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| Un viejo |
Uno tiene solamente la edad que marca el almanaque: porque la juventud no es una cuestión de voluntad sino del reloj
¿De qué tiempo sos?, me preguntan a veces mis hijos. No sé, no tengo idea, respondo; de este, creo, y seguirá siendo mi tiempo hasta que me muera. Bueno, de qué tiempo vienes, aclaran, porque ahora son todos de la “generación X”, la “generación Y” o la “generación Z”.No, les digo. Vengo de una época en que a veces los hombres tomaban hasta emborracharse deltodamente y caer desmayados, pero una dama, una señorita, una mujer, a lo sumo sorbía una copita y se alegraba un poco, nada más. No como ahora, que los domingos a la mañana andan tiradas por las calles, y el lunes no sabrán qué hicieron, con quién o con cuántos ni dónde ni —peor todavía— cómo.En esos tiempos una mujer era más bella cuando más mujer era, no cuando se parecía a los hombres; a esas les decíamos “marimachos”, así, redondamente. Vengo del tiempo en que la gente se miraba cara a cara para hablar, andaba con el rostro hacia adelante, saludando a quien se cruzara, no bajando la vista para apretar los botones del teléfono viendo quién sabe qué porquerías. En esos años bastaba un libro para pasar un día entero y una biblioteca más o menos nutrida para imaginar que la vida era infinita.
Y había, además, una diferencia radical: por definición, por lógica, los mayores sabían más que los jóvenes. Quizás a los ancianos, como yo, les faltaba fuerza o tenían cansada la vista; en una de esas no corrían tan ligero, pero sabían bien lo que era levantar un peso, mirar lejos y caminar de prisa, aunque ya no lo hicieran porque no les daba el cuero. Lo sabían, al menos, mejor que nadie.
Ya no es así, hijos. Los veteranos no entendemos el mundo en que se mueven los treintañeros. Estamos, por constitución física, imposibilitados de conocer: a) su idioma, b) sus costumbres, c) sus reacciones, d) sus leyes, e) su vestimenta, f) por qué mierda se ponen aritos los hombres —en serio, qué quieren demostrar—, g) los tatuajes que los hacen parecer chicos malos de la década del 60, h) las nuevas complicaciones del “todes” y del tarúpido “todxs”. Y así hasta dar vuelta el abecedario cuarenta y tres veces.
En esa época había leyes casi religiosas:
“No golpearás al caído”. Ahora es: “Aprovechá que cayó y reventalo”.
Pasamos del “Tengo plata, la comparto con mis amigos y qué” al “Salgo solo con mi chica y que se venga el mundo abajo”.
Decíamos “El que le pega a una mujer es un maricón” y esa línea no se cruzaba jamás; hoy es “La castigo, igual siempre después me va a denunciar por violencia de género”.
Antes el mandato bíblico ordenaba: “Honrar padre y madre”. Ahora: “¿Qué derecho tiene esa mujer de decir que es mi madre?”.
Antes: “Lo más sagrado es la vida”. Ahora: “Si no tiene cómo defenderse, matarlo es justicia, porque ‘mi cuerpo es mi cuerpo’”.
Antes: “Todo lo real es racional, todo lo racional es real”. Ahora: “Viví el rock, tomá Cocacola, y lo demás no importa”.
Así van, dando vueltas, de mal en peor, esperando una señal del mundo, un desquite contra no se sabe qué enemigos, pero que igual no va a llegar jamás. Quieren algo, pero no saben qué.
A veces nosotros, los jovatos, los vejetes, buscamos miradas de comprensión en otros de nuestra misma generación, pero no las encontramos; muchos tienen vergüenza de lo que son y se esconden en esa ridiculez de “tercera edad”, “adultos mayores”, “niño por dentro”, “viejos son los trapos”. Tonterías, boberías al uso.
Muchos viejos no quieren que les digan lo que son; quizás le temen al espejo, o creen que lo que no se nombra no existe, y que a fuerza de voluntad van a detener las agujas del reloj (¿sí, che?, vení contame). Suponen que, si cambian el nombre de su edad, volverán a la niñez, a la primera juventud, a los granitos, el cambio de la voz, los nacientes pelitos en partes innombrables que antes nunca.
No sé a los demás, hijos queridos; a mí me costó bastante llegar a esta edad como para que ahora ande avergonzándome de ser lo que soy.
Soy un viejo sí, pero más que nada soy su viejo.
El de siempre, el único.
Juan Manuel Aragón
A 6 de diciembre del 2025, en Bajo Alegre. En lo de Galván.
Ramírez de Velasco®



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