Pago de Santiago, foto tomada de Feibu |
“A todos tomó declaración la policía, pero ninguno sabía más que lo que conté, que había salido para el lado de las Cortaderas Grandes”
Nadie se acuerda ahora quién mató a Salustiano, que le decíamos Shonona, por cuenta de quitarle la mujer, una tarde que lo topamos muerto, en un abra del monte cerca de las Cortaderas Grandes. Al finado lo hallamos con un balazo justo en medio de la frente, alguien dijo que no lo movieran hasta que llegue la policía y se fue a buscarla.Cuando llegó el comisario, se fue a buscar rastros con todos esos otros policías, como si hubieran sabido, pero la noche anterior había llovido así que no quedó ni una seña. De testigo había quedado el Máuser, tirado a unos veinte metros del fiambre, su hacha, el bote de agua y una bolsa de arpillera en que había llevado más balas y un pedazo de tortilla, ahora todo desparramado por el suelo y que a esa hora comían las hormigas.A todos tomó declaración la policía, pero ninguno sabía más que lo que conté, que había salido para el lado de las Cortaderas Grandes y que después lo fuimos a buscar, afligidos porque no volvía. Le contamos al comisario que esa noche no nos animamos porque se largó la tormenta y quién iba a andar en medio del barro, sin luz expuesto a los rayos. A los tres días, en un cajón que parecía de manzanas regresó de Santiago el cuerpo. Lo enterramos de apuro en el cementerio del Puesto. A esa hora hedía.
No sabíamos quién lo había matado, pero sí estábamos seguros, desde siempre, de que era familia, hermano, padre, tío, abuelo, cuñado, sobrino y primo del resto. Y había sido un buen hombre, con sus cosas nomás, como todos, pero muy buena gente, de ley, como los de antes.
Nadie más que nosotros, conocía ese pago, esas sendas, esos jumiales en medio de saladillos inmensos, esas huellas de zorra que un año robábamos —hacha, machete, fuego— al monte y al siguiente estaban sucias de ramas, tapadas por una soledad que era distancia, pobreza, olvido.
Nos prometimos ayudar a la Orlanda, la viuda. Y nos sentíamos mal porque al final de cuentas uno de nosotros le debía el marido. Juramos que el día que halláramos al culpable lo mataríamos sin piedad con nuestras manos.
Quién iba a vivir tranquilo en el pago sabiendo que uno que se cruzaba todos los días yendo a la represa, lo acompañaba a campear la majada, le mandaba un queso de cabra para que pruebe lo había matado el pobre Salustiano, oiga. En las conversaciones desconfiábamos de los otros, porque nadie nos sacaba de la cabeza de que uno de nosotros lo había muerto.
Al tiempito Jovino avisó que se iba a trabajar a Buenos Aires. La madrugada que se marchaba del pago alguien la vio también a la Orlanda enfilar para el lado del pueblo. Cuando se juntaron en el camino, les dimos la voz de alto. “Ustedes han sido, maulas”, se sorprendieron y parece que recién entendieron lo que habían hecho.
Ahora descansa en paz en el cementerio del Puesto el pobre Salustiano, que le decían Shonona. Una flor de plástico descolorida adorna una solitaria cruz debajo de un churqui, que uno de estos días se ha de llevar el aire marchito del silencio de todos.
La policía nunca preguntó y nadie fue con el cuento.
Juan Manuel Aragón
A 29 de enero del 2025, en Mistol Cáido. Jugando a la pallana.
Ramírez de Velasco®
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