Asado como los de la infancia |
"Muchos años después, andando por la calle, en Santiago, un tipo, un desconocido, me llamó por mi nombre"
Hace unos días pasó la Pascua y recordé que los viernes de Cuaresma mi madre nos hacía comida sin carne y muchos otros viernes al año también. El Viernes Santo, el ayuno y la abstinencia eran rigurosos: comíamos poco, por un lado. Y nada con carne de animales que vivieran sobre la tierra, sólo pescados. A veces solíamos ir al campo, a la casa de mi abuelo y era lo mismo, pero sin pescado, porque allá no había de dónde sacarlos.Un tío, hermano de mi madre, aprovechaba justo ese día para caer a la casa del abuelo con los compañeros del trabajo. Llevaba carne para hacer unos asados buenísimos, una carne que se cortaba con el cabo de una cuchara. Más chorizos, morcillas, chunchulis, riñoncitos, abundante pan, chimichurri, pickles, lechuga y tomate para ensalada. Sin olvidarse de todos los ingredientes para la picada previa, salame, salamín, queso, aceitunas, mortadela, jamón cocido y milanesas en trozos.Soy el mayor de seis hermanos, le llevo nueve años al menor. En ese entonces yo tendría 14 o 15 años pongalé. Y ninguno, jamás le aflojó ni se tentó ni oyó las voces del Diablo que decían: “¡Dale, maricón!, vení con nosotros, comé el asado, no te va a pasar nada”. Y nosotros: “No puedo tío, es Viernes Santo”. Y el Demonio seguía insistiendo: “¡No me hagas este desprecio!, ¡he venido con los compañeros de trabajo desde lejos, no nos desprecies así!”. Y nosotros: “No puedo tío, es Viernes Santo”. Y el Malo: “Vení con nosotros o no traigo nunca más un asado para nadie”. Y nosotros: “No puedo tío, es Viernes Santo”.
No es que fuera mal tipo, al contrario, era bueno y sencillo, sin maldades aparentes al menos. Pero no creía en lo mismo que nosotros. O, pienso ahora, tendría la más sencilla de todas las religiones, que abjura de la fe para —tranquila y chotamente— no creer en nada y en nadie. Porque tampoco creía en los políticos como capaces de transformar la sociedad y desconfiaba de las instituciones, un montón de papeles a los que nadie hace caso. Igual que muchos, digámoslo.
Debo decir que aquellos Viernes de Pasión, mi madre nunca nos decía nada. Ni nos miraba feo para que no aceptáramos ni nos empujaba a ir con el hermano. Se hacía la tonta y ponía cara de nada. En el aire frío de aquellas mañanas de Cuaresma, el olor a asado tapaba todos los demás aromas. Incluso el perfume del fideo hervido con manteca que comeríamos ese día. Sin postre, por supuesto, porque, ¿no le dije?, era Cuaresma y había que hacer un sacrificio.
Muchos años después, andando por la calle, en Santiago, un tipo, un desconocido, me llamó por mi nombre. Creí que se había confundido, hasta que me dijo: “¿Vos sos Juan?”. Me contó que era un compañero de trabajo de mi tío, uno de los que iban a esos asados pantagruélicos. Se acordaba de aquellos Viernes Santos.
Me preguntó por mi madre, le avisé que andaba bien nomás, fuerte y animosa como siempre en aquel tiempo. Me pidió que le mandara saludos y que le dijera que la admiraba. Pregunté por qué: “Nos dábamos cuenta de que la fortaleza de los seis hermanos les venía de ella, aunque no moviera un músculo del rostro para decirles nada ni nos mirara con rabia por lo que hacíamos con los hijos”, explicó.
Usted no va a creer, pero desde aquel tiempo, todos los Viernes de Pasión de mi vida, me surge el recuerdo de aquellos maravillosos asados, el humo, la fragancia de la carne a punto saliendo de la parrilla, las risotadas de aquellas pantagruélicas reuniones de compañeros y nosotros haciéndonos los que no deseábamos. Nos moríamos de ganas, pero ya veo que le íbamos a aflojar. Recuerdo a mi madre también, porque después de aquello ni nos felicitaba ni se alegraba ni aprovechaba para hablar mal del hermano.
Habíamos hecho lo que esperaba de nosotros, dicho sin la más mínima jactancia.
©Juan Manuel Aragón
Debo decir que aquellos Viernes de Pasión, mi madre nunca nos decía nada. Ni nos miraba feo para que no aceptáramos ni nos empujaba a ir con el hermano. Se hacía la tonta y ponía cara de nada. En el aire frío de aquellas mañanas de Cuaresma, el olor a asado tapaba todos los demás aromas. Incluso el perfume del fideo hervido con manteca que comeríamos ese día. Sin postre, por supuesto, porque, ¿no le dije?, era Cuaresma y había que hacer un sacrificio.
Muchos años después, andando por la calle, en Santiago, un tipo, un desconocido, me llamó por mi nombre. Creí que se había confundido, hasta que me dijo: “¿Vos sos Juan?”. Me contó que era un compañero de trabajo de mi tío, uno de los que iban a esos asados pantagruélicos. Se acordaba de aquellos Viernes Santos.
Me preguntó por mi madre, le avisé que andaba bien nomás, fuerte y animosa como siempre en aquel tiempo. Me pidió que le mandara saludos y que le dijera que la admiraba. Pregunté por qué: “Nos dábamos cuenta de que la fortaleza de los seis hermanos les venía de ella, aunque no moviera un músculo del rostro para decirles nada ni nos mirara con rabia por lo que hacíamos con los hijos”, explicó.
Usted no va a creer, pero desde aquel tiempo, todos los Viernes de Pasión de mi vida, me surge el recuerdo de aquellos maravillosos asados, el humo, la fragancia de la carne a punto saliendo de la parrilla, las risotadas de aquellas pantagruélicas reuniones de compañeros y nosotros haciéndonos los que no deseábamos. Nos moríamos de ganas, pero ya veo que le íbamos a aflojar. Recuerdo a mi madre también, porque después de aquello ni nos felicitaba ni se alegraba ni aprovechaba para hablar mal del hermano.
Habíamos hecho lo que esperaba de nosotros, dicho sin la más mínima jactancia.
©Juan Manuel Aragón
Relato emocionante.
ResponderEliminarGracias por compartir. Un gran abrazo.
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