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“El silencio de la ciudad lo va llevando cada vez más hacia la profundidad de un mundo que es solamente suyo”
La siesta anda volando, con su nefasto sopor, sobre los techos de la ciudad. Camina entre las mesas y sillas abandonadas en las veredas de los bares, se revuelca en una polvareda de viento norte en los barrios, pega contra los techos de los autos y es Averno en los carriles de la desarbolada avenida Belgrano.Se espanta una mosca que lo molesta desde que se instaló en una entrada de la vereda de la Absalón, a dormitar. Al mediodía ha comido quipis, regados con Uvita, en el mercado, y luego le agarró modorra. El silencio de la ciudad lo va llevando cada vez más hacia la profundidad de un mundo que es solamente suyo. Pone las manos encima del pecho y, sin darse cuenta, empieza a roncar, sentado contra la reja.Esa mañana se ha levantado temprano, para venir caminando desde el fondo de Santiago. Sus vecinos son ripieros, amas de casa, mozos de bar, municipales. La mosca le hace cosquillas en la mano sudada; la vuelve a agitar de un lado para el otro, insultándola para que no se acerque. Pero ella insiste, bicho maldito.
La siesta galopa, tendida, hasta el codo de la carrera. Dentro de un rato el sol de media tarde va a humear, ocultándose detrás de la avenida Aguirre, o tal vez más allá, donde la ciudad se hace camino a Catamarca.
A la mañana siempre consigue más clientes que a la tarde. Todos quieren llegar a alguna parte con los zapatos limpios, y él sabe dejarlos “charol y espejo”. A los amigos les cuenta que, a varios doctores, los ha hecho subir la patita, tocándoles la punta del zapato con el cepillo, para indicarles que debían cambiar de pie. Ya deben estar siendo más de las 5 de la tarde, porque alguna gente ha comenzado a pasar.
Entreabre los ojos: observa a un borracho que pasa caminando derechito, rumbo a la plaza, siguiendo la línea de las baldosas para no equivocarse. Unos chicos, que se han hecho la escuela Industrial, cuentan las monedas para comprar un licuado en el bar. Y, de repente, de un solo golpe, ¡plafff…!, aplasta la mosca con un golpe seco, contra la manga de la camisa.
La tarde palpita en la avenida Belgrano. El 115 hace chillar los frenos frente al templo de las Franciscanas. Se levanta, acomoda su gorra, agarra el cajón. La siesta abandonó la ciudad en un vuelo de palomas y, dentro de un rato, pasará sobre la estatua de Belgrano. Sale silbando una guaracha.
Pasa un gordo, sin ganas, le dice: “¿lustro?”.
Rumbea para el lado de la Pellegrini.
Juan Manuel Aragón
A 10 de septiembre del 2025, en la retreta. Viendo pasar el día.
Ramírez de Velasco®
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