respuesta suele ser la misma: que los casos son “complejos”, que “falta debate”, que “no hay pruebas suficientes” o que “la prensa exagera”. Son frases que funcionan como barreras defensivas, no como argumentos. Se repiten para cubrir la incomodidad moral de tener que condenar a quienes comparten afinidad ideológica.
La crisis reside no solamente en los derechos humanos como valor universal, sino también en la administración política que se hizo de ellos. En haberlos convertido en una herramienta de propaganda que solo se activa cuando el adversario gobierna y se apaga cuando los atropelladores son aliados. Ese manejo selectivo destruye la confianza pública y desfigura el sentido mismo de la defensa de la dignidad humana.
Con el tiempo, todo lo que se intenta ocultar sale a la superficie. Y aquí también: el reparto desigual de la indignación dejó al descubierto algo que estuvo siempre ahí, latente y apenas disimulado. Que para ciertos sectores la defensa de la vida nunca fue un principio innegociable, sino un instrumento para consolidar un relato.
Y ese descubrimiento, más que cualquier denuncia, explica por qué el edificio moral que construyeron comienza a desmoronarse. No fue atacado desde afuera. Se resquebrajó por dentro, bajo el peso de su propia incoherencia.
Ramírez de Velasco®


Excelente análisis. Pone al desnudo la hipocresía de estas instituciones que no sólo operan por motivación ideológica. A no confundirse, los principales intereses que los mueven son "poder", porque les permute acceder y operar en las altas esferas de gobiernos obteniendo cargos y adquiriendo influencias, y también por "intereses económicos", ya que los fondos que se manejan para su operación son muchas veces millonarios. Todo esto sumado a una vida de viajes, eventos, y lujos que completan el marco de su accionar.
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