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CUENTO ¡Shoncko!

Dibujo de Molina Campos

Tomado de su libro “Platita, cuentos”, publicado en 1999.

-Shoncko.
Su nombre resonó en la fría noche de invierno en Sol de Mayo como un escopetazo al lado del oído. Estábamos mi abuelo, la Sara, que era la cocinera, su nieto Raúl y yo. Mi abuelo había leído en el diario que de nuevo Shoncko se había escapado de la policía y posiblemente andaba por el departamento Jiménez, en Santiago. En esa época algunos lo querían comparar con Mate Cosido, que lo que robaba a los ricos se lo daba a los pobres. Años después me enteré de que no era cierta. Era cuatrerito de tres por cuatro, que mataba vacunos de puro gusto nomás. Se decía que enlazaba animales yeguarizos solamente para prenderles fuego en la cola.
Mi abuelo anunció que esa noche cerraría muy bien con tranca las puertas de la gran casa de Sol de Mayo. Y la despidió temprano a la Sara.
Shoncko. su nombre me retumbaba en la cabeza como un gran miedo. Años después, su figura está asociada a la fría y dura noche de invierno en que por primera vez al oir un nombre, me agarró como una nube negra, helada.
Antes de irse, la Sara se persignó con un gesto de terror que jamás le había visto en la cara.
¿Que cuántos años habré tenido? Pongalé nueve, diez a lo sumo. Una edad en la que se comprenden muchas cosas y ya se sabe lo mucho que se ignora.
Apenas terminaban las clases, me mandaban al campo con mi abuelo. Durante años no he concebido otras vacaciones más que las pasadas en Sol de Mayo. Algunos de mis compañeros iban a las sierras de Córdoba, a Mar del Plata, a la casa de sus abuelos en Salta, en Tucumán. Hasta había uno que tenía parientes en Bolivia y lo mandaban a visitarlos. A mí se me hacía que mis compañeros sufrían mucho al no poder estar en un lugar como Sol de Mayo. Siendo ya grande, la primera vez que tuve que pasar el verano en la ciudad, casi me enfermo. Y todavía sigo soñando con algunos lugares del campo como si estuviera ahí.
Claro, era el campo y era mi abuelo. El padre de mi mamá. A la mañana, después de desayunar, salíamos a caballo o me mandaba con el capataz a recorrer el monte, a ver si se habían hecho portillos en los alambrados, o esperábamos la hacienda en el corral para ver si caía algún animal para castrar, descornar, marcar, en fin. Todavía hoy cuando me preguntan si conozco de cosas de campo, digo que no. Conozco las cosas que pasaban en un campo. Ignoro cómo se manejarán los demás.
¿Le dije que en ese tiempo vivíamos en Jujuy, en Ledesma? Ahí mi tata compraba La Gaceta todos los días. Y por él me había enterado de que había un cuatrero haciendo de las suyas por los cerros de Burruyacu, cerca de la casa de mi abuelo. Me pareció que esas vacaciones iban a estar buenas. Todo lo que había aprendido leyendo a Salgari, a Julio Verne, podría aplicarlo en el campo. Me imaginaba peleando con Shoncko, con un cuchillo en la mano. Por supuesto que también me imaginaba que podría matarlo.
Pero ahí estaba yo, en Sol de Mayo. La Gaceta que comentaba mi abuelo era de ese día y en la página de policiales se decía que podía estar cerca nuestro. Quién sabe, en una de esas estaría en el monte, esperando que apaguemos la luz para asaltarnos. Antes de irse, Raúl me miró fijo y quise creer que se reía. Con esa perspicacia que tiene la gente del campo, se había dado cuenta de mi miedo. Se me acercó despacito y mientras revolvía las cenizas de la hornalla con un palito, me dijo
-Mirá si viene.
-¿Quién?
-Y, quién va a ser. Shoncko pues.
A pesar de que Raúl era más chico que yo y de que ya le había demostrado que ese año también podía hacerlo llorar de una piña, me quedé callado. Es que ahora era en serio. La vida estaba allá, en algún lugar de la noche, esperando agazapada para dar otro golpe.
La cocina de la casa de Sol de Mayo, estaba separada de la casa. Cuando nos quedamos solos, mi abuelo, que parecía olvidado de Shoncko, siguió leyendo el diario un rato más. Deben haber sido como las ocho y media de la noche, allá en el campo se come temprano porque después no hay nada que hacer. En esa época no había televisión y creo que ni soñábamos con algo así. Por qué no te vas a dormir, me dice mi abuelo. Yo le digo que más tarde, que no tenía sueño. Y no podía dejar de mirar por la ventana de la cocina. Afuera estaba oscuro, muy oscuro para mi gusto. A cada rato me imaginaba que aparecería la cara de Shoncko. Hacía mucho frío, pero a la orilla de las brasitas que quedaban se estaba bien.
Al rato la lámpara se fue quedando sin bomba, mi abuelo se sacó los anteojos y se levantó para apagarla.
-Bueno compañero, hora de dormir -me dijo.
Entramos a la casa, que nunca había estado tan fría como aquella noche. Cerró las puertas con tranca. Revisó las ventanas y me pidió que fuera al baño, que él entraría después. Ni los dientes me lavé. No quería estar solo ni un segundo. El entró después y me pareció que se demoraba como tres horas.
Y nos acostamos.
Yo oía clarito el tiqui taca del reloj de pared del corredor.
-Abuelo, ¿qué ha sido ese ruido?
-¿Cuál?
-No sé, uno, como si fuera que alguien viene.
-Dejá de pensar macanas y dormite.
Al ratito.
-Abuelo.
-Qué.
-¿Shoncko también mata a la gente?
-No, zonzo, dormite.
De nuevo.
-Abuelo.
-¿Y ahora qué quieres?
-No, nada.
-Bueno, dormite de una vez.
Pero yo no podía pegar los ojos. En una casa grande y vieja siempre hay ruiditos. Será la madera de los muebles que se estira, serán las ratas, las chapas del techo que se acomodan. No sé. Alguna vez voy a averiguarlo. Lo cierto es que yo estaba ahí, en la cama, al lado de la mi abuelo, Shoncko podía andar por los alrededores y no me movía bajo las sábanas. Y contaba los ruidos. Trac, sentía, ya van ocho, pensaba. Clic, sonaba, nueve.
Y me debo haber dormido tarde, porque al día siguiente cuando me desperté ya mi abuelo se había levantado. Afuera hacía una luminosa mañana de invierno y el recuerdo de Shoncko se había disipado del todo.
Me levanté, en el patio mi abuelo conversaba con el capataz.
-Hoy no vas a ensillar- me dijo cuando pasaba para la cocina a tomar mi mate cocido -a eso de las diez vamos a ir al corral porque tenemos que castrar unos potros.
Desayuné mientras pensaba en lo que haría durante la eternidad de tiempo que faltaba hasta que sean las diez. Y al final me puse a repasar unas lecciones que habían dado en la escuela para después de las vacaciones.
A media mañana encaré para el corral. Antes de llegar había que pasar por el calicanto, una vieja construcción que ya no se usaba. Era un lugar rodeado de caña hueca, sombreado aún en invierno.
Iba pasando por ahí cuando siento la voz de Raúl.
-Ahí viene Shoncko- dice.
Ay mamita, me acuerdo de que me di vuelta como en cámara lenta, esperando que desde atrás de las cañas saldría el matrero. Un frío me recorrió la espalda. ¿Ha visto que a veces la imaginación va tan rápido que se cree ver lo que no se está viendo? Bueno, algo así me pasó. Yo ya lo estaba viendo a Shoncko antes de terminar de voltearme.
-Aquí viene el cuatrero de Burruyacu -me dice Raúl mientras con un palito me amenazaba como si fuera Shoncko.
Cuando me vio la cara, Raúl se empezó a reír. Y por primera vez no le di la piña que se merecía. No podía, estaba duro.
-Velo al matrero, con un palito crees que te voy a tener miedo.
Pero el otro se había dado cuenta y se seguía riendo.
Un tiempo después el comisario Guerineau lo pilló a Shoncko. Decían que lo había rastreado como un mes para meterlo preso, que el otro sacó un revólver y que Guerineau lo bajó del caballo de un tiro.
Cuando me enteré de la noticia ya estaba en Ledesma. Y me acordé del miedo que había sentido esa noche en Sol de Mayo.
Después hubo otras noches en la vida que no me dejaron dormir. Los caminos que fui andando me enseñaron que también el tiempo es un matrero que lo espera a uno, en cualquier parte de la noche, sin dar aviso. Que no habrá de nuevo un amanecer con el aire vidrioso de luz en el que me habré olvidado de lo que pasa en la oscuridad.
Y cuando me hice grande volvieron los ruiditos para no dejarme dormir. Pero ya no lo tengo a mi abuelo para que cierre las puertas con tranca.
©Juan Manuel Aragón

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