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ROMA El dios que dobla el hierro

Algo no sale bien

Cincuenta mil personas aguardan la sangre que les entregará Júpiter mismo, pero algo no sale como estaba planeado y…

En el fondo del Palatino los mármoles ocultan grietas de poder gastado, Tito Flavio Domiciano, el emperador, se recuesta en un diván de marfil. Es el año 843 desde la fundación Roma y Roma se devora a sí misma. Los juegos ya no lo sacian. Gladiadores, fieras, batallas navales: todo es repetición. Domiciano, maquillado y rizado como un dios de yeso, quiere otra cosa. Un drama que lo confirmara divino.
—Yo soy Júpiter en la tierra —dice a sus cortesanos.
Los cortesanos asienten, tienen miedo.
—Necesito una obra que haga olvidar a Nerón.
Le hablan de un grupo que reza en sótanos húmedos. Seguidores de un crucificado. Domiciano se ríe.
—¿Un dios colgado en una cruz? Que se vea su vergüenza. Lo haré espectáculo. Cien cruces quiero. Cuelguen a cien de esos, cada uno en una cruz, a ver si se hacen dioses.
Lucio Cornelio, centurión viejo, oye la orden sin discutir. Ha visto demasiada locura para sorprenderse.
Al amanecer siguiente, los esclavos levantan cruces en la arena del Coliseo. Pinos, madera sin pulir, con olor a resina y sangre vieja. Los carteles anuncian el espectáculo. Roma acude. Patricios, plebeyos, vendedores de vino agrio.
Cincuenta mil personas esperan sangre.
Domiciano entra al mediodía, vestido de púrpura, rodeado de senadores que tiemblan ante su presencia.
—Que empiece —ordena.
Entran los prisioneros. Hombres, mujeres, viejos, niños. Son cristianos y están encadenados, pero erguidos. Dos destacan: Claudia y Tito. Caminan en silencio, cantando bajo. Un rezo que nadie entiende. Los soldados se miran incómodos.
—Estos no gritan —dice uno.
—Átenlos —ordena Cornelio.
Claudia es la primera. Alza la vista al cielo gris.
—Perdónalos, Señor —murmura.
Tito sonríe.
—Hoy estarás conmigo en el paraíso.
Domiciano se inclina desde el palco.
—¡Miren cómo se somete el dios de los débiles! ¡Cornelio, comienza!
El centurión levanta el martillo. Golpea. No hay crujido. El clavo se dobla. Suena hueco, metálico, absurdo. Otro intento. Lo mismo. El hierro no entra. Se rinde, como si la madera lo rechazara.
—¿Qué pasa? —ruge el emperador.
Cornelio lo mira sin saber qué decir.
—El hierro falla.
Los soldados prueban en otras cruces. Igual. Martillos rebotando, clavos torcidos. Solo la carne de los que no rezan cede al metal. Un viento frío cruza la arena. Nadie del público lo siente. Los cristianos siguen cantando.
Domiciano se pone de pie, está enfurecido.
—¡Traición! ¡Magia! ¡Mátenlos a todos
El cetro cae. Las espadas refulgen. Los soldados degüellan rápido. Claudia, Tito, los demás. Sin gritos. Solo respiraciones cortas y el sonido del acero. La arena se tiñe de rojo. No hay espectáculo. Solo ejecución.
El público aplaude por costumbre. Domiciano no. Se retira con el gesto torcido. En su litera, camino al Palatino, pregunta en voz baja:
—¿Qué dios dobla el hierro de Roma?
Cornelio queda a cargo de la limpieza. Los esclavos lavan la arena. Entre la sangre encuentra un clavo doblado. Lo levanta. Pesa más que el plomo. Lo guarda. No dice nada.
Roma sigue con sus fiestas. Domiciano sueña con hierro torcido. Cornelio lleva el clavo en su bolsa hasta el fin de sus días. Nadie habla del milagro, pero el rumor corre: hubo un día en que el hierro rehusó matar.
Sobre la ciudad del mármol y la sangre se abate un silencio ominoso. El de un Dios que no se deja crucificar dos veces.
Juan Manuel Aragón
A 7 de noviembre del 2025, en la Pellegrini. Como yendo al Mercado.
Ramírez de Velasco®

Comentarios

  1. Cristian Ramón Verduc7 de noviembre de 2025 a las 6:32

    Lo he leído dos veces, por gusto nomás. Otro día volveré a leerlo.

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