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CORRIDA Sangre en la arena

Ilustración

“Embiste otra vez y logra levantar al caballo, escucha el quejido del jinete, siente que el hierro en su lomo se le hunde más”

Sale al ruedo. Ha sido criado en una ganadería extensiva, en una gran finca donde casi nadie lo apuró jamás. Cuando necesitaban moverlo, lo arreaban despacio; al vacunarlo eran cuidadosos; al subirlo al camión evitaron molestarlo. Lo trataron como a un animal de valor, casi como si fuera frágil.
Durante el viaje va perdido, sacudido por el ruido del motor, intuye que al final hay algo grave, casi seguramente el final de su vida. Pero no. Lo bajan y lo encierran en un corral pequeño, de paredes demasiado altas. Siente miedo: está amenazado, aunque no sabe por qué ni por quién.
Pasa un rato largo. Cuando por fin abren una puerta, tiene hambre y, sobre todo, una idea simple: quizá regrese a la libertad amplia de la dehesa. Pero no. Tras un breve túnel llega a un espacio inmenso, ardido por el sol de la siesta. La luz lo enceguece por un instante. Luego distingue algo que se mueve del otro lado y corre hacia eso con toda la fuerza de su cuerpo joven. Lo que sea que era, desaparece al instante.
El desconcierto se mezcla con un ruido ensordecedor. Gritos. Palabras. Un olor raro: sudor, cuero, polvo, algo metálico. El miedo se le endurece en la sangre y se convierte en furia. Arremete. Falla. Arremete otra vez. Nada. Como si embistiera contra un fantasma tejido con aire caliente.
Está cansado. No por correr, sino por ese pavor que baja desde las gradas como un viento helado. De repente, la plaza parece calmarse. Aparecen unos jinetes. Los reconoce: los ha visto en la dehesa desde que era ternero. Y los embiste con ferocidad, no porque sepa quiénes son, sino porque intuye que en ese choque se juega la vida.
Cuando sus cuernos dan con algo sólido, siente un dolor atroz en la cerviz. Duda: seguir furioso o detenerse. Decide seguir. Embiste otra vez y logra levantar al caballo, escucha el quejido del jinete, siente que el hierro en su lomo se le hunde más. Pero igual sigue.
Por fin los caballos se retiran, está exhausto. Entonces aparece otro hombre, delgado, con dos banderillas brillantes como insectos feroces. El toro agacha la cabeza y embiste: es lo único que aún le sale. El hombre lo esquiva y siente las puntas clavarse detrás del cuello. Duelen. Arden. Cada una es un rayo que se le queda vibrando bajo la piel.
Lo intentan de nuevo. Lo vuelven a clavar. Ahora tiene cuatro. Por un instante piensa que ese debería ser el final. La arena huele a su sangre, y ese olor —nuevo, profundo, caliente— le borra una parte de sí.
Entonces aparece el hombrecillo del traje multicolor. El torero. Entre la sangre, el dolor, el cansancio y un entumecimiento que empieza en los músculos y parece treparle a la cabeza, siente, desde el fondo del instinto, una rabia ciega. Que pase lo que deba pasar. Embiste. Nada. Embiste de nuevo, el hocico casi rozando la arena, y vuelve a encontrar sólo vacío. Otra vez. Y otra. Y otra. Como si el mundo se encogiera justo antes de que él lo tocara.
Tras un silencio breve, la plaza estalla. Aplausos. Gritos. Vítores, Pañuelos blancos, bandadas de gaviotas furibundas ondean bajo el sol. El toro, roto, solo piensa: que el hombrecillo me mate ya. No quiero vivir así. Que esto se termine de una vez. Pero no termina.
Supone que es el ruido de la muerte que lo anduvo buscando desde que lo trajeron de la ganadería. Pero no. Lo apartan y lo conducen de vuelta al corral. No entiende nada. Oye una frase suelta: “indulto reglamentario”. No sabe qué es. Solo que sigue vivo.
De vuelta en el camión, herido, magullado, rendido, casi muerto, emprende el camino al campo del que salió. Ha visto a muchos partir, pero ninguno volver. Él será el primero en mucho tiempo. Ser más bravo que los más bravos lo ha salvado.
Permanecerá en la finca hasta viejo, quedará para cría.
Juan Manuel Aragón
A 12 de diciembre del 2025, en Perchil Bajo. Atando la zorra.
Ramírez de Velasco®

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