Verdes plantas |
Primero es el aleteo de una hoja de paraíso en el límite entre la siesta y la hora del mate. De la chacra en flor se levanta un vaho seco, que asfixia el aire; tres vacas y dos mulas permanecen bajo el árbol blanco, en la sombra, luego de haber tomado agua, haciendo tiempo antes de volver al bosque. Sin razón aparente, el perro comienza a corretear de un lado para otro y vos, sumido en la obscuridad del sueño, sobre el catre de tiento, compruebas que tu pescuezo es pura agua, sudor y pesadez.La tarde titubea bajo un sol que –como otras muchas ocasiones– quema con ganas la reseca tierra salitrosa del pago, mandándola a abonar su ignorada culpa. Una brisa caliente viene corriendo por el camino, apurándose cada vez más, algo la persigue.
Observas a lo lejos que se viene formando el sur. Recuerdas que en una radio del pueblo decían esta mañana que se había inundado una ciudad de Buenos Aires y la esperanza se abre paso en tus venas. Puede ser que esta vez no le erre, piensas, pero quién sabe. El doradillo se inquieta sudado en el corral, señal de que viene el cambio. La brisa convierte el aire en un polvaderal de esperanza. Recuerdas que dejaste el sulky afuera y te apresuras a entrarlo antes de que el agua moje los arneses.
Te das vuelta y el sur ya está formado más cerca. Viene rápido, cuando te das cuenta de que puede haber piedra, no sabes si alegrarte porque volverá el verdor a vestirse de diciembre, o lamentarte porque el granizo morderá la chacra con furia. En esos momentos recuerdas a Marisa, que una tarde el Chagas arrió para siempre de este mundo. Te sucede cada vez que llueve y aunque la recuerdas igual, su ausencia te atormenta cada vez menos, qué sabrá ser.
En eso estás, cuando aquí y allá empiezan a formarse gotitas sobre la arena. Cuando el agua tiene bien mojada tu espalda, te encaminas hacia la casa. Cae piedra, pero sólo un poco, capaz que se salve el maíz. Luego, el ruidaje del agua contra las chapas. Un pequeño río corre por el camino.
La tarde y el viento ensombrecen el horizonte. Tu perro duerme en un rincón, inmutable, olvidado de la vida, las gallinas se arrinconan bajo el catre del horno. El yuto canta en el monte. Esta noche quizás la sueñes. Entonces la espina de tu corazón será sonrisa.
©Juan Manuel Aragón
Te das vuelta y el sur ya está formado más cerca. Viene rápido, cuando te das cuenta de que puede haber piedra, no sabes si alegrarte porque volverá el verdor a vestirse de diciembre, o lamentarte porque el granizo morderá la chacra con furia. En esos momentos recuerdas a Marisa, que una tarde el Chagas arrió para siempre de este mundo. Te sucede cada vez que llueve y aunque la recuerdas igual, su ausencia te atormenta cada vez menos, qué sabrá ser.
En eso estás, cuando aquí y allá empiezan a formarse gotitas sobre la arena. Cuando el agua tiene bien mojada tu espalda, te encaminas hacia la casa. Cae piedra, pero sólo un poco, capaz que se salve el maíz. Luego, el ruidaje del agua contra las chapas. Un pequeño río corre por el camino.
La tarde y el viento ensombrecen el horizonte. Tu perro duerme en un rincón, inmutable, olvidado de la vida, las gallinas se arrinconan bajo el catre del horno. El yuto canta en el monte. Esta noche quizás la sueñes. Entonces la espina de tu corazón será sonrisa.
©Juan Manuel Aragón
Muy bueno. Me ha gustado.
ResponderEliminarMe hiciste recordar esos tiempos hermosos que no volveran, gracias
ResponderEliminarEsplendido, un relato magistral. Para disfrutar esa descripción minuciosa y corta. Me gusta.
ResponderEliminarMuy bueno Juan, me transportas a mi infancia en la siesta de San Rufino, donde la siesta era obligatoria, si a la tarde queríamos salir a andar en los petisos.
ResponderEliminarMuy bueno.
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