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MIGUEL Carcajadas por el tagarna

Oros en la tarde, óleo de Absalón Argañarás

Un muchacho, hecho un hombre, vuelve a Santiago en su primer franco del Servicio Militar, y la familia quiere saber qué ha visto allá lejos

Hora i´mate, la familia hizo rueda sobre Miguel. Los muchachos en primera fila y las mujeres un poco más atrás, no era cosa de ellas, qué tanto. Lo recordábamos como un muchacho callado, pero habló desde que llegó hasta que se hizo la noche y luego de catre a catre, pues los hermanos más chicos seguían preguntándole. Estaba flaco, creímos observar que caminaba más derecho y que ahora tenía ojos alertas y una actitud como de hombre mayor.
La familia lo esperó contando los minutos desde que supo, por una carta que mandó desde Buenos Aires, que le darían un franco. Tía Pila tenía preparada una sorpresa para el otro día, le cocinaría un estofado de un cabrito gordo, la comida que más le gustaba.
Seis meses antes había salido de su casa para hacer el que quizás fuera el viaje más largo de su vida, al Servicio Militar en no sé qué regimiento de nombre glorioso. Era algo de caballería mecanizada. Creímos que estaría en la gloria, en medio de los caballos. Apenas se apeó del ómnibus, los chicos le preguntaron qué tal el flete que le habían dado.
—¡No, chango!, no he visto un caballo ni en estampitas— explicó riéndose.
A pesar de que yo era más chico que Miguel, paradojas de la edad, tenía amistad con Matías, el padre. Y notaba el orgullo que sentía ante cada nueva anécdota que desgajaba. Hablaba del teniente González o el sargento Minicucci como si los conociéramos de toda la vida. Explicó que un “baile” era un castigo por alguna falta cometida y consistía en que se pasaban corriendo o haciendo salto de rana. “Carrera mar” era salir disparando. Y “tagarna” eran las primeras sílabas de tarado, garca y nabo, lo que a los chicos nos hizo reír a las carcajadas, imaginesé.
Mientras Miguel contaba, yo notaba algo raro en la cara de Matías Reconocí la mueca de la satisfacción paterna, como que se le ensanchaba el rostro. Ante cada nueva historia de Miguel, volvía a presentarse en su cara y en la comisura de los labios un gesto de felicidad, contento y tranquila alegría.


En 
 un momento lo miré fijo a los ojos. Entonces dijo:
—La pucha, che se me lo ha hecho hombre el chango.
Luego un brillo le cargó los ojos y dos gotitas, perlas de lluvia en la rama de una tusca, le corrieron por la mejilla, parecía que lloraba. En ese patio que tan bien recuerdo y en el que, si volviera, podría tocar cada horcón con los ojos vendados, siguió la alegre conversación un largo rato.
Endemientras, una sombra se derrumbaba sobre los hombros del pago, ladraron los perros del vecino, a lo lejos cantó el kakuy.
Juan Manuel Aragón
A 12 de enero del 2025, en la Represa Vieja. Descansando bajo la tala.
Ramírez de Velasco®

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