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| Ilustración |
Un fenomenal cambio está llegando a estas playas en la forma en que muchos ven el mundo y la realidad que los rodea
Ha llegado a estas playas, más rápido que inmediatamente, el cambio más brutal en las comunicaciones desde que el periodismo se inventó como oficio rentado. Los diarios del siglo pasado decían buscar la verdad, y aunque muchas veces le pifiaran, al menos era esa la intención: contar lo que pasaba en la realidad. Internet, en cambio, dio una vuelta de tuerca feroz. La noticia ya no la ordena nadie: la elige el propio usuario. Y si un perrito perdido junta miles de lecturas mientras un anuncio ministerial queda colgado en la nube con media docena de curiosos, así será. Ni siquiera importa la noticia: importa el costado morboso. Cuanto más confirme los prejuicios del lector, más vale. El guiño de un diputado, el escote de una funcionaria o la corbata mal atada de un artista quizás pesan mil veces más que aquello por lo que, en teoría, eran noticia. La verdad, en este paisaje, no vale ni el costo del clic.Los métodos tradicionales de discusión murieron sin funeral. Ya no existe el debate formal, ni la discusión socrática, ni la mesa redonda, ni el panel de expertos, ni el foro, ni el seminario. Nada. Hoy todo se reduce a encontrar el atajo que te deje en ganancia: la chicana barata, el carpetazo exprés, el punteo de sobremesa que sirve tanto en un café como en la sesión de cualquier legislatura en el país. Ganar una discusión consiste, simplemente, en meter el gol y mandar a los otros a sacar del medio. Chau, listo. Palo y a la bolsa.¿Lo que viene? Peor todavía. Las viejas rectoras de la ideología —esas series políticamente correctas que transcurrían en Finlandia en 1900, pero igual aparecía un negro, un indio, un japonés y un mexicano, y siempre perdía el blanco— ya son historia. Ahora la gente quiere que el telefonito le confirme lo que ya piensa, lo que ya siente, lo que ya cree. Dentro de nada, cada quien verá en su pantalla exactamente lo que quiere ver, sin importar si es verdad o mentira. La pregunta por “cómo fueron las cosas” será arqueología, no periodismo.
¿Usted desea ver a Cristina Fernández abofeteando al actual presidente, Javier Milei, y hacerlo de manera literal, no metafórica? Pídalo nomás. Su celular le entregará la escena, prolija y servida. ¿Que nunca pasó? ¿A quién le importa? Lo relevante será la satisfacción privada, ese cosquilleo de justicia a pedido, la ilusión táctil de la espada del Ángel Vengador que cada uno guarda para compensar su propia y miserable existencia. El jefe humillado por los subordinados. La compañera inalcanzable, rendida sin resistencia. El enemigo de fútbol, eliminado con un gesto de pulgar en la pantalla. El sueño íntimo del pequeño poder, ofrecido sin costo y sin vergüenza.
La realidad, la conformidad entre los hechos y las palabras, la confirmación con dos o más fuentes: antigüedades. Piezas de museo.
Y en esta deriva luminosa y absurda, el mundo avanza a toda velocidad hacia una repetición humana de “Universe 25”, el experimento que John Calhoun realizó en los años 60 y 70. Puso a vivir ratones en un paraíso sin peligros y con comida infinita. ¿Resultado? Colapso social, aislamiento, conductas aberrantes y extinción en medio de la abundancia. Algo parecido está ocurriendo entre quienes ya tienen garantizada la cama y el plato de comida. Cuando la realidad deja de ser un límite y pasa a ser un estorbo, la decadencia se vuelve entretenimiento.
Quizás después de mirar sin descanso exactamente lo que quieren ver, algunos empiecen a preguntarse qué sucede cuando también dejan de mirar. Y ese día, cuando descubran que ya nada los sorprende ni los entretiene ni les pega en el corazón, tal vez comprendan que lo peor no era la mentira, sino la comodidad con que la aceptaron.
Báh, digo. Quién soy yo para opinar de estos asuntos.
Juan Manuel Aragón
A 18 de diciembre del 2025, en Puesto de Juanes. Cazando urpilas.
Ramírez de Velasco®



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