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El viaje en una camioneta que el tiempo fue destiñendo
He soñado muchas veces con Antajé y una mañana nublada en que paramos en el campo de un viejo para que nos vendiera un poco de alfa para llevar a los caballos de mi abuelo. Estaba nublado. Y la camioneta de color azul eléctrico de mi tata, que luego se fue destiñendo, nadaba en un mar de polvo, por esa misma ruta 34 en la que ahora surcan como un suspiro inmensos camiones llevando soja al puerto de Rosario. Pero enantes, quién se animaba a encararla.
El viejo aquel tenía una pila de batatas recién cosechadas. Qué ha pasado con eso, preguntó mi padre. Sobraron de la cosecha, no las han llevado porque no dan el tamaño, son chicas, respondió el hombre. Las cargamos “para los chanchos”, dijimos, pero era mentira, porque mi abuelo en ese momento no tenía ni un lechón. Eran para nosotros, para repartir a los amigos, tan dulces que te lo eran.
Aprovechaba para tomar lecciones de historia. Le preguntaba a mi tata qué había sido la Mesopotamia. En el camino, guardaba en la memoria a los medos y los persas, la clase de historia del lunes. O le consultaba asuntos que no sabía, como la Revolución Libertadora que tumbó a Perón y en un idioma antiguo, me contaba cosas que si hoy las publicara me meterían preso, no por reaccionario sino por antediluviano y loco. Eso que era la pura verdad.
En Pozo Hondo solíamos visitar, de vez en cuando a unos amigos Pece que tenían un almacén, algo así, no me acuerdo bien. Y luego el último tramo, los Ralos, esquinero del Guapo, Uturunco, que en ese momento era un bosque virgen y umbrío, el costado de la Guanaca, San Javier, San Pedro, Bobadal. De ahí era pan comido. Como estar en casa. Casi siempre visitar a Emilio Llanos era una obligación. Y al final el Bajo, tocar la bocina, anunciar la llegada a una tierra que durante muchos años creí que era sagrada y tal vez lo fuera.
Mientras, allá lejos había quedado Antajé, ese pueblo de casas blancas que aparecía luego de una curva del camino con una iglesia antigua, canales adivinados más que vistos, verdes alfalfares y una sombreada calle que llevaba a la finca de unos parientes.
Sol de Mayo esperaba al final del camino, quizás bajo las mismas estrellas, pero allá eran otras.
©Juan Manuel Aragón
En Pozo Hondo solíamos visitar, de vez en cuando a unos amigos Pece que tenían un almacén, algo así, no me acuerdo bien. Y luego el último tramo, los Ralos, esquinero del Guapo, Uturunco, que en ese momento era un bosque virgen y umbrío, el costado de la Guanaca, San Javier, San Pedro, Bobadal. De ahí era pan comido. Como estar en casa. Casi siempre visitar a Emilio Llanos era una obligación. Y al final el Bajo, tocar la bocina, anunciar la llegada a una tierra que durante muchos años creí que era sagrada y tal vez lo fuera.
Mientras, allá lejos había quedado Antajé, ese pueblo de casas blancas que aparecía luego de una curva del camino con una iglesia antigua, canales adivinados más que vistos, verdes alfalfares y una sombreada calle que llevaba a la finca de unos parientes.
Sol de Mayo esperaba al final del camino, quizás bajo las mismas estrellas, pero allá eran otras.
©Juan Manuel Aragón
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