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| La única conversación posible |
Ni el día perfecto los salva del pronóstico del infierno, hablan del clima como si fuera destino y se quejan hasta por costumbre
El 10 de noviembre fue uno de los días más espectaculares que regaló a Santiago del Estero, el Servicio Meteorológico Nacional. Amaneció con 18 grados, la siesta trepó a 32, con un vientito del noreste que apenas movía las ramas de los paraísos de las calles. Una delicia, vea. Algunas madres enviaron a sus hijos a la escuela con una campera liviana y otras los llevaron de remera nomás. El pavimento no despedía calor de fuego ni estaba helado, y mucha gente se apuró al caminar, sobre todo porque sabía que no sería un gran esfuerzo, con el tiempo manteniéndose en un rango amable.Los santiagueños en los bares se contaron sus dramas, las parejas se amaron con un cariño correspondido, los empleados públicos pasearon por el centro como todos los días, despreocupados y alegres, y los comerciantes tuvieron una mejor o peor jornada de ventas. Pero ninguno habló del tiempo, simplemente porque quizás se dio por sobreentendido que así debería ser siempre.Un periodista de Ramírez de Velasco salió a la calle a preguntar a los viandantes qué opinaban del hermoso día que hacía. Si usted no es de Santiago, no va a creerlo: la mayoría dijo que sí, que estaba muy lindo, agregando enseguida “pero ya vendrán los días con un calor de Averno”, mientras se apantallaban con lo que tenían a mano. Es decir, en vez de deleitarse con semejante jornada, preferían anticiparse a los 45 grados a la sombra, para sufrirlos por adelantado. No había manera de que disfrutaran del día sin apelar al apocalipsis térmico de enero.
Y no hubo forma de hacerlos entrar en razón, de convencerlos para que gozaran del hermoso día que regaló Dios, advirtiéndoles —por caso— que lo saborearan hoy, porque mañana quizás podrían estar muertos y ya no vivirán ni el calor ni el frío ni el buen tiempo. El episodio serviría, si se permite estos exabruptos, como experimento sociológico gratuito.
La primera hipótesis diría que los santiagueños se sienten habitantes de Alaska, viviendo transitoriamente en la provincia, y que, acostumbrados como están al frío extremo, sienten terror de la canícula de estos parajes. Otra teoría podría sostener que se trata de una obsesión colectiva con algo inevitable, o de un no conformarse con el irrevocable designio del clima.
Los santiagueños, en ese sentido, desmienten a Borges. El escritor, que de curiosidades conocía, sabía decir: “Es curioso que el Corán, libro árabe por excelencia, mencione muy pocas veces al camello. Ello demuestra que fue escrito por un árabe; porque los árabes no se fijan en el camello, como nosotros no nos fijamos en el aire que respiramos”.
Sin embargo, vea usté, a pesar de que el calor es una presencia constante en esta bendita provincia, los santiagueños lo nombran en todas sus conversaciones. De tal suerte que sus saludos preferidos son: “Hola qué tal, qué calor”, “Hola, parece que mañana hará más calor que hoy”, “Buenas tardes, calorcito, ¿eh?”. Y una media docena más por el estilo.
No se ha hecho todavía el experimento de llevar un santiagueño a vivir a algún pueblo cercano al Círculo Polar Ártico, dejarlo ahí al menos diez años y luego observar de qué habla todos los días. Si se vive quejando del frío, entonces se estaría ante una patología colectiva de manual, merecedora de algún tratamiento psiquiátrico.
¿Y si no?, preguntará usted. Bueno, si no, no.
Juan Manuel Aragón
A 22 de noviembre del 2025, en Las Puertas. Observando las catitas.
Ramírez de Velasco



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