El Abominable en persona |
Estos cuentos fueron publicados hace algunos años en otro sitio de internet. En la seguridad de que entonces no los leyó nadie, hoy se vuelven a publicar aquí, pero es muy posible que sigan siendo merecidamente ignorados por los inteligentes lectores
JMA
La expedición
El Yeti, el Abominable Hombre de las Nieves, está en Santiago. Lo trajimos con unos amigos, cuando volvimos de una expedición que nos mandamos al Nepal. Allá nos hicimos amigos, le preguntamos si quería venir y al final lo convencimos. Tuvimos que volver en buque, porque ningún avión quería tener de pasajero semejante monstruo.Después de descargarlo en el puerto de Rosario, lo metimos en un camión y nos vinimos. El bicho se acostumbró rápido. Pero no lo sacamos ni a la vereda, imaginesé, no queremos asustar a los vecinos. Qué van a decir si salimos a la tarde a tomar mate a la puerta de casa con semejante animal.Se adaptó bien, ya dejó de cenar los gatos del vecindario que venían a verlo, curiosos, todas las noches. Ahora come bife con ensalada, sopa, guiso, pastel de anco, cosas así, lo que le gusta a un cristiano cualquiera.
Lo pusimos en una piecita que había en el fondo de casa y de ahí sale para ir al patio nomás. Como un perro y su cucha. Pero se hartó y una tarde que no había nadie en casa, se trepó a la tapia y se mandó a mudar. Hizo un zafarrancho en el fondo de la casa de al lado. La gente creía que era la Almamula, la mujer de blanco, cualquier cosa, pero no les coincidía, porque el Yeti, como todos saben es blanco, peludo y de ojos negros y saltones. El bicho también se asustó y regresó a casa. A la noche, cuando volvimos, nos estaban esperando en la puerta, no querían que entrásemos. Les dijimos que no teníamos miedo a los espantos, y apenas estuvimos adentro nos mandamos hacia el patio para ver si seguía estando.
El Abominable Hombre de las Nieves se hacía el otario.
Lo retamos. Le dijimos que era un mal agradecido. Tanto que nos había costado traerlo del Himalaya para que anduviera haciendo semerendos papelones por los fondos de las casas del barrio.
Ahora anda tranquilo, no molesta, se porta bien. Algunas veces lo sacamos en camioneta y lo paseamos por el centro. La gente lo toca y cree que es de plástico. Los chicos preguntan si es a cuerda o a motor. El chiste es que nosotros les decimos que es de verdad.
Pero quién va a creer, amigo.
¿Nunca le hablé de él?
Un buen día sentí que el bicho me traía fortuna en el amor. Sacaba a bailar a una chica, le conversaba de macanas, esos chistes que uno hace, como “qué tomas para ser tan hermosa”, macanas así. Y cuando se me acababan los argumentos, suspiraba, me ponía serio y les contaba que no sabía qué hacer con él, era un presupuesto en comida y con eso las interesaba. Habíamos salido en los diarios, así que todos sabían de la existencia del Abominable Hombre de las Nieves. Hasta de la BBC habían venido a hacernos un reportaje.
Hice lindos levantes. Hasta minas que volaban alto, que no salían del baile si no tenías un buen auto o una moto importada con los cromados brillositos, de las grandes. El problema es que al segundo día ya querían ir a casa a conocerlo, sacarse fotos, tocarlo. Después perdían interés, porque uno no cambia, por más que en la casa viva el mismísimo Yeti, el Papa Francisco o Diego Maradona. Las chicas al final se aburrían y terminábamos dejando. Pero quién me quitaba lo bailado.
Al tiempo, cuando pasó el furor y se fueron los periodistas que hacían guardia al frente de casa, la gente se empezó a olvidar. En el baile le comentaba algo a una chica y ella peguntaba: “¿Qué de qué?” Hasta que ya no hablé más de él. Ni en los bailes con las chicas ni en el café con los amigos ni en el trabajo con los compañeros ni en la juntada de los jueves con los amigos del secundario ni en las reuniones de nacionalistas porque a nadie le importaba. Todos se habían cansado. Me veían llegar y decían: “Ya viene a hablar de su famoso Yeti, me tiene harto”.
Y la vida volvió a la normalidad. En los bailes volví a ser el hombre invisible que siempre había sido, después de mis chistes me quedaba callado, pasando por estúpido con las chicas. Cuando salía a pasear con el Abominable, alguno que otro me saludaba, pero así nomás, de lejos.
Ahora nadie nos molesta. Pedimos tres kilos de helado, yo me tomo un cucurucho y él, el resto. No llama la atención. ¡También!, es el Yeti, amigo, nada del otro mundo.
Pero, oiga, ¿usted no ha oído hablar de él? Venga, sientesé, le cuento.
La independencia
Luego de la novedad, cuando ya nadie se acercaba para tocarlo y todos se habían olvidado de arrancarle los pelos para ver si era de verdad, siguió la vida de monotonía de siempre. Para nosotros también. Cuando volvimos del Nepal habíamos tenido grandes expectativas con lo que dirían los vecinos, los conocidos, al ver semejante bicho. Pero la euforia fue disminuyendo y los hechos le dieron la razón a Aristóteles, que sostenía —dicen —que la felicidad es el justo medio.
Como se imaginará, en Santiago un ser como el Yeti es inconcebible, por lo que al principio aparecimos en los diarios, nos hacían entrevistas en la tele, fotos de aquí, fotos de allá. Como un río, enseguida la vida buscó su cauce natural y todo volvió a ser como antes. Regresamos al trabajo, el viaje en colectivo hasta el centro, las compras del mes en el supermercado, la existencia común y corriente. Sólo que ahora teníamos un Yeti que alimentar.
La expedición
El Yeti, el Abominable Hombre de las Nieves, está en Santiago. Lo trajimos con unos amigos, cuando volvimos de una expedición que nos mandamos al Nepal. Allá nos hicimos amigos, le preguntamos si quería venir y al final lo convencimos. Tuvimos que volver en buque, porque ningún avión quería tener de pasajero semejante monstruo.Después de descargarlo en el puerto de Rosario, lo metimos en un camión y nos vinimos. El bicho se acostumbró rápido. Pero no lo sacamos ni a la vereda, imaginesé, no queremos asustar a los vecinos. Qué van a decir si salimos a la tarde a tomar mate a la puerta de casa con semejante animal.Se adaptó bien, ya dejó de cenar los gatos del vecindario que venían a verlo, curiosos, todas las noches. Ahora come bife con ensalada, sopa, guiso, pastel de anco, cosas así, lo que le gusta a un cristiano cualquiera.
Lo pusimos en una piecita que había en el fondo de casa y de ahí sale para ir al patio nomás. Como un perro y su cucha. Pero se hartó y una tarde que no había nadie en casa, se trepó a la tapia y se mandó a mudar. Hizo un zafarrancho en el fondo de la casa de al lado. La gente creía que era la Almamula, la mujer de blanco, cualquier cosa, pero no les coincidía, porque el Yeti, como todos saben es blanco, peludo y de ojos negros y saltones. El bicho también se asustó y regresó a casa. A la noche, cuando volvimos, nos estaban esperando en la puerta, no querían que entrásemos. Les dijimos que no teníamos miedo a los espantos, y apenas estuvimos adentro nos mandamos hacia el patio para ver si seguía estando.
El Abominable Hombre de las Nieves se hacía el otario.
Lo retamos. Le dijimos que era un mal agradecido. Tanto que nos había costado traerlo del Himalaya para que anduviera haciendo semerendos papelones por los fondos de las casas del barrio.
Ahora anda tranquilo, no molesta, se porta bien. Algunas veces lo sacamos en camioneta y lo paseamos por el centro. La gente lo toca y cree que es de plástico. Los chicos preguntan si es a cuerda o a motor. El chiste es que nosotros les decimos que es de verdad.
Pero quién va a creer, amigo.
¿Nunca le hablé de él?
Un buen día sentí que el bicho me traía fortuna en el amor. Sacaba a bailar a una chica, le conversaba de macanas, esos chistes que uno hace, como “qué tomas para ser tan hermosa”, macanas así. Y cuando se me acababan los argumentos, suspiraba, me ponía serio y les contaba que no sabía qué hacer con él, era un presupuesto en comida y con eso las interesaba. Habíamos salido en los diarios, así que todos sabían de la existencia del Abominable Hombre de las Nieves. Hasta de la BBC habían venido a hacernos un reportaje.
Hice lindos levantes. Hasta minas que volaban alto, que no salían del baile si no tenías un buen auto o una moto importada con los cromados brillositos, de las grandes. El problema es que al segundo día ya querían ir a casa a conocerlo, sacarse fotos, tocarlo. Después perdían interés, porque uno no cambia, por más que en la casa viva el mismísimo Yeti, el Papa Francisco o Diego Maradona. Las chicas al final se aburrían y terminábamos dejando. Pero quién me quitaba lo bailado.
Al tiempo, cuando pasó el furor y se fueron los periodistas que hacían guardia al frente de casa, la gente se empezó a olvidar. En el baile le comentaba algo a una chica y ella peguntaba: “¿Qué de qué?” Hasta que ya no hablé más de él. Ni en los bailes con las chicas ni en el café con los amigos ni en el trabajo con los compañeros ni en la juntada de los jueves con los amigos del secundario ni en las reuniones de nacionalistas porque a nadie le importaba. Todos se habían cansado. Me veían llegar y decían: “Ya viene a hablar de su famoso Yeti, me tiene harto”.
Y la vida volvió a la normalidad. En los bailes volví a ser el hombre invisible que siempre había sido, después de mis chistes me quedaba callado, pasando por estúpido con las chicas. Cuando salía a pasear con el Abominable, alguno que otro me saludaba, pero así nomás, de lejos.
Ahora nadie nos molesta. Pedimos tres kilos de helado, yo me tomo un cucurucho y él, el resto. No llama la atención. ¡También!, es el Yeti, amigo, nada del otro mundo.
Pero, oiga, ¿usted no ha oído hablar de él? Venga, sientesé, le cuento.
La independencia
Luego de la novedad, cuando ya nadie se acercaba para tocarlo y todos se habían olvidado de arrancarle los pelos para ver si era de verdad, siguió la vida de monotonía de siempre. Para nosotros también. Cuando volvimos del Nepal habíamos tenido grandes expectativas con lo que dirían los vecinos, los conocidos, al ver semejante bicho. Pero la euforia fue disminuyendo y los hechos le dieron la razón a Aristóteles, que sostenía —dicen —que la felicidad es el justo medio.
Como se imaginará, en Santiago un ser como el Yeti es inconcebible, por lo que al principio aparecimos en los diarios, nos hacían entrevistas en la tele, fotos de aquí, fotos de allá. Como un río, enseguida la vida buscó su cauce natural y todo volvió a ser como antes. Regresamos al trabajo, el viaje en colectivo hasta el centro, las compras del mes en el supermercado, la existencia común y corriente. Sólo que ahora teníamos un Yeti que alimentar.
Al principio no fue problema, todos los días nos invitaban, que un asado, que una cena, que una fiesta, que unos primos lejanos lo querían conocer, que los vecinos lo iban a agasajar, que los compañeros de truco de los sábados le convidaban pizza. Pero los festejos se fueron acabando y pasamos a remarla solos. Tres kilos de carne, dos paquetes de fideos y media docena de frascos de dulce de leche por día acaban con el presupuesto de cualquiera.
Por suerte había empezado a hablar. Bastante bien, le digo. Y aprendió a leer, se hizo socio de la biblioteca popular del barrio. Se tragó las obras completas de Borges, a Kafka lo leyó en una semana, todo le interesaba, de Gabriel García Márquez a Dalmiro Coronel. Leía como un condenado.
Una noche que habíamos puesto la tele, apareció en el noticiario. Lo conchabaron en el canal como presentador y periodista. La novedad cundió en los canales de Buenos Aires y las agencias extranjeras. Y al tiempo ese ruido también se apagó y la rutina volvió a ser la de antes. El Yeti al final se fue a vivir solo a un departamento del centro y algunas veces nos visita con la novia, una chica muy bien que estudia para abogada. Dicen que hay planes de casamiento.
Por suerte había empezado a hablar. Bastante bien, le digo. Y aprendió a leer, se hizo socio de la biblioteca popular del barrio. Se tragó las obras completas de Borges, a Kafka lo leyó en una semana, todo le interesaba, de Gabriel García Márquez a Dalmiro Coronel. Leía como un condenado.
Una noche que habíamos puesto la tele, apareció en el noticiario. Lo conchabaron en el canal como presentador y periodista. La novedad cundió en los canales de Buenos Aires y las agencias extranjeras. Y al tiempo ese ruido también se apagó y la rutina volvió a ser la de antes. El Yeti al final se fue a vivir solo a un departamento del centro y algunas veces nos visita con la novia, una chica muy bien que estudia para abogada. Dicen que hay planes de casamiento.
Lo dicho, la felicidad es término medio.
Pileta de natación
La abuela se avivó de que con una piletita de lona podría pasar enero sin tanto calor. No calculó que en el Nepal casi no existe el agua, por lo que hubo que convencerlo de que andaría más fresco. Al Hugo se le ocurrió mojarlo con una manguera, al principio no le gustó, pero después entendió la idea. Fue el principio de un verano en el que no pudimos sacarlo de casa, chapoteaba todo el día. Tanto que amanecía en el agua dormido, los pelos desparramados, una masa enorme, amorfa, blanquecina, flotando en 30 centímetros de profundidad.
Al principio venían a verlo los vecinos, pero con el tiempo se empezó a armar una romería interesante: durante todo el día entraban y salían grupos grandes de gente. Desde que el abuelo no arreglaba ni un enchufe, dejamos de necesitar la piecita del fondo en la que se guardaban las herramientas y no frecuentamos más el patio. Por lo que no nos enteramos hasta mucho después, qué hacía ni con quién.
Ahí campeaba. Algunas noches hasta más allá de las 4 o 5 de la madrugada, se lo oía retozar, chapotear y jugar con sus amigos y algunas amiguitas.
Un mediodía de febrero, antes del carnaval, dejó la piletita para almorzar con el resto de la familia. Después de la sopa planteó que quería una pileta para todo el año, de material, con parte honda y planita y un trampolín. Mostró una revista en la que había hermosas chicas bañándose en malla. El abuelo le explicó que era caro, debía contratar los servicios de un arquitecto, mover tierra, pagar obreros, comprar materiales, construir un techo. Él no se inmutaba. Le hablamos de los ruidos que habría en la casa durante el tiempo que durasen los trabajos. Y de lo que costaría mantenerla, los líquidos y químicos que se necesitan para mantener el agua limpia. Sin contar lo que gastaría en una caldera.
Entonces fue al patio y trajo varios fajos de billetes. Alcanzaba para tres piletas olímpicas.
Le preguntamos por qué tenía tanta plata. Sacó un folleto en el que lo mostraban como una atracción más de Santiago. Cobraba entrada. La gente ponía unos pesos y él se dejaba fotografiar. Así de fácil.
Al instante el Hugo marcó el teléfono a un amigo maestro mayor de obras. Él sería el director de obra. Nos madrugó a todos. Cobraría, obvio.
Era cristiano
La vez que pasó el circo lo llevamos: sabíamos que le gustaría. Aplaudió todos los números, se asustó con los equilibristas, se asombró con el mago que cortaba en dos a la chica y quiso salvarla, se fascinó con la contorsionista y se carcajeó con los payasos. A la salida vino uno. Dijo que era el dueño y quería llevarlo de gira, nos pagaría bien si se lo vendíamos, pero también podía alquilarlo. Respondimos que lo pensaríamos.
De vuelta en casa, el asunto fue largamente debatido. “Lo bueno –dijo Hugo, recordando un refrán del abuelo– es que hemos hablado con el dueño del circo, no con los tonys”. Mi padre dijo que se lavaba las manos y que no iba a opinar, pero que pensáramos en la cantidad de comida que debíamos darle, en que la abuela trabajaba para cocinarle olladas de guiso, sartenadas de huevo frito con chorizo colorado y frascos y más frascos de mermelada de tomate, su preferida. Y en los gastos.
Pileta de natación
La abuela se avivó de que con una piletita de lona podría pasar enero sin tanto calor. No calculó que en el Nepal casi no existe el agua, por lo que hubo que convencerlo de que andaría más fresco. Al Hugo se le ocurrió mojarlo con una manguera, al principio no le gustó, pero después entendió la idea. Fue el principio de un verano en el que no pudimos sacarlo de casa, chapoteaba todo el día. Tanto que amanecía en el agua dormido, los pelos desparramados, una masa enorme, amorfa, blanquecina, flotando en 30 centímetros de profundidad.
Al principio venían a verlo los vecinos, pero con el tiempo se empezó a armar una romería interesante: durante todo el día entraban y salían grupos grandes de gente. Desde que el abuelo no arreglaba ni un enchufe, dejamos de necesitar la piecita del fondo en la que se guardaban las herramientas y no frecuentamos más el patio. Por lo que no nos enteramos hasta mucho después, qué hacía ni con quién.
Ahí campeaba. Algunas noches hasta más allá de las 4 o 5 de la madrugada, se lo oía retozar, chapotear y jugar con sus amigos y algunas amiguitas.
Un mediodía de febrero, antes del carnaval, dejó la piletita para almorzar con el resto de la familia. Después de la sopa planteó que quería una pileta para todo el año, de material, con parte honda y planita y un trampolín. Mostró una revista en la que había hermosas chicas bañándose en malla. El abuelo le explicó que era caro, debía contratar los servicios de un arquitecto, mover tierra, pagar obreros, comprar materiales, construir un techo. Él no se inmutaba. Le hablamos de los ruidos que habría en la casa durante el tiempo que durasen los trabajos. Y de lo que costaría mantenerla, los líquidos y químicos que se necesitan para mantener el agua limpia. Sin contar lo que gastaría en una caldera.
Entonces fue al patio y trajo varios fajos de billetes. Alcanzaba para tres piletas olímpicas.
Le preguntamos por qué tenía tanta plata. Sacó un folleto en el que lo mostraban como una atracción más de Santiago. Cobraba entrada. La gente ponía unos pesos y él se dejaba fotografiar. Así de fácil.
Al instante el Hugo marcó el teléfono a un amigo maestro mayor de obras. Él sería el director de obra. Nos madrugó a todos. Cobraría, obvio.
Era cristiano
La vez que pasó el circo lo llevamos: sabíamos que le gustaría. Aplaudió todos los números, se asustó con los equilibristas, se asombró con el mago que cortaba en dos a la chica y quiso salvarla, se fascinó con la contorsionista y se carcajeó con los payasos. A la salida vino uno. Dijo que era el dueño y quería llevarlo de gira, nos pagaría bien si se lo vendíamos, pero también podía alquilarlo. Respondimos que lo pensaríamos.
De vuelta en casa, el asunto fue largamente debatido. “Lo bueno –dijo Hugo, recordando un refrán del abuelo– es que hemos hablado con el dueño del circo, no con los tonys”. Mi padre dijo que se lavaba las manos y que no iba a opinar, pero que pensáramos en la cantidad de comida que debíamos darle, en que la abuela trabajaba para cocinarle olladas de guiso, sartenadas de huevo frito con chorizo colorado y frascos y más frascos de mermelada de tomate, su preferida. Y en los gastos.
Decidimos presentarlo a una prueba. “¿Qué tiene que hacer?”, preguntamos. “Nada”, respondió el tipo. “¿Cómo nada?” Nos explicó que sería algo así como el “acto de presencia” de las estrellas en fiestas y bailes, para que la gente los vea, los admire. Bueno, si era así no había problema.
Antes de su presentación los del circo pasaron la novedad en la radio, en los diarios, en la tele. “Hoy tres funciones. El circo Barning Brothers presenta al Yeti del Nepal, la atracción mundial, solamente en la función trasnoche”.
La carpa rebalsaba de público. Cuando el nuestro entró, primero hubo un silencio sepulcral, luego las gradas se vinieron abajo en aplausos y vítores. Tuvo que salir tres veces. Y luego tres veces más, la gente lo quería ver de cerca. Uno se metió para tocarlo y entre dos forzudos lo sacaron.
A la vuelta hubo una reunión para ver qué hacíamos. Podíamos sacarle plata. Discutimos si convenía alquilarlo o venderlo. Hasta que mi madre, llegó de la calle y nos recordó que lo habíamos hecho bautizar. Era cristiano y por lo tanto no estaba permitido venderlo ni nada. “¿Ni aunque sea por un día?”, preguntamos. “¡Nada!”, la vieja no aflojó.
Esa vez perdimos la anteúltima oportunidad de hacer plata con él. Una lástima. Digo, ofrecían un toco así.
Canción triste
Los cantores se callaron para remojar la garganta, la noche había entrado en su segmento más hondo. Entonces él se largó a cantar una extraña melodía de su tierra, con una cadencia bellísima y palabras que no entendíamos porque la vez que fuimos al Nepal fue una estancia tan corta que nos manejamos con el inglés de la secundaria que, para peor habíamos llevado siempre a marzo, y por señas.
Y lo hicimos machar en el asado. Queríamos ver si aguantaba. Le fuimos dando vino muy de a poquito. Primero tomó un vaso, que para semejante mole era una nada, después otro y luego otro más. Cuando se había mandado tres litros, mi primo Tomás nos hizo la seña de “piano piano” y aflojamos la mano. El bicho seguía, le había hallado el gustito. Pero ni se mosqueaba, no había perdido el equilibrio, no gritaba, no bailaba, no se reía, no lloraba. Manso y sereno, como muchos otros borrachos que cuando beben, en vez de exaltarse se van apagando despacito, con sueño, sin ganas de hacerse los graciosos, de pelear con todo el mundo o andar vomitando en las orillas.
Por ahí se levantó para ir al baño y cuando volvió notamos que se bamboleaba un poco al caminar, nada extraño a esa altura de la tira de costillas. Se volvió a sentar y lo olvidamos. Fue la vez que vinieron unos muchachos de la otra cuadra, hijos de doña Marga, a cantar folklore. Después sacaron un disco compacto y ahora andan entreverados en los festivales de toda la Argentina. Había un ambiente chispeante y nos olvidamos del amigo, solito en un rincón, manso y sereno, como quien dice.
Fue un momento mágico cuando comenzó a cantar ese cántico. Después, hablando entre nosotros, llegamos a la conclusión de que todos habíamos sentido que se refería a sentimientos tristes muy profundos por la patria lejana. Era un lloro entonado, una evocación apesadumbrada, nostálgica, con mucho desconsuelo. Uno de los changos quiso acompañarlo con la guitarra, pero desistió después de unos acordes sueltos.
Al terminar se hizo un silencio profundo, pesado. Tocábamos con las manos la luz mortecina del único foco que nos había dado luz toda la noche. Nos acercamos espontáneamente a abrazarlo, compungidos y solidarios.
En eso, uno de los folkloristas arrancó con una cueca, Pepe anunció que el chunchuli estaba a punto. Y seguimos la guitarreada.
Su historia, su vida
Un día nos dimos con que hablaba muy bien, pronunciaba las palabras como nosotros, hacía gestos parecidos y hasta insultaba de la misma manera. Pero nunca en ese tiempo de aprendizaje le habíamos preguntado por su pago, sus costumbres, lo que hacía allá y cómo fue que decidió venir con nosotros, al fin y al cabo, unos desconocidos.
Suponíamos que había tenido una vida de escondite en escondite en las montañas del Nepal cada vez más exploradas por escaladores y turistas. Ellos, tan tímidos y retraídos, salían solamente de noche a ver si hallaban algo de qué alimentarse, una liebre, bichitos y ramas de los árboles, qué más va a hallar en medio del hielo, ¿no? Los pocos que tomaban contacto con la civilización, lo hacían por medio de esos que van filmar documentales que, por alguna extraña razón prefieren hacer fotos y películas movidas y mal hechas antes que buenas tomas, de frente y con el bicho quietito. Es de imaginarse que quieren dejar el misterio sin resolverse para que todos los años les presupuesten una nueva expedición, con viáticos y todo el resto.
Al principio fue un triunfo hacer que saliera a la calle, porque claramente aquí era diferente al resto de la gente. De a poco se fue acostumbrando, primero lo sacábamos de noche a veredear con la familia, después lo empezamos a llevar al centro: el único drama es que nos cobraban dos boletos de colectivo, por su tamaño, ¿ha visto?
Y al final se hizo de amigos, lo llevábamos al baile del club sábado por medio, iba al mercadito con la abuela, le cargaba las bolsas y algunas veces le dábamos que hiciera mandados livianos: comprar un cuarto de bizcochos en la panadería, llevarle la plata a la costurera que nos arreglaba los pantalones, decirle al sodero cuántos sifones tenía que dejar. A todo se adaptó, con decirle que se acostumbró a usar ojotas, como todo el mundo.
Una noche que habíamos comido un asado con los amigos y fallaron unos guitarreros que alguien había contratado para que tocaran algo, tuvimos que conversar entre nosotros. No recuerdo si fue el abuelo o Damián el que le consultó: “¿Qué extrañas de tu pago?”. Se puso a relatarnos su vida con muchos detalles. Tres horas estuvo hablando. Después nos fuimos a dormir.
Pero, otro día le cuento.
La Mabel
Afuera llueve a cántaros. Estos días me pongo nostálgico, pienso en mi vida, en lo que pudo haber sido, en lo que no fue y en lo que —para mi bien o para mi mal —podría ser. Se me aparece nítida la figura del Yeti, a quien la abuela le puso Alberto, sólo porque fue el único que se le ocurrió cuando lo bautizamos. Entusiasmados porque el cura lo consideraba cristiano, no pensamos un nombre para ponerle y como en muchas ocasiones, la vieja nos sacó del paso, ¡Alberto! En poco tiempo se convirtió en el hermano menor que no habíamos tenido, ese que uno trata de hacerle comprender cómo colarse en la cancha o qué decirle a una mujer para enamorarla. Entre otros asuntos, claro.
Mientras, en las baldosas coloradas las gotas forman globitos, señal de que va a llover mucho. Y se me viene a la mente la Mabel, ¡ay!, tanto que la quise. Pienso en algunos detalles de nuestra relación que fueron limando los puentes de entendimiento entre nosotros. No quiero pensar que el entusiasmo por Alberto fuera el culpable de nuestro desapego terminal. Entendió que el otro también necesitaba de atención y cariño. Al final nos veíamos tan poco, que dejar fue un simple trámite: devolverse las fotos, esos asuntosque exigen las mujeres cuando se van de la vida de uno.
Hace un rato me he asomado para ver las nubes, el sur viene cargado. Es posible que siga lloviendo hasta quién sabe qué hora de la noche. El Yeti hace años que regresó a su pago, de vez en cuando escribe por el telefonito de mano o manda una foto. Dice que trabaja en una gruta haciendo asustar a documentalistas australianos. El gobierno de Nepal le paga fortunas por una aparición de pocos segundos. Todo un país vive de sus furtivas actuaciones, casi siempre corriendo para no dejarse ver. Y de los escaladores del Everest.
Este último año he juntado monedita por monedita para irme al Nepal de visita. Quiero saludarlo, tener noticias suyas de primera mano. En una de esas ver si me puedo quedar, aunque sea un tiempo porque, aunque no crean, ese pago me gustó mucho. Dice que ya va teniendo como cinco hijos, todos parecidos a él, menos uno, igualito a la Mabel.
Como un niño
Una vez nos dimos con que la aventura de traer un Yeti había valido la pena, si no por la gracia de haberlo tenido con nosotros, al menos por los recuerdos con que perfumaría el resto de vida que nos quedaba. Porque lo llevaríamos para siempre en el centro de nuestras añoranzas.
Apenas se subió al avión, empezamos a escribir su historia. Con el tiempo lo íbamos a extrañar cada vez menos. Ese día nos juntamos en casa en un asadito para ver lo que nos había dejado en el corazón, pero para el abuelo había que hacer un recuento de los daños. Se mandaba tres kilos de bife por día, lo que deja un agujero enorme en las cuentas con el carnicero del barrio. Luego se hizo más normal para comer, a su dieta le agregamos arroz, fideo y frutas y la cuenta aumentó también en el almacén y en la verdulería. Al final le decíamos “Deuda Externa”, porque todos los meses poníamos más de medio sueldo cada uno para pagar su comida y lo que debíamos, en vez de disminuir, aumentaba.
Con el tiempo solamente nos acordaríamos de algunos recortes aislados. Después, a los que no lo habían conocido, a los que no tenían idea de que algo así había sucedido en Santiago, tendríamos que contarles desde el principio, cómo había sido que una tarde decidimos que iríamos al Nepal a busca un Yeti y la suma de increíbles casualidades que se fueron dando hasta que lo trajimos al barrio. Y más adelante todavía, resumiríamos su historia hasta convertirla en una simpática anécdota para contar a los amigos durante una reunión, en la que algunos se darían el lujo de no creer ni media palabra.
Pero, en ese momento, viendo que el avión partía y adivinando su rostro tras la ventanilla, haciéndonos así con la mano, qué quiere que le diga, me agarró una cosa que hacía mucho que no sentía en la boca del estómago y empecé a ver todo como a través de un cristal de agua. No va a creer, amigo, lo que le estoy contando, pero cuando volvíamos a casa en la chatita, pedí ir atrás para que el viento secara esos sollozos que me asomaban por el borde de los ojos. Semejante hombre grande, estaba llorando. Como un niño.
©Juan Manuel Aragón
Antes de su presentación los del circo pasaron la novedad en la radio, en los diarios, en la tele. “Hoy tres funciones. El circo Barning Brothers presenta al Yeti del Nepal, la atracción mundial, solamente en la función trasnoche”.
La carpa rebalsaba de público. Cuando el nuestro entró, primero hubo un silencio sepulcral, luego las gradas se vinieron abajo en aplausos y vítores. Tuvo que salir tres veces. Y luego tres veces más, la gente lo quería ver de cerca. Uno se metió para tocarlo y entre dos forzudos lo sacaron.
A la vuelta hubo una reunión para ver qué hacíamos. Podíamos sacarle plata. Discutimos si convenía alquilarlo o venderlo. Hasta que mi madre, llegó de la calle y nos recordó que lo habíamos hecho bautizar. Era cristiano y por lo tanto no estaba permitido venderlo ni nada. “¿Ni aunque sea por un día?”, preguntamos. “¡Nada!”, la vieja no aflojó.
Esa vez perdimos la anteúltima oportunidad de hacer plata con él. Una lástima. Digo, ofrecían un toco así.
Canción triste
Los cantores se callaron para remojar la garganta, la noche había entrado en su segmento más hondo. Entonces él se largó a cantar una extraña melodía de su tierra, con una cadencia bellísima y palabras que no entendíamos porque la vez que fuimos al Nepal fue una estancia tan corta que nos manejamos con el inglés de la secundaria que, para peor habíamos llevado siempre a marzo, y por señas.
Y lo hicimos machar en el asado. Queríamos ver si aguantaba. Le fuimos dando vino muy de a poquito. Primero tomó un vaso, que para semejante mole era una nada, después otro y luego otro más. Cuando se había mandado tres litros, mi primo Tomás nos hizo la seña de “piano piano” y aflojamos la mano. El bicho seguía, le había hallado el gustito. Pero ni se mosqueaba, no había perdido el equilibrio, no gritaba, no bailaba, no se reía, no lloraba. Manso y sereno, como muchos otros borrachos que cuando beben, en vez de exaltarse se van apagando despacito, con sueño, sin ganas de hacerse los graciosos, de pelear con todo el mundo o andar vomitando en las orillas.
Por ahí se levantó para ir al baño y cuando volvió notamos que se bamboleaba un poco al caminar, nada extraño a esa altura de la tira de costillas. Se volvió a sentar y lo olvidamos. Fue la vez que vinieron unos muchachos de la otra cuadra, hijos de doña Marga, a cantar folklore. Después sacaron un disco compacto y ahora andan entreverados en los festivales de toda la Argentina. Había un ambiente chispeante y nos olvidamos del amigo, solito en un rincón, manso y sereno, como quien dice.
Fue un momento mágico cuando comenzó a cantar ese cántico. Después, hablando entre nosotros, llegamos a la conclusión de que todos habíamos sentido que se refería a sentimientos tristes muy profundos por la patria lejana. Era un lloro entonado, una evocación apesadumbrada, nostálgica, con mucho desconsuelo. Uno de los changos quiso acompañarlo con la guitarra, pero desistió después de unos acordes sueltos.
Al terminar se hizo un silencio profundo, pesado. Tocábamos con las manos la luz mortecina del único foco que nos había dado luz toda la noche. Nos acercamos espontáneamente a abrazarlo, compungidos y solidarios.
En eso, uno de los folkloristas arrancó con una cueca, Pepe anunció que el chunchuli estaba a punto. Y seguimos la guitarreada.
Su historia, su vida
Un día nos dimos con que hablaba muy bien, pronunciaba las palabras como nosotros, hacía gestos parecidos y hasta insultaba de la misma manera. Pero nunca en ese tiempo de aprendizaje le habíamos preguntado por su pago, sus costumbres, lo que hacía allá y cómo fue que decidió venir con nosotros, al fin y al cabo, unos desconocidos.
Suponíamos que había tenido una vida de escondite en escondite en las montañas del Nepal cada vez más exploradas por escaladores y turistas. Ellos, tan tímidos y retraídos, salían solamente de noche a ver si hallaban algo de qué alimentarse, una liebre, bichitos y ramas de los árboles, qué más va a hallar en medio del hielo, ¿no? Los pocos que tomaban contacto con la civilización, lo hacían por medio de esos que van filmar documentales que, por alguna extraña razón prefieren hacer fotos y películas movidas y mal hechas antes que buenas tomas, de frente y con el bicho quietito. Es de imaginarse que quieren dejar el misterio sin resolverse para que todos los años les presupuesten una nueva expedición, con viáticos y todo el resto.
Al principio fue un triunfo hacer que saliera a la calle, porque claramente aquí era diferente al resto de la gente. De a poco se fue acostumbrando, primero lo sacábamos de noche a veredear con la familia, después lo empezamos a llevar al centro: el único drama es que nos cobraban dos boletos de colectivo, por su tamaño, ¿ha visto?
Y al final se hizo de amigos, lo llevábamos al baile del club sábado por medio, iba al mercadito con la abuela, le cargaba las bolsas y algunas veces le dábamos que hiciera mandados livianos: comprar un cuarto de bizcochos en la panadería, llevarle la plata a la costurera que nos arreglaba los pantalones, decirle al sodero cuántos sifones tenía que dejar. A todo se adaptó, con decirle que se acostumbró a usar ojotas, como todo el mundo.
Una noche que habíamos comido un asado con los amigos y fallaron unos guitarreros que alguien había contratado para que tocaran algo, tuvimos que conversar entre nosotros. No recuerdo si fue el abuelo o Damián el que le consultó: “¿Qué extrañas de tu pago?”. Se puso a relatarnos su vida con muchos detalles. Tres horas estuvo hablando. Después nos fuimos a dormir.
Pero, otro día le cuento.
La Mabel
Afuera llueve a cántaros. Estos días me pongo nostálgico, pienso en mi vida, en lo que pudo haber sido, en lo que no fue y en lo que —para mi bien o para mi mal —podría ser. Se me aparece nítida la figura del Yeti, a quien la abuela le puso Alberto, sólo porque fue el único que se le ocurrió cuando lo bautizamos. Entusiasmados porque el cura lo consideraba cristiano, no pensamos un nombre para ponerle y como en muchas ocasiones, la vieja nos sacó del paso, ¡Alberto! En poco tiempo se convirtió en el hermano menor que no habíamos tenido, ese que uno trata de hacerle comprender cómo colarse en la cancha o qué decirle a una mujer para enamorarla. Entre otros asuntos, claro.
Mientras, en las baldosas coloradas las gotas forman globitos, señal de que va a llover mucho. Y se me viene a la mente la Mabel, ¡ay!, tanto que la quise. Pienso en algunos detalles de nuestra relación que fueron limando los puentes de entendimiento entre nosotros. No quiero pensar que el entusiasmo por Alberto fuera el culpable de nuestro desapego terminal. Entendió que el otro también necesitaba de atención y cariño. Al final nos veíamos tan poco, que dejar fue un simple trámite: devolverse las fotos, esos asuntosque exigen las mujeres cuando se van de la vida de uno.
Hace un rato me he asomado para ver las nubes, el sur viene cargado. Es posible que siga lloviendo hasta quién sabe qué hora de la noche. El Yeti hace años que regresó a su pago, de vez en cuando escribe por el telefonito de mano o manda una foto. Dice que trabaja en una gruta haciendo asustar a documentalistas australianos. El gobierno de Nepal le paga fortunas por una aparición de pocos segundos. Todo un país vive de sus furtivas actuaciones, casi siempre corriendo para no dejarse ver. Y de los escaladores del Everest.
Este último año he juntado monedita por monedita para irme al Nepal de visita. Quiero saludarlo, tener noticias suyas de primera mano. En una de esas ver si me puedo quedar, aunque sea un tiempo porque, aunque no crean, ese pago me gustó mucho. Dice que ya va teniendo como cinco hijos, todos parecidos a él, menos uno, igualito a la Mabel.
Como un niño
Una vez nos dimos con que la aventura de traer un Yeti había valido la pena, si no por la gracia de haberlo tenido con nosotros, al menos por los recuerdos con que perfumaría el resto de vida que nos quedaba. Porque lo llevaríamos para siempre en el centro de nuestras añoranzas.
Apenas se subió al avión, empezamos a escribir su historia. Con el tiempo lo íbamos a extrañar cada vez menos. Ese día nos juntamos en casa en un asadito para ver lo que nos había dejado en el corazón, pero para el abuelo había que hacer un recuento de los daños. Se mandaba tres kilos de bife por día, lo que deja un agujero enorme en las cuentas con el carnicero del barrio. Luego se hizo más normal para comer, a su dieta le agregamos arroz, fideo y frutas y la cuenta aumentó también en el almacén y en la verdulería. Al final le decíamos “Deuda Externa”, porque todos los meses poníamos más de medio sueldo cada uno para pagar su comida y lo que debíamos, en vez de disminuir, aumentaba.
Con el tiempo solamente nos acordaríamos de algunos recortes aislados. Después, a los que no lo habían conocido, a los que no tenían idea de que algo así había sucedido en Santiago, tendríamos que contarles desde el principio, cómo había sido que una tarde decidimos que iríamos al Nepal a busca un Yeti y la suma de increíbles casualidades que se fueron dando hasta que lo trajimos al barrio. Y más adelante todavía, resumiríamos su historia hasta convertirla en una simpática anécdota para contar a los amigos durante una reunión, en la que algunos se darían el lujo de no creer ni media palabra.
Pero, en ese momento, viendo que el avión partía y adivinando su rostro tras la ventanilla, haciéndonos así con la mano, qué quiere que le diga, me agarró una cosa que hacía mucho que no sentía en la boca del estómago y empecé a ver todo como a través de un cristal de agua. No va a creer, amigo, lo que le estoy contando, pero cuando volvíamos a casa en la chatita, pedí ir atrás para que el viento secara esos sollozos que me asomaban por el borde de los ojos. Semejante hombre grande, estaba llorando. Como un niño.
©Juan Manuel Aragón
Sabia pensar que en la ciudad de la amistad había un Yedi pero era Yudi, igual con su gran sonrisa tenia unas manos de arquero . Pero el de esta historia es más grande y después de la pileta de lona de la abuela se bañaba en el Chiclegasta o en la zona de Choya, pero nada que ver. Este Yedi no atajaba si empujaba al gol y bailaba como Diego para gozar a sus derrotados.
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