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| Ilustración nomás |
Llega una morocha y comienza una película mental que se proyecta velozmente bajo las normas Iso9000 del asado
Recordó que un domingo al mediodía lo invitaron a un asado en la casa de un amigo. El hijo mayor cumplía 18 años. Cayó con una botella de vino tinto. El asado era en el patio y habían puesto varias mesas. No conocía a casi nadie y se sentó con una pareja de conocidos. Trabajaban en una radio, así que supo que habría temas para conversar por el oficio compartido. Hubo de todo para comer. Como siempre en los últimos tiempos, la música de un tango le insistía en la cabeza.El padre del muchacho hacía el asado, una promesa de muchos años atrás. Contaba que por esos días acababa de cortar con una chica y sentía un nudo constante en la boca del estómago; lo llamó “vacío existencial”. Todo le resbalaba, todo le daba lo mismo. En la mesa pusieron queso, salamines, morcilla fría y mortadela para ir picando hasta que estuviera el asado.Se fijó en el vino que ponían en todas las mesas: el mismo que él había llevado. Se felicitó en silencio. Mientras tanto, el muchacho de la pareja le explicaba cómo hacía para cobrar la publicidad de la radio, asunto peliagudo, según parecía.
Al rato, el dueño de casa y la señora empezaron a pasar con el chorizo. Miró su teléfono: una y media, justito, como marcan las normas Iso9000 de los asados. En su mesa estaban él, la pareja de periodistas, dos o tres viejos en la otra punta y nadie más. El único que rompía la tranquilidad era un perrito bochinchero, el Sultán. ¿Cómo era que se llamaba el tango?
Pensó que el asado terminaría de manera mansa y serena. En eso salió de la casa una chica: la Clarita, hija de los dueños, de unos veintipico. Venía de dormir; a la noche, al parecer, había salido hasta tarde. La miró un momento y decidió: “Está buena la morocha”. Obviamente no para él: semejante belleza no se fijaría en un amigo del padre.
La chica tenía una caminata en la que restallaban las caderas: “para mí, para vos, pa ninguno de los dos”, se dijo. Conversó un rato con el cumpleañero. Cuando quiso sentarse en la mesa de los hermanos, no tenía lugar, aunque un amigo se levantó para cedérselo. Hizo un gesto con la mano y fue a sentarse justo enfrente de él. Él hacía esfuerzos por no sumergirse en sus ojos. ¿De qué color los tenía? ¿Almendra? ¿Verdes? ¿Grises? ¿Y esa boca? ¿Era una manzana deliciosa? ¿Tenía el color de la frutilla? A pesar de que habían puesto música, el tango aquel seguía machacándole las sienes.
Al principio algo cohibida, al rato empezó a conversar con él y con la pareja de periodistas como si hubieran conocido de siempre. Clarita tenía una sonrisa preciosa y no la mezquinaba. Él se esforzó con esas frases ingeniosas que a veces le habían dado resultado. Caviló en que no era de esos que conquistan a diez de diez mujeres; tenía una efectividad del cinco por ciento, con suerte.
De repente sintió que algo le rozaba una pierna. La miró. Ella parecía hacerse la tonta. Entonces se pudo más ingenioso que nunca, diciendo chascarrillos que le surgieron en el momento. Igual: que le rozaran la pierna no le había sucedido jamás. La vida al fin se acordaba de que existía.
La segunda vez que sintió el roce en la pantorrilla, empezó a hacerse la película. Imaginó que esa noche saldrían a tomar algo en un bar, unos tragos en un lugar bullicioso: no podía llevarla a los sitios para viejos chotos que le gustaban a él. Quizás concretarían unos días después. Al tiempo, el drama sería cómo avisarles a los padres. Ya se vería. Uy, lo que dirían los muchachos cuando se enteraran de que semejante camión lo había chocado a él, el más quedado del grupo. Al tango aquel, que lo venía persiguiendo, lo tocaba la orquesta de Miguel Caló, una versión maravillosa, según rememoró.
Ella ahora le refregó la pierna fuerte, como reclamándole que dijera algo, porque él se había perdido en sus pensamientos. Ella ponía cara de nada. Pícara es, pensó; en la superficie no parecía capaz de semejantes maniobras bajo el agua.
En un estar, ella se levantó para traer una bandeja con chinchulines. Durante su ausencia, sucedió lo inaudito, algo volvió a rozarle la pierna. Entonces sí, se agachó. El Sultán, juguetón, callado desde hacía rato, se rascaba contra él.
Cuando volvió Clarita, se sumergió en el silencio que lo había acompañado desde que dejó a aquella chica. Miró el reloj: eran las tres. Ofreció una excusa y se mandó a mudar.
Caminó las cuarenta cuadras hasta su casa, como en penitencia, las manos en los bolsillos. Durante todo el trayecto pensó en la frágil y delicada inutilidad de los mediocres. ¿Cómo se llamaba el tango?: “Cuando la suerte que es grela, fallando y fallando te largue parao. Cuando estés bien en la vía, sin rumbo, desesperao. Cuando no tengas ni fe ni yerba de ayer secándose al sol”. Estaba por entrar en la pensión, y de repente una luz lo iluminó de frente: “¡Yira!, ¡yira!”.
Juan Manuel Aragón
A 21 de diciembre del 2025, en Quebracho Coto. Esperando el ómnibus.
Ramírez de Velasco®



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