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| El Gran Crujido, ilustración |
"El laboratorio está en silencio, salvo por el murmullo de los ventiladores y su respiración ligeramente ácida"
Elías Zúñiga, astrofísico con inclinaciones existencialistas y en una larga relación con la ginebra a deshora, observa la curva descendente del Gran Crujido (o Big Crunch, como le dicen en inglés), en su monitor. Lo hace con la misma atención que otros dedican al horóscopo: con descreimiento, pero sin perder detalle. La línea cae en picada. El horizonte, hasta hace unos años, se extendía hasta 65 millones de años, ahora la cifra se ha reducido a 20. La proyección de vida del Universo es, como todo pronóstico que se precie, menos un cálculo que un presentimiento con papeles.—Ufa, che —murmura, arrastrando la frase como quien acaricia una herida vieja. Su abuela la decía para todo: tanto para un vaso roto, para la muerte de un primo lejano, para la leche quemada.Veinte millones de años. La cifra flota como una moneda de un peso: con la inflación ya no compra nada. Hasta hace poco, la expansión infinita era un consuelo académico. Los hombres morirían tarde, muy tarde, con la decencia de un ocaso extendido. Ahora el Gran Colapso aparece en la agenda como una cita con el cardiólogo que nadie ha pedido. Ya hay un infarto cósmico y tiene una fecha cercana. Qué decadencia.
La humanidad ha estado aquí 300.000 años, apenas el uno y medio por ciento de la nueva expectativa de vida del universo. Elías piensa que eso, más que estadística, es una manera elegante de decir que no nadie pinta nada en el Gran Esquema, que le suena a nombre de película. “El Gran Esquema”, repite en voz baja, y se imagina una cinta de Hollywood.
Pero, así como va le mundo la vida podría terminar bastante antes de que el Universo se digne a colapsar: un par de dedos torpes, sumados a botones equivocados en una triste oficina con lucecitas de colores en Wáshington, Moscú, Teherán, el reloj cósmico quedaría sin público y adiós espectáculo. Maimanta estreno de la película, se sonríe.
Se sirve ginebra sin hielo. El hielo —como las certezas de los necios— siempre le pareció una molestia. Da un sorbo breve, seco, mientras la pantalla le devuelve su propia insignificancia. El laboratorio está en silencio, salvo por el murmullo de los ventiladores y su respiración ligeramente ácida. No tengo que olvidar el homeprazol antes de cada comida, se recuerda.
Hace siglos que la humanidad perfecciona su manera de desaparecer. Antes dependía de un hombre en un jardín y una serpiente con inclinaciones literarias. Hoy basta un club reducido de Presidentes con acceso a códigos y malhumores. La extinción ya no se piensa como un acto trágico, sino como un trámite administrativo: alguien aprieta un botoncito. Y, si te he visto no me acuerdo.
En los diarios, la noticia ya tiene título: “El fin del mundo se adelanta”. Como si alguna vez hubiera tenido fecha. Elías imagina al redactor rascándose la cabeza frente a un monitor igual de inútil que el suyo, buscando adjetivos para vestir la nada. A veces se pregunta si el periodismo y la cosmología no comparten un mismo talento: entregar solemnidad a lo que no tiene remedio.
Los físicos discuten la cifra final como si el cosmos estuviera tomando examen. Diecinueve millones, veinte, veintidós, diecisiete con cincuenta. Los números son maleables, el final es inexorable. Y mientras tanto, en oficinas con alfombras gastadas, los botones rojos aguardan sin apuro. Ninguno está nervioso. Saben que la paciencia no es un valor sino un privilegio.
La escala, piensa Elías, es el punto ciego de la inteligencia humana. Se debate la geometría de un universo moribundo mientras hay a la mano métodos más económicos para liquidar lo que va quedando. La gran paradoja de la especie es que sueña con morir de causas cósmicas mientras tramita su extinción en la ventanilla de al lado.
Pega otro trago de ginebra. No quema; anestesia. Le divierte, con esa risa silenciosa que no se nota en la cara, imaginar que alguien en algún despacho se despierte de mal humor y decide jugar a ser Dios. O peor. No decide nada y simplemente aprieta el botón equivocado mientras bosteza de aburrimiento. Y veinte millones de años del universo se convierten en una eternidad inútil.
Los políticos —con su inclinación natural por el gesto ampuloso— adoran los plazos. Los tienen para todo: para prometer, para incumplir, para firmar acuerdos que nacen muertos. Veinte millones de años es, para ellos, una cifra tranquilizadora: nada que requiera acción inmediata. El Gran Colapso es, en ese sentido, una excusa. Un enemigo que no exige campaña.
Elías vuelve la vista al protector de pantalla, ahí tiene de fondo, una supernova congelada en el esplendor de su estallido. Una imagen bella de algo que ya no existe. Piensa que el Universo tiene un talento particular para ser sublime justo cuando se muere. A diferencia de la humanidad, que ni siquiera logra ser elegante en eso.
Apaga la computadora. En la penumbra, la botella de ginebra brilla con una honestidad que ninguna teoría física va a igualar. Revisa sus urgencias: facturas de luz y gas, saldo bancario escuálido y los Canarios de Clodomira, el club de fútbol de su infancia, que nunca volvió a brillar como entonces. Todo eso sí tiene fechas concretas, a diferencia del cosmos.
La muerte del universo tiene demasiados candidatos a verdugo, y el Gran Crujido va quedando último en la fila. Ni siquiera tiene la cortesía de ser inminente.
—Endemientras, oremus —susurra, sin solemnidad, como quien habla al aire para no darle la razón. Levanta el vaso en un brindis torcido por la única fuerza constante de la historia: la estupidez organizada.
Mira la botella casi vacía. Piensa, sin apuro, que todavía tiene tiempo. El Universo juega con las cartas marcadas. Sabe que en la esquina todavía venden la única ginebra que vale la pena. La del porrón cuadrado, Llave, cuál otra.
Juan Manuel Aragón
A 24 de octubre del 2025, en la Rivadavia y Colón. Esperando un úber.
Ramírez de Velasco®



Discúlpame Juan Manuel, pero se ve que de ginebra, no entiendes casi nada. La Llave es un menjunje con gusto a nada. La verdadera ginebra es la Bols, que se vende desde Córdoba hacia el sur del país.
ResponderEliminarPor lo que entiendo, el gusto por esa ginebra es del astrofísico del cuento. Y por la descripción de sus costumbres, es razonable pintarlo con esa preferencia.
EliminarEl artículo da que pensar. La humanidad ha estado presente en el planeta por una infinitésima parte de su existencia geológica, y es asombroso que haya perdurado durante todo ese tiempo sin extinguirse, como sí lo hicieron otras homo especies.
ResponderEliminarNo creo que "la humanidad esté dedicada a perfeccionar su manera de desaparecer. Por una parte, la ciencia ha logrado extender la expectativa de vida a niveles nunca antes alcanzados. Tecnológicamente se está en condiciones de destruir o desviar el impacto de un meteorito, que en otras épocas causó la extinción de la mayoría de los seres vivos.
La Tierra ha sufrido al menos cinco grandes extinciones masivas, aunque algunos científicos sugieren que el número podría ser mayor. Hoy se cree que con la tecnología actual, algunas de ellas pudieron ser evitadas.
En cuanto al riesgo de una guerra nuclear, se sabe que de ocurrir, no causaría una extinsión de la humanidad.
Creo que por el momento tenemos changüi con esos 20 millones de años, incluso si sigue habiendo peronismo.