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| Comedor del Hotel de Inmigrantes, Buenos Aires, 1910 |
Creen saber lo que piensa el pueblo sólo porque lo nombran una y otra vez desde su atril, lejos del barro en que vive el resto
Desde las olímpicas alturas de un micrófono hablan de “la gente”, como si fueran seres superiores, extraterrestres tal vez, reyes o princesas de sangre azul. Cualquier cosa que les pregunten, salen con que “la gente de aquí”, “la gente de allá”, “la gente esto”, “la gente estotro”. ¿Quiénes se creen para arrogarse la calidad de intérpretes de “la gente”? Periodistas y políticos, unos y otros, al parecer suponen que tienen una condición distinta, un estado tan sumo que, uf, quién osará tocarles el culo con una caña tacuara, si ni siquiera les alcanza.Usted, que está leyendo esto, es “la gente”. Su vecino es “la gente”. La señora de la otra cuadra es “la gente”. Y así podría nombrarse a todos y cada uno de los que forman parte de esa casta inferior a ellos, supuestamente abyecta y vil, hasta dar la vuelta al mundo.Mientras tanto, ellos seguirán en sus castillos de oro mirando al resto, siendo los exégetas de lo que quiere, sabe y puede “la gente”. Su jueguito es el mismo desde siempre: primero se atribuyen haber sido elegidos —no se sabe por quién ni cómo— para saber qué quiere el resto. Al minuto de poner las manos sobre la Biblia para jurar, ya pasaron a ser venusinos de la primera hora, marcianos sabelotodos, buenos para nada, eternos amigos de “la gente” (sí, che, vení contame).
De vez en cuando recuerdan que tienen hermanos, madre, padre o amigos que no están en la pomada, y por ellos se enteran de lo que piensa el resto. Lo peor es cuando lo dicen así: “Porque mi hermano, que no es político, sufre para llegar a fin de mes”. Y después esperan que usted se admire de que semejante ser superior tenga hermanos. Mirá vos: cualquiera hubiera dicho que venía de una ameba, de un plato volador.
Desde lejos se les ve la hilacha, el punto suelto de la camisa, del buzo que llevan puesto. Aquí abajo nadie se olvida: todos saben (sabemos) de qué barrio salieron, a qué escuela fueron, quiénes eran sus amigos, de qué cuadro son, cuáles son las ambiciones que los llevaron a estar ahí, quién los bancó siempre. Y el resto sabe, con solo verlos caminar, de qué pata renguean.
Unos y otros creen tener fueros especiales —no los que otorga la ley— para sentirse gurúes del pensamiento, los anhelos y deseos de los demás, solo porque tienen un amigo que es “gente”, como cualquiera de los que caminan por la calle. En otros lugares del mundo, al menos tienen el cuidado de nombrar “gente de a pie” a los que no llegaron a su lugar de privilegio, conseguido, muchas veces, a fuerza de ser chupamedias (“socking drink”, les dicen en pésimo inglés los malpensados de siempre) de algún gordo infumable que aún supone que es superior a los que se creen más que el resto.
A veces dan ganas de agarrar el teléfono y mandarles un mensaje solo para decirles que paren un poco, que se miren al espejo, que se pregunten en voz alta quiénes se creen que son, a quién le han ganado, sopa de qué tomaron de chicos para estar tan seguros de que no son gente sino parte de una clase superior de hombres que presume de tener la botonera del aparato —y el aparato— comprados para siempre.
Desde abajo solo los miramos. Nos sonreímos entre nosotros y prometemos para uno de estos días, en secreto, el escarmiento más brutal que jamás pensaron que iban a tener. Cuando llegue el momento, quizás digan sorprendidos: “Mis vecinos me atraparon”. Entonces les responderán que no fueron sus vecinos, ni los de la otra cuadra, ni la señora de la vuelta.
Fue “la gente”, amigo. La puta gente en la que se cagó desde que está ahí, mirando el mundo desde su olímpica altura, creyéndose más solo porque tiene chapa de algo. Ese día sabrá que “la gente”, a la que tanto dice amar, a veces se harta de ser el número que requiere para seguir siendo.
Eso.
Juan Manuel Aragón
A 28 de noviembre del 2025, en el barrio Satélite. Visitando a un amigo.
Ramírez de Velasco®



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