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| La masacre de los Inocentes, del Giotto di Bondone |
Las masacres que hacen hoy son silenciosas, hechas en un mundo que llegó al consenso de que los niños muertos son mejores los que vivos
Mateo narra con crudeza la masacre de los Santos Inocentes en los versículos 16, 17 y 18 del segundo capítulo de su Evangelio:
“Herodes, al verse burlado por los magos, se enfureció sobremanera y mandó matar a todos los niños de Belén y de sus alrededores, menores de dos años, conforme al tiempo que había precisado de los magos.
“Entonces se cumplió lo dicho por el profeta Jeremías: En Ramá se oyó un grito, llanto y lamento grande: es Raquel que llora a sus hijos y rehúsa el consuelo, porque ya no están.”La Iglesia recuerda hoy a aquellos niños que no escaparon de la matanza. No tenían culpa alguna. No habían dicho palabra. Ni siquiera sabían llorar. Su único delito fue haber nacido en el tiempo equivocado, cuando a un rey enfermo de miedo se le ocurrió eliminar todo lo que se pareciera al Mesías.Si aquel crimen aún hiela la sangre, cuánto más debería estremecer el de los nuevos Herodes, multiplicados hoy por miles, que bajo ropajes modernos y con palabras pulidas, quitan la vida a millones de niños antes de que respiren por primera vez.
El relato, escueto y brutal, muestra a Belén convertida en campo de exterminio. Los soldados recorrieron las calles, irrumpieron en las casas, arrancaron a los pequeños de los brazos de sus madres. No hubo piedad ni juicio, sólo obediencia al miedo de un hombre. Belén, que debía ser cuna de esperanza, amaneció cubierta de gritos.
Herodes el Grande, que había hecho matar a su esposa Mariamna y a tres de sus hijos, no vaciló ante la idea de aniquilar a todos los varones menores de dos años. Su poder era frágil, su conciencia, más aún. Los Magos habían preguntado por el “rey de los judíos que había nacido”, y esa simple frase bastó para encender la paranoia de un tirano envejecido.
Cada 28 de diciembre, la Iglesia honra a esos niños como mártires de la inocencia. No por sus actos, sino por su sacrificio. En ellos se anticipa la historia de Cristo: perseguidos, humillados, víctimas del poder que teme la verdad. En templos y pueblos, la fecha se conmemora con rezos y campanas.
Hoy los nuevos Herodes ya no visten púrpura ni dictan órdenes desde palacios. Se amparan en leyes, resoluciones, discursos que cambian las palabras para suavizar el crimen. Se habla de “interrupción”, de “derecho”, de “decisión”, pero el desenlace es el mismo: la muerte de un inocente. En nombre de la libertad se niega la vida; en nombre del progreso se repite la más antigua de las atrocidades. La espada se volvió fármaco; la orden, procedimiento.
Las cifras espantan. Más de cuarenta millones de vidas son eliminadas cada año antes de nacer. Ninguna guerra, peste ni desastre natural ha cobrado semejante número de víctimas. Y el mundo, acostumbrado al ruido, apenas lo nota. El llanto de Raquel se escucha hoy en clínicas silenciosas, en pasillos asépticos, en salas en que la vida debía empezar y no apagarse.
Cada existencia humana, por pequeña que sea, tiene un rostro que nadie verá, un latido que no llegará a oírse, una historia que no se escribirá. Los niños que no nacerán son los nuevos inocentes de una época que prefiere el silencio al consuelo, la eliminación al acompañamiento. Herodes temía perder su trono. Hoy se teme perder la comodidad.
Por eso la memoria de los Santos Inocentes no es una ceremonia antigua, sino una advertencia que sigue vigente. Como aquella estrella que guio a los Magos, hay que buscar una luz que devuelva valor a lo que no tiene voz. La Iglesia, sola muchas veces, recuerda lo que el mundo quiere olvidar: que toda vida, incluso la que aún no ha respirado, es sagrada.
Cada niño no nacido lleva en sí una promesa que la humanidad no conocerá. No hay consuelo para las madres que luego comprenden lo que hicieron, ni redención para las sociedades que callan. Raquel sigue llorando en cada maternidad vacía, en cada decisión tomada con miedo o premura, en cada política que convierte la vida en trámite.
Herodes ya no manda matar en Belén, pero su sombra persiste. Cambió la espada por la indiferencia, la orden del rey por el consenso. Los Santos Inocentes de hoy no tienen nombre ni tumba, pero su ausencia pesa sobre el mundo. Y mientras haya quien justifique su muerte, el llanto de Ramá seguirá oyéndose, tan antiguo y tan real como el que estremeció la noche en que nació el Niño Dios.
Por sus almitas inocentes oremus.
Juan Manuel Aragón
A 28 de diciembre del 2025, en San Ramón. Esperando el ómnibus.
Ramírez de Velasco®



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