A modo de ilustración |
Cualquiera que llegue por El Barquito Bar —ahora Bonafide— si pregunta a los parroquianos, lo pondrán en contacto con el protagonista de esta historia
Cuenta que nunca en su vida ha sentido tanto placer con una mujer, dice que hicieron cosas comunes, pero ella tenía una maestría tan genial como jamás antes de eso. Cuando la abrazó por primera vez sintió una piel tan suave que, se planteó después, debía patentar el agua en que se bañaba para hacerse rica vendiéndola. Y sonrió para sus adentros, porque ella era solamente tocada por el agua del río.Son esas historias, fábulas, ya sean falsedades o verdades que alguien narra, sin pretender que nadie opine si las cree o las tiene por puras mentiras, porque no interesa. No me autorizó a consignar su nombre, pero a los fines de este relato será Nicasio, pues suena levemente parecido al original. Fue contado cientos de veces y es posible que, si hoy lo halla, le cuente exactamente lo mismo, sólo es cuestión de buscarlo preguntando a los demás parroquianos, ellos le indicarán quién es y a qué hora suele caer por el Barquito Bar, que ahora llaman Bonafide.No le agradaba pescar, pero sus amigos solían frecuentar cualquiera de los dos ríos de Santiago, pasando un fin de semana. Le gustaba acompañarlos para hacer el asado, tomar unos vinos, divertirse con los cuentos. Iba por los “anexos de la pesca”, decían los changos y tenían razón. Era el que armaba la carpa, cebaba mates, cambiaba las ruedas cuando alguna se pinchaba, hacía los mandados, en una palabra.Como los hijos de médicos o de abogados que, sin embargo, no lo son, sabía los términos que usan los pescadores, hablaba de anzuelos, tanzas, bagres, yoyós, redes, dorados, challueros, socos, en fin. Tipo divertido, contaba las anécdotas de los otros mejor que ellos, con más gracia. Cuando estaban en una reunión sus compañeros nunca aclaraban que jamás había tenido una caña de pescar en las manos, para qué, si era uno más en esas aventuras espirituales, satisfacciones con que suelen agasajarse algunos, por el puro gusto de ensayar la camaradería.
Algunas noches solían hablar de cosas serias, la vida, el amor, las mujeres, los hijos, caballos y perros. Alguien recordó esa vez o en una ocasión anterior, que las leyendas de los hombres que se convertían en lobos, quizás sólo fueran proyecciones del propio yo, pero puestas imaginariamente en animales quiméricos e inexistentes. Otro dijo que, a quien en ese pago llamaban la “Mayu Maman” o Madre del Río era una mujer y todas las mujeres a la vez y que solamente a unos pocos elegidos les era dado conocerla íntimamente. Como lo saben todos en Santiago, es un ser, mitad mujer hermosa, mitad pez, una sirena del río. Protectora de los bichos del agua, atrae la desgracia a quienes pescan más de lo que van a comer o hacen un daño innecesario. Una leyenda ecológica, báh,
Mientras las brasas iban haciendo su tarea con una carne tirada en la parrilla, cada uno aportaba lo suyo. Y como suele suceder en esos casos, la conversación iba cambiado hacia otros temas.
Un buen día fueron a pescar al Dulce, a un lugar que conocían bien. Era tranquilo, había una casa no muy cerca, con gente obsequiosa pero no molesta, como suelen ser los campesinos santiagueños.
Siempre que pasaban por ahí, al llegar, salía el dueño de casa, como si fuera el propietario de la comarca y les indicaba si el río venía crecido o cortito, un ritual supersticioso. Era un viudo con varios hijos que, junto a una enorme jauría de perros famélicos, rodeaban los vehículos con curiosidad, risueños y juguetones. Le daban unos pesos o le entregaban caramelos que habían comprado para los niños y seguían su camino.
A la siesta, mientras los otros pescaban fue a ese lugar de visita, a curiosear un rato. Llegó a la casa, lo invitaron a sentarse y antes de que le convidaran unos mates, se sobresaltó. De adentro salió una chica, una morocha hermosísima, de una belleza natural y despampanante, de unos 18 o 20 gloriosos años. El viudo notó su admiración, pero no dijo nada, sólo los presentó.
—Ella es Rosario, hija de mi difunta señora— le aclaró. Y luego le dijo a la chica —salude al hombre, es pescador y nos ha venido a visitar.
Ella le quiso estirar la mano, pero él le dio un beso en la mejilla. Y se turbó profundamente, le dio vergüenza haberla besado, como si hubiera sido un adolescente tomando de la mano a la novia por primera vez.
No quería mirarla por miedo a quedar encandilado mientras el dueño de casa le contaba que rara vez iba alguien de su familia por el lugar en que ellos pescaban porque espantaban y se veían “cosas raras”.
—Cosas raras como qué— averiguó Nicasio.
—Y… cosas… luces, ruidos, movimientos extraños en el agua.
—Deben ser macanas, nosotros siempre venimos y nunca hemos visto ni oído nada.
—A otros pescadores les apareció la “Mayu Maman”, la Madre del Río. Se asustaron y no volvieron más.
—Qué va a ser— sostuvo Nicasio. Quería impresionar a esa chica de alguna forma, pero corto de genio, no le salía nada inteligente.
Conversaron un rato más y emprendió camino rumbo al campamento. En eso sintió un chistido. Era ella, la chica. Lo llamó, lo tomó de la mano y lo llevó a un lugar, a la orilla del río, con mucha sombra, fresco y húmedo. A cualquiera que le pregunte, mientras toma un cortado liviano, le cuenta que mantuvo las mejores relaciones sexuales de su existencia. “Yo había tenido algunos amores, no muchos, para qué me voy a alabar: ella me hizo sentir como si fuera mi primera vez, haga de cuenta que mis mujeres anteriores fueron nada comparado ella”.
En broma, muchas ocasiones le pedían detalles de aquella relación, como cosa de hombres. Lo único que dijo es que quedó con algunas marcas en el cuerpo, el cuello, los brazos, que los camaradas de esa vez en el río, vieron muy bien y que era imposible que se las hubiera hecho él mismo.
Cuando volvió al campamento con el rostro atravesado por una sonrisa feliz y contó lo sucedido a los compañeros, dejaron inmediatamente sus cañas de lado y le pidieron que los lleve al “lugar de los hechos”, digamos. Pero, por más que quiso, no acertó el camino. Entonces decidieron ir a lo del hombre aquel.
Después de ser recibidos, se sentaron y empezaron una conversación cualquiera, porque en el campo nadie llega y dice “vengo para tal y cual cosa” porque es mala educación, uno de ellos sacó el tema.
—¿No va a venir la hija de su señora a cebarnos unos mates?
—¿Quién?
—La hija de su señora, la morochita.
—Tengo cinco changos nomás—señaló el hombre mientras miraba a sus hijos.
Nicasio habló:
—Pero, esta siesta usted me presentó a la hija de su señora.
—¿A quién?
—Me dijo que se llamaba Rosario...
—¿Yo?
—Sí, usted.
—Está equivocado, amigo. Estaba solo cuando usted ha venido, porque mis changos andaban juntando leña.
—Pero, ella nos ha cebado los mates.
—No puede ser.
Ahí el hombre contó que su señora se llamaba Rosario, fue para adentro y volvió con una foto de cuando ella era joven. Dice Nicasio: “Usted no va a creer, pero era una morocha hermosa, idéntica a la que me había presentado como la hija”.
Son algo más de las 7 de la tarde, Estamos con una gente de Loreto que ha venido especialmente a conocerlo y es la enésima vez que lo oigo contar la historia.
Un loretano le pregunta a Nicasio qué piensa de aquello: ”No sé, volvimos varias veces a ese lugar y nunca volvió a pasar nada, el viudo se hizo viejo, los hijos crecieron y se le fueron yendo, un día él se murió y después ya no fuimos más”. Pero la pregunta es si cree que era la Madre del Río. Responde: “No tengo dudas, sobre todo por la piel, tan suave que la mano resbalaba por sus caderas, su cabello era pesado, húmedo y limpio y sus besos tenían un regusto a flores del monte, a tierra mojada”.
Nos quedamos callados, era invierno como ahora, la ciudad rebullía en sus actividades de la tarde, los negocios iluminados, la gente pasaba apurada, los chicos jugaban en la plaza. A lo lejos el trencito “Guara—Guara” hacía sonar sus campanas, avisando que llegaba.
©Juan Manuel Aragón
Un loretano le pregunta a Nicasio qué piensa de aquello: ”No sé, volvimos varias veces a ese lugar y nunca volvió a pasar nada, el viudo se hizo viejo, los hijos crecieron y se le fueron yendo, un día él se murió y después ya no fuimos más”. Pero la pregunta es si cree que era la Madre del Río. Responde: “No tengo dudas, sobre todo por la piel, tan suave que la mano resbalaba por sus caderas, su cabello era pesado, húmedo y limpio y sus besos tenían un regusto a flores del monte, a tierra mojada”.
Nos quedamos callados, era invierno como ahora, la ciudad rebullía en sus actividades de la tarde, los negocios iluminados, la gente pasaba apurada, los chicos jugaban en la plaza. A lo lejos el trencito “Guara—Guara” hacía sonar sus campanas, avisando que llegaba.
©Juan Manuel Aragón
Muy bueno el artículo felicitaciones 👏 arq lopez ramos
ResponderEliminarHermosa historia, Juan Manuel! 👏👏👏
ResponderEliminarExelente historia
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