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CUENTO Hortensia

Imagen de ilustración Después de tres días de luvia en el campo, de tanto comer gallinas creíamos que nos iban a salir plumas y alas Martín mostraba cómo trenzar un cuero. Llovía a cántaros sobre aquel pago, al que tantos años fui de felices vacaciones, a orillas de un saladillo cruel, poblado de churquis, jume, palo azul, suris y algunas islas de monte cortando el horizonte. Las gallinas andaban ateridas de frío bajo la galería, quietas, duras, como esperando que pillemos alguna para tener al menos el calor del guiso. “Primero tuerces éste, luego este otro, después das vuelta así, vuelves a pasar por aquí, de nuevo una vuelta y empiezas de nuevo. Siempre debes tener los tientos ajustados, pero no tanto, para que la obra te salga prolija”, explicaba Martín, mientras movía hábilmente sus manos para el trenzado de cuatro. Lo miraba sólo para pasar el aburrimiento, porque a esa altura de la vida, mire si iba a atender cómo se hacen obras, como llaman en el pago a los trabajos con cueros.