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CUENTO Un número de cuatro cifras

Cuaderno de tapa dura

Lista de los amigos y conocidos que se van yendo para siempre, no con afán morboso sino más como coleccionista


Empecé a llevar un registro de muertos en el 90. En ese tiempo vivía en Buenos Aires, una vez, cuando volví a Santiago, pregunté por un amigo y me dijeron que era finado, pregunté por el padre de otro y también había muerto. Entonces compré un cuaderno rayado, de los de antes y empecé a anotar los muertos conocidos. Pero tenían que ser conocidos, no conocidos de conocidos ni parientes, es decir amigos, sus esposas, siempre que hubiera tenido algún contacto con ellas. Si alguien viene y me dice que murió la hermana de uno, el padre de otro, no los incluyo, porque no los ubico, ¿me entiende?
En Buenos Aires siempre que me topaba con un santiagueño me avisaba los últimos muertos, era una de las primeras noticias que siempre te daban del pago. “¿Sabías que ha muerto el Rana Torres?”, “¿no te has enterado”, finó Ramón Aguirre”, “¿cuál, el que jugaba en las inferiores de Unión?”, “no, el hermano, que sabía trabajar en la panadería de Carbonel”.
Así iba engordando las hojas. No era como ahora que uno se entera al toque porque le dan el pésame o mandan saludos al finado por Facebook, Instagram (como si en el más allá tuvieran guayfai), con los consabidos “besos al Cielo” o “vuela alto querido Gordo, allá donde quiera que estés” o “ya estarás con Tata Dios, dándole serenatas y cantándole tangos”. O me entero porque siempre alguien avisa en un grupo de WhatsApp o manda un mensaje. En ese entonces si no leías el diario ni te enterabas. Y, así y todo, sin redes de internet y sin el diario, me iba enterando de lo que pasaba en Santiago y de los muertos.
Le cuento, ni bien compré el apuntador, recordé como veinte finados de hacía poco y los consigné para no olvidarme, un día registraba a dos, pero después, quizás durante meses no apuntaba a nadie. Era joven en ese momento, tenía cuarenta años y mis amigos, como la gente más o menos de esa edad, prefiere ser un poco más grande para morirse.
¿Si los amigos sabían lo que hacía?, sí por supuesto. En Buenos Aires algunos empezaron a esquivarme, creían que lo único que me interesaba era cerciorarme de que todavía vivían para no ponerlos en la lista. Macanas. ¿Ha visto que algunos coleccionan estampillas, cajas de fósforos, invitaciones a cumpleaños de quince o casamientos? Bueno, lo mío era una mera enumeración de los amigos y conocidos que pasaban al otro lado, pero no para llevar una estadística ni nada. Aunque ahora que me lo planteo, a través de esos escritos lo que en realidad quería era seguir sintiéndome vivo.
Cuando anoto finados, estoy seguro de que anoto finados, es decir, todavía me paro de este lado de la vida, y no soy un poco de tinta sobre un papel. Parece mentira, pero cuando llegó el año 2000 tenía como trescientos inscritos. Los amigos no me consultaban para saber si alguno había muerto, ¿no le dije que es una especie de colección privada? Todos sabían que llevaba la lista, pero nada más.
No creo que haya sido un afán morboso tampoco, no me alegraba si aumentaban los nombres, es más, hubiera querido quedarme con los primeros veinte y nadie más. Pero sabía que sus páginas se seguirían enriqueciendo. Indefectible e ineludiblemente.
Cuando volví a Santiago, en el 2003, empecé a sacarlo cada vez más seguido; una ya era más viejo y se empezaron a morir más amigos, dos, al estar en Santiago me enteraba también de gente conocida que crepaba, de la que en Buenos Aires quizás nunca hubiera sabido si vivía o se había ido al tacho.

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Un amigo, Carlos Barragán, usted se debe acordar porque todos los días tomaba café en aquella mesa, es el número 633 de la lista. Al último andaba mal, antes había sido gordo como gato de carnicero, pero empezó a adelgazar cuando lo agarró la diabetes o no sé qué, después caminaba arrastrando los pies, encorvado, una piltrafa. Un día me llamó a la mesa, me dijo: “Yo sé que un día de estos voy a estar en ese libro que llevas, pero quiero ser un número de cuatro cifras”. Un deseo que me fue imposible de cumplir.
Lo mejor de todo es que ya sé cómo va a terminar esta historia. Les tengo dicho a mis hijas que cuando me muera, me ubiquen en el último lugar y luego lo quemen, a nadie le interesa mi colección. Hasta hoy llevo 1237 abonados, digamos, y ya sé que no voy a llegar a los 2000 no tanto porque esté viejo, aunque sí estoy viejo, sino porque ya no me van quedando amigos, salgo a la calle, voy al centro y conozco a muy poca gente, antes saludaba a cuatro o cinco por cuadra, ahora si conozco a uno en todo el trayecto, es mucho. Además, a quién le importará un cuaderno que dice “Pepe, de la heladería”, “Madre de los changos Enríquez”, “Carlín Díaz”, “Doña Azucena, madre de los changos Galván”.
Cuando mis hijas quemen mi colección de muertos quizás le queden 50 páginas en blanco.
Tal vez menos.
Pero qué voy a creer.
©Juan Manuel Aragón
A 14 de octubre del 2023, en Perchil Bajo. Esperando el ómnibus

Comentarios

  1. Verdad pasa en mi cuaderno ya tengo 20

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  2. No tengo un cuaderno para registrar a los amigos y conocidos que ya fueron "convocados". No tengo ese tipo de registro. En lo que si coincido, es en esa fea experiencia de no ver más a todas la gente amiga o conocida que ya ha partido.

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