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GASTRONOMÍA Sopita de gallina

Cajones apilados de pollos

La modernidad ha terminado, de rompe y raja, con uno de los alimentos más sabrosos que tuvo la humanidad

Una comida injustamente olvidada, para cuando lleguen los tiempos fresquitos es la sabrosa, nutritiva y nunca bien ponderada sopa de gallina. La receta, según sabían las madres, era simple, se hervía una presa o toda una gallina, con cebolla, pimiento, zanahoria, perejil, ajo tal vez y sal. Si era el tiempo, uno o dos marlos de choclo flotaban cual islas de sabor, de un pretérito perfecto que no se ha de repetir. Cuando estaba por estar, se le agregaba arroz y, listo. Algunos sostenían que era una comida pesada, porque veían esa cosa como grasita que se le hacía por encima, pero, justamente, era lo que le daba su característico sabor y la hacía más nutritiva.
Eran los tiempos en que no existían el colesterol bueno y el colesterol malo, como el ying y el yang, peleando en un mundo de femeninos y masculinos, opuestos y contradictorios la mayor parte de las veces y complementarios casi siempre.
Antes era sabido que los pollos eran los hijos legítimos de las gallinas y los gallos y que se alimentaban de maíz, pastito y bichitos que tispiaban por los alrededores de las casas. Ahora es imposible averiguar de qué fábrica de antibióticos han salido, qué cruzas raras hubo que inventar para manufacturarlos, qué multinacional se lleva los beneficios económicos de un alimento que solía ser tan del patio de todos los santiagueños, al menos desde la llegada de los españoles, que fueron quienes las trajeron.
Para decirlo de una vez, la sopita de antaño y sus variantes como el puchero de gallina, que sabían figurar entre los manjares de todos los días de las mesas de los pobres, han pasado a manos de quién sabe quiénes, con el agravante de que se sacaron casi todas las gallinas de circulación. Quizás para evitar que siga existiendo este riquísimo plato y endilgar a la gente otras costumbres.
Para peor, en el mercado Armonía se prohibió la venta de animales vivos, desde pescaditos de colores a gallinas. Era lo único que, en pleno centro de la ciudad, recordaba el origen campesino de miles de santiagueños en medio del caliente asfalto de sus calles. Condenaron a la gente de antes a comer esos pollos de piel blanca que, quién sabe qué animales, monstruos, dragones, reptiles o endriagos habrán sido en vida.


Hasta la piel de gallina, provocada por el frío, el miedo o la sorpresa fue olvidada por la cultura popular, que ahora dice “se me pone piel de posho, ¿viste?”, imitando a una prostituta famosa de las muchas que aparecen en la televisión todos los días a toda hora, opinando de lo que sea.
No tienen consuelo las madres que antaño ofrecían una sopita de gallina como alimento a sus hijos, para volverlos fuertes, grandes e inteligentes, o al propio marido, para que hiciera de compostura de los lunes. El mercado Armonía, sin las viejas llegando del campo con sus quesos, sus huevos frescos y de colores y sus gallinas listas para ser peladas, se va pareciendo cada vez más a un supermercado de sociedad anónima, engendro fatal y malévolo de la modernidad más cruel.
De rompe y raja se derrumba un mundo fundado en el amor y surge una viscosa novedad, que trae a los pollos no recubiertos de plumas sino con un plástico maloliente, que les trasmina un gusto a quién sabe qué.
Pero es lo que hay.
Juan Manuel Aragón
A 28 de febrero del 2025, en Algarrobo Antarqueado. Fumando chala.
Ramírez de Velasco®

Comentarios

  1. Cabaret... "tropezón"...,
    Era la eterna rutina.
    Pucherito de gallina, con viejo vino carlón.
    Cabaret... Metejón...
    Un amor en cada esquina;
    Unos esperan la mina
    Pa' tomar el chocolate;
    Otros facturas con mate
    O el raje para el convoy.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. che ¡¡¡¡¡ ,por tu culpa empezaron a pedir identificacion a los comentaristas anonimos,
      en este blog !!!dejate de embromar con letras de tango ¡¡

      Eliminar

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