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| Paisaje de enantes, en Bobadal |
Reconstrucción de un mundo perdido, con patriarcas, genealogías, desastres y memorias que sobreviven cuando el techo deja pasar el sol
En aquel patio que años después cualquiera de nosotros habría podido reconstruir en sus recuerdos, baldosa por baldosa, la abuela les preguntó quién había sido más pícaro de los dos, Adán o Noé. Los nietos ya estábamos acostumbrados a esas conversaciones suyas. Era una mujer culta, de las de antes, las que sabían en serio. Como que colgaba en la sala, su diploma de maestra normal nacional. Si alguno decía con admiración: “Es la firma de Marcelo T. de Alvear”, ella respondía, sonriente: “Para nosotras, criadas en casa de conservadores, era Marcelote nomás”.El padre había estudiado en la Escuela Normal de Paraná con las maestras norteamericanas que trajo Sarmiento. Era todo un personaje, fue director de escuela y una vez, cuando se quedó sin trabajo aquellos estudios le permitieron desempeñarse como agrimensor en campos de Catamarca, lo que demuestra la eficacia de las enseñanzas de aquel sistema de educación. Su retrato presidía la sala principal, esa que solo se abría en ocasiones especiales: casamientos, bautismos y velorios.Esa noche, la abuela sentada en el patio, miraba las estrellas que conocía como si fueran viejas amigas. Dijo que Adán había tenido una vida difícil desde el minuto uno: nacer adulto, sin padres, sin infancia y, para colmo, con una costilla menos por la creación de Eva. Después vino la expulsión del Paraíso. A ella no le parecía relevante discutir de quién había sido la culpa. “Pasen por alto lo de la manzana, pedía, repentinamente se dieron cuenta de que estaban desnudos y salieron corriendo a taparse, aunque no sé muy bien de quién, si estaban solos”.
Hablando de todo un poco, hace poco, uno de los primos volvió a la vieja casa familiar. Contó que sobre los pisos había vidrios desparramados, las paredes estaban cubiertas de telarañas y por el techo roto se colaban inmensas lenguas de sol. Los años, la incuria y las ratas estaban a punto de tirar abajo del todo no solo el lugar, sino también buena parte de nuestras saudades. Por eso nos juramentamos no volver nunca más, ni ebrios ni dormidos.
Aquel tío al que todos consideraban un bobo incurable había heredado la casa. En vez de permitir que los parientes la siguieran visitando, quizá avergonzado por no mantenerla ni mínimamente presentable, cerró la puerta y prohibió la entrada a la familia. Desde entonces, quien quería volver, debía hacerlo con los ojos cerrados, en la memoria de sus pensamientos más íntimos. Y así, en cualquier ciudad del mundo en que dos primos se cruzaran, la conversación terminaba siempre en lo mismo: la abuela, los eucaliptos enormes, el calicanto azul y el viejo abano que un criado hacía girar sobre la mesa en los mediodías sofocantes del verano.
—¿Y Noé? —preguntamos aquella noche.
La abuela dijo que también era padre de todos nosotros y empezó a contarnos su historia. “Imagínense lo que debe haber sido —dijo— bajar del arca después de aquel viaje interminable, mirar alrededor y descubrir que ya no estaban los grandes dinosaurios ni esas aves raras que antes poblaban la Tierra”.
—¿Y el meteorito del Yucatán? —preguntó un primo.
“No crean esas macanas —respondió ella—. Además, el meteorito no explica por qué aparecieron las tres grandes razas de la Tierra: los semitas, los camitas y los jafetos”.
Uno de los nietos más grandes quiso discutir esa idea, y la abuela, tranquila, le repasó lo que todos sabíamos de memoria porque lo repetía cada vez que podía. De Sem descendían los hebreos, los árabes, los arameos, los asirios, los babilonios y los elamitas, y no terminaba de decidir si los fenicios entraban ahí o en la rama de Cam. Sus hijos habían sido Elam, Asur, Arfaxad, Lud y Aram, y de Arfaxad venía Eber, la raíz del término “hebreos”.
De Cam venían los egipcios, los libios, los etíopes, los cananeos, los filisteos y los pueblos del valle del Nilo y el Cuerno de África. Sus hijos fueron Cush, Mizraim, Put y Canaán, y de Canaán salieron grupos como heteos, jebuseos, amorreos y gergeseos.
De Jafet descendían los habitantes de las regiones que los israelitas asociaban con Anatolia, el Cáucaso y parte de Europa: griegos, pueblos del Asia Menor, escitas y, según interpretaciones posteriores, los primeros indoeuropeos. Sus hijos habían sido Gomer, Magog, Madai, Javan, Tubal, Mesec y Tiras.
Cuando la noche recién despuntaba, la abuela señalaba los satélites. “Los que van de norte a sur son norteamericanos; los otros, soviéticos”.
—¿Desde allá nos miran, abuela?
—Puede ser que nos miren —decía—, pero no nos ven: eso está reservado sólo a Dios.
Ese mismo día nos preguntó de cuál de los dos personajes bíblicos éramos hinchas. La mayoría prefería a Noé: más gaucho, más compañero de los animales, más aventurero. Además, nos hacía reír la historia de cuando los hijos lo emborracharon y el viejo terminó desnudo, quizás cantando “La vida me engañó”, calculó un primo.
Sin embargo, la abuela sostenía que Adán había sido superior. Dios le había hecho trampa: no le avisó que perdería el Paraíso, la inmortalidad y el ´dolce far niente´ de que gozaba si comía del Fruto del Bien y del Mal. Ahí se quedó callada un momento, un silencio que, ahora lo entiendo, fue deliberado.
Entonces un nieto preguntó:
—¿Y Noé?
—Noé tuvo una alerta del Servicio Meteorológico —respondió ella, con ojos picaritos—. Así cualquiera construye un arca.
A veces creemos que, si alguna vez volviéramos a esa casa, el eco de aquellas risas nos acompañaría por todas las habitaciones. Pero es algo que ya no va a pasar.
Juan Manuel Aragón
A 2 de diciembre del 2025, en el Cerco de la Finada Rosa. Cazando charatas.
Ramírez de Velasco®



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