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| Mirtha Legrand |
Dos vidas que nunca se cruzaron del todo, unidas por una pantalla y un lazo invisible que sobrevivió al tiempo y al dolor
Durante varios años, Mirtha Legrand fue la mejor amiga de mi mamá. Desde la soberbia de la juventud, odiábamos con toda el alma a esa mujer que, trepada en una tilinguería atroz, preguntaba memeces a médicos, vedettes, políticos, músicos, pintores, abogados, aventureros, militares y civiles. Odiábamos sus rosas rococó, su inevitable vueltita, sus joyas, sus vestidos de grandes modistos, sus peinados. Para muchos era el símbolo de la televisión argentina: hueca, ordinaria, previsible, con un aire de finura que la excedía.Lo que son las cosas. En 1979, mis padres sufrieron un terrible accidente automovilístico. Mi madre llevó la peor parte: pasó enyesada, desde el pecho hasta la punta del pie, durante cerca de diez meses. Se hizo atender con médicos de Tucumán y vivía en la casa de mis abuelos. No quiero imaginarme el tedio de tantas horas mirando las paredes de aquella habitación de la vieja casa chorizo de la calle Entre Ríos al 100, en Tucumán.Una de las veces que fui a visitarla, quise hablarle mal de Mirtha. “Vos decí lo que quieras, pero es mi amiga. Me acompaña todos los días. Por ella sé lo que pasa en el mundo”, me dijo. Aprendí entonces que cada uno hace de su vida lo que puede, con lo que tiene a mano. Que, en el fondo, uno mismo es eso que logra construir. O, como le dijo John Lennon a su hijo Sean: “La vida es eso que te pasa mientras estás ocupado haciendo otros planes”.
Mirtha estuvo presente en la vida de mamá durante aquellos años en que salía por televisión todos los mediodías. Imagino el trabajo que debe haber sido para la producción del programa conseguir cinco o seis invitados distintos por día, de lunes a viernes, siempre con algo que decir. Una vez, cuando ganó un concurso sobre el general San Martín, invitaron a mi padrino, el tío Raúl. No fue: hacerlo habría sido traicionar su propia esencia. Pero después, mire usté, tuvo un programa de televisión en Tucumán, en el que fracasó rotundamente. Pienso ahora que, si hubiera acudido al almuerzo de Mirtha, quizá habría aprendido algunas claves para no tener una actuación tan desastrosa.
Después de varios años y quichicientas operaciones, mi mamá al fin salió más o menos del problema de salud que la aquejaba. Ya no fueron tan amigas, no porque se pelearan, sino porque mi madre volvió a tener una vida intensa: salía con las amigas a tomar una cervecita entre varias, se reunía con un grupo de oración, tomaba clases de cerámica fría, obtuvo un diploma en un curso sobre la Biblia, visitaba o era visitada por los nietos.
Cuando murió mi mamá, el día de San José del 2019, es obvio que Mirtha no fue al velorio, ni envió un telegrama de pésame. Pero nadie sintió su ausencia. Los artistas suelen tejer vínculos misteriosos con sus televidentes: ni se enteran de lo que suscitan en otros, de las emociones que despiertan, de las amistades lejanas que consiguen, quizás sin proponérselo y sin saberlo.
Si por uno de esos azares que pueblan la vida de los argentinos, este escrito (botella navegando en el mar de internet), llegara a la diva de la televisión, le pediría que alguna vez, en cualquiera de sus programas, nombre en un pequeño espacio a su amiga Delita Hernández, a quien ayudó, sin saberlo, a pasar uno de los trances más duros de su vida.
Juan Manuel Aragón
A 12 de noviembre del 2015, en Atahona. Pedaleando para volver.
Ramírez de Velasco®



Qué humana reflexión Juan! Gracias.Gracias en nombre de las señoras desconocidas que miramos TV y nos sentimosxaconpaladas
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