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CUENTO La rutina de los condenados

Ilustración nomás

“Hubiera dado lo que no tenía por hallar un camino que me permitiera abrir su corazón para acariciar el ventrículo”

Algunas tardes, ese verano, vi en sus ojos el vacío del amor, como si ya no le importara. Esa vez había ido a pescar con los amigos al Dulce, cerca de casa. Cuando le conté las peripecias de la jornada, noté que no le interesaba en lo más mínimo que Cacho se hubiera caído de un árbol o que a Ernesto casi lo flechara un bagre. En un momento me callé, y al rato suspiró, regresando de algún lugar lejano: “¿Cómo era?, ¡seguí!, te estoy atendiendo”, dijo. Pero era evidente que navegaba en otra galaxia. Yo la miraba, tratando de encontrar en su rostro alguna señal, un parpadeo, una sombra, cualquier cosa que me dijera que todavía estaba conmigo. Pero no. Su mirada pasaba por mí como el viento por los eucaliptos, sin detenerse.
A veces, cuando me quedaba solo, recordaba que me esperaba en la esquina: jugábamos a no saludarnos para disimular lo obvio, le brillaban los ojos cuando hablaba de cualquier tontería. Y me dolía comprobar que esos breves secretos ya no existían. Era como si hubiéramos usado todas las palabras y ya no nos quedaran nuevas para inventar un idioma distinto. Me preguntaba en qué momento se nos gastó el amor. No hubo pelea, ni traición, ni culpa: solo una marea baja que dejó al descubierto los restos de algo que alguna vez fue hermoso.
El verano llevaba el sello de la última vez. A lo lejos asomaba la manga de langostas que habría de acabar con aquel amor de verde chacra adolescente. Lo sabíamos ambos: ella, porque el cariño —arena entre los dedos— se le escapaba del alma cada vez que me miraba; yo, porque sabía que el brillo de sus ojos ya no era el mismo, sino frío cubito de hielo. Ninguno dijo nada. Tratamos de comportarnos como siempre, pero ese noviembre no fue igual que el anterior, cuando inauguramos las estrellas. Ahora, por más que las mirábamos desde todas partes, no nos traían las certezas que antes nos habían dejado de regalo.
Por costumbre nomás, esa tarde le llevé flores que había robado en el jardín de una vecina. Las puso en un frasco y dijo “gracias”, con una sonrisa cansada que me dolió más que cualquier silencio. Fuimos al río, sí, pero sin alegría. Tiramos piedras sin contar los círculos que hacían, como si ya no nos importara si flotaban o se hundían. Hubo días que anticiparon el final: hablábamos de cosas triviales —la vecina, el calor, los mosquitos— solo para no tratar lo que realmente estaba pasando. Nos aferrábamos a la rutina de los condenados, esperando que, por algún milagro, el amor se encendiera otra vez.
Si se quedaba pensando, yo intentaba descifrar cómo era que lo que nos había parecido llevar el sello de la ternura hasta hacía poco, ahora fuera tan insustancial. Hubiera dado lo que no tenía por hallar un camino que me permitiera abrir su corazón para acariciar el ventrículo que, a esa última hora, sonaba de otra manera. A veces me imaginaba entrando en su mente, buscando con cuidado, como quien levanta tierra en una casa vieja, algo que recordara lo que habíamos sido. Pero solo había silencio.
Las noches se hacían eternas. El canto de los grillos, que antes nos acompañaba como un rumor dulce, ahora era letanía insoportable. Ella se dormía de espaldas, y yo contaba los segundos que tardaba en respirar hondo. En esas pausas pensaba que todavía podía girar, abrazarla, pedirle que no se fuera de mí, aunque siguiera ahí. Pero no lo hice. Tal vez por orgullo. Además, sabía que ya era tarde.
Sabía que al final del camino había una noche deshabitada y que durante un tiempo me tendría que acostumbrar a su irremediable, fatal ausencia. Pero me di cuenta también de que, en la carrera de obstáculos de la vida, alguna vez —por las dudas— hay que adelantarse a los hechos. Esa tarde, antes de irme, esquivé el beso, y en la vereda nomás le dije: “Tenemos que hablar”. Más que sorpresa, desilusión, pena o contrariedad, su rostro era el de quien se da cuenta de que ha perdido la cuadrera por un hocico.
No lloró, no hizo escenas. Me miró con un aire resignado, casi maternal, como si me perdonara por algo que no había hecho. Me dijo que lo sabía, lo presentía. Después se quedó callada, mirando hacia el fondo de la calle, mientras la luz del atardecer volvía tembleques las motas de polvo. Quise decirle que no era culpa de nadie, que a veces el amor se muere como una flor sin agua, sin ruido. Pero las palabras se me atragantaron.
Al día siguiente, cuando iba a trabajar, pensaba: “¡La madrugué!”. Escuálido consuelo con el que fui tirando un tiempito, mientras sanaba. Por las noches, cuando el viento trae olor a río, todavía creo oír su voz. Pero he aprendido que no era amor.
Solo era costumbre con buena iluminación.
Juan Manuel Aragón
A 16 de noviembre del 2025, en el barrio Vinalar. Viendo qué pasa.
Ramírez de Velasco®

Comentarios

  1. Excelente relato (cuento). "Tiramos piedras sin contar los círculos que hacían, como si ya no nos importara si flotaban o se hundían" (quien no ha vivido una emoción parecida, se perdió un tiempo de vida irrecuperable). Personalmente, viví esa emoción por 65 años, la vida me lo arrebato.

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