Imagen cotidiana del Forres actual |
Crónicas de Forres del tiempo i´ñaupa
Por Héctor Bustos
“Si no se portan bien llamo a la policía”, era la advertencia de los padres de otros tiempos, cuando los chicos no respetaban las normas de conducta familiar. En alguna oportunidad este recurso llegó a la escuela primaria, para disciplinar a los niños de primer grado.
“Si no se portan bien llamo a la policía”, era la advertencia de los padres de otros tiempos, cuando los chicos no respetaban las normas de conducta familiar. En alguna oportunidad este recurso llegó a la escuela primaria, para disciplinar a los niños de primer grado.
Desde siempre fue una tarea complicada para los docentes controlar y contener a grupos de más de treinta alumnos, que por distintas razones convertían la clase en un caos.
Desbordada por la incontenible marea de chicos que corrían en la sala y saltaban entre los bancos, la maestra recurrió a la directora para tratar de recuperar la calma. Aunque su presencia tampoco logró frenar la indisciplina.
Ante la impotencia, la directora no tuvo mejor idea que solicitar la presencia de la policía, que tenía el destacamento a pocas cuadras de la escuela.
El agente con buena voluntad, pero con pocos recursos para resolver la situación, se paró frente a los chicos, que lo observaban con cierto asombro, pero no logró atemorizarlos y se retiró sin pronunciar una palabra.
Los agentes de policía de antaño eran parte del paisaje urbano, pocos, pero con notable eficiencia.
El pueblo no contaba aún con el servicio de electricidad, pero eso no les impedía recorrer a pie el caserío, escondido entre el monte y los tunales, que se resistían a desaparecer.
En esos laberintos, iluminados por dispersas lámparas a kerosene, mecheros o velas, los agentes vigilaban los sectores del pueblo, partido en dos por las vías del ferrocarril.
Su presencia era reconocida por un silbato que utilizaban para comunicarse entre sí y también para que la gente supiera de su presencia.
Cuando pasaban controlando algún boliche poblado con parroquianos que esperaban el tren de pasajeros, era común que les ofrecieran algún traguito para mojar la garganta. La respuesta era contundente: “Estamos de servicio, no aceptamos bebidas”.
Era imposible encontrar algún policía en el mostrador de un bar.
No faltaban los bailes públicos donde había que reforzar la vigilancia. Entonces entraban en escena los policías de civil, que ya eran conocidos personajes para estos servicios, aunque no integraban la fuerza de seguridad.
Tenían vestimentas modestas, pero correctas. Infaltables sacos, aunque el calor fuera agobiante, pañuelos al cuello y sombrero. Como única arma intimidatoria portaban un rebenque. Se identificaban con un brazalete blanco con la leyenda: POLECÍA, que ellos mismos había diseñado.
De hecho, este distintivo era una idea práctica y personal, para darles cierta formalidad e identidad.
Sus nombres se mantienen aún en la memoria colectiva, como hombres de bien que contribuyeron de manera oficiosa a resguardar el orden en la comunidad.
Los bailes públicos siempre tenían alguna escaramuza y los revoltosos, con algún machalito desprevenido, eran conducidos a la comisaría.
Estaba prohibido ingresar o permanecer ebrios en locales públicos.
Al día siguiente de la penitencia, machete en mano, dejaban bien limpios los patios del destacamento y el proyecto de plaza, cubierto de matorrales.
Los menores de 18 años no podían entrar en los bares ni en reuniones bailables, debían ir acompañados por sus padres. De manera que llevaban hasta a los más pequeños.
Los dueños del local disponían de unos cuantos catres para ubicar a los chicos cuando se dormían.
Ocurrió que al final de la bailanta, cada madre retiraba a su pequeño desde el sector de catres y en el rigor de la noche, cuando las sombras dominaban, sucedió que, en el camino, una mamá se dio cuenta que llevaba un hijo ajeno y tuvo que volver para rescatar el propio.
No faltaban los amigos de lo ajeno que castigaban a los más débiles, los productores rurales.
Las diligencias eran inmediatas, al punto que, a un personaje reconocido por esta habilidad de sus mañas le dieron pronto alcance. El sujeto llevaba un chancho al hombro. Con su clásica reacción, al ser descubierto no se amilanó y trató de zafar con el ardid: cuando uno anda mal, hasta los chanchos se cansan y había que llevarlos al hombro.
Los comerciantes de las primeras confiterías con billares, juego muy atractivo y popular, le buscaban la vuelta para hacer ingresar menores con las puertas cerradas. Un recurso que no pasó inadvertido para los sabuesos. Una vez descubiertos eran conducidos a sus domicilios, con la advertencia a los padres, que la próxima vez irían presos ellos.
Parece una novela del 30, pero así era de eficiente la policía, que no tenía, en principio local propio y debía refugiarse en un vagón descartado del ferrocarril.
La figura del comisario, ungido por algún resorte político, tenía prestancia y en apariencia cara de pocos amigos, aunque en el trato cotidiano con la gente mantenía charlas amables, sin perder la sobriedad del cargo.
Pero guay si por ahí se armaba alguna revuelta incontrolable para el escaso personal, porque montado en su brioso caballo, con prolijo montura y riguroso atuendo con bombacha, botas, pañuelo al cuello y sombrero aludo, calmaba las fieras agitando el inefable arreador.
Estos relatos fueron propios de la mayoría de los pueblos chicos, en donde hasta los presos se ganaban la confianza de sus carceleros.
En una ocasión, contaba un supervisor escolar, esos de antes, que recorrían a diario toda la provincia, llegó a un pequeño destacamento perdido en la inmensidad del monte. Este maestro pedía información sobre cuál era el camino que lo conduciría a una escuelita de la zona.
La única persona que se encontraba en el local, con la clásica atención de los santiagueños, le dijo: “Yo los acompaño, pero me deben traer de vuelta”.
Cuando llegaron a la escuelita, el supervisor, con su traje, envuelto en polvo, pero agradecido del gesto del acompañante le dijo: “Muchas gracias, comisario”. Y recibió la inmediata aclaración: “No soy policía. Yo soy el preso”.
Ante la impotencia, la directora no tuvo mejor idea que solicitar la presencia de la policía, que tenía el destacamento a pocas cuadras de la escuela.
El agente con buena voluntad, pero con pocos recursos para resolver la situación, se paró frente a los chicos, que lo observaban con cierto asombro, pero no logró atemorizarlos y se retiró sin pronunciar una palabra.
Los agentes de policía de antaño eran parte del paisaje urbano, pocos, pero con notable eficiencia.
El pueblo no contaba aún con el servicio de electricidad, pero eso no les impedía recorrer a pie el caserío, escondido entre el monte y los tunales, que se resistían a desaparecer.
En esos laberintos, iluminados por dispersas lámparas a kerosene, mecheros o velas, los agentes vigilaban los sectores del pueblo, partido en dos por las vías del ferrocarril.
Su presencia era reconocida por un silbato que utilizaban para comunicarse entre sí y también para que la gente supiera de su presencia.
Cuando pasaban controlando algún boliche poblado con parroquianos que esperaban el tren de pasajeros, era común que les ofrecieran algún traguito para mojar la garganta. La respuesta era contundente: “Estamos de servicio, no aceptamos bebidas”.
Era imposible encontrar algún policía en el mostrador de un bar.
No faltaban los bailes públicos donde había que reforzar la vigilancia. Entonces entraban en escena los policías de civil, que ya eran conocidos personajes para estos servicios, aunque no integraban la fuerza de seguridad.
Tenían vestimentas modestas, pero correctas. Infaltables sacos, aunque el calor fuera agobiante, pañuelos al cuello y sombrero. Como única arma intimidatoria portaban un rebenque. Se identificaban con un brazalete blanco con la leyenda: POLECÍA, que ellos mismos había diseñado.
De hecho, este distintivo era una idea práctica y personal, para darles cierta formalidad e identidad.
Sus nombres se mantienen aún en la memoria colectiva, como hombres de bien que contribuyeron de manera oficiosa a resguardar el orden en la comunidad.
Los bailes públicos siempre tenían alguna escaramuza y los revoltosos, con algún machalito desprevenido, eran conducidos a la comisaría.
Estaba prohibido ingresar o permanecer ebrios en locales públicos.
Al día siguiente de la penitencia, machete en mano, dejaban bien limpios los patios del destacamento y el proyecto de plaza, cubierto de matorrales.
Los menores de 18 años no podían entrar en los bares ni en reuniones bailables, debían ir acompañados por sus padres. De manera que llevaban hasta a los más pequeños.
Los dueños del local disponían de unos cuantos catres para ubicar a los chicos cuando se dormían.
Ocurrió que al final de la bailanta, cada madre retiraba a su pequeño desde el sector de catres y en el rigor de la noche, cuando las sombras dominaban, sucedió que, en el camino, una mamá se dio cuenta que llevaba un hijo ajeno y tuvo que volver para rescatar el propio.
No faltaban los amigos de lo ajeno que castigaban a los más débiles, los productores rurales.
Las diligencias eran inmediatas, al punto que, a un personaje reconocido por esta habilidad de sus mañas le dieron pronto alcance. El sujeto llevaba un chancho al hombro. Con su clásica reacción, al ser descubierto no se amilanó y trató de zafar con el ardid: cuando uno anda mal, hasta los chanchos se cansan y había que llevarlos al hombro.
Los comerciantes de las primeras confiterías con billares, juego muy atractivo y popular, le buscaban la vuelta para hacer ingresar menores con las puertas cerradas. Un recurso que no pasó inadvertido para los sabuesos. Una vez descubiertos eran conducidos a sus domicilios, con la advertencia a los padres, que la próxima vez irían presos ellos.
Parece una novela del 30, pero así era de eficiente la policía, que no tenía, en principio local propio y debía refugiarse en un vagón descartado del ferrocarril.
La figura del comisario, ungido por algún resorte político, tenía prestancia y en apariencia cara de pocos amigos, aunque en el trato cotidiano con la gente mantenía charlas amables, sin perder la sobriedad del cargo.
Pero guay si por ahí se armaba alguna revuelta incontrolable para el escaso personal, porque montado en su brioso caballo, con prolijo montura y riguroso atuendo con bombacha, botas, pañuelo al cuello y sombrero aludo, calmaba las fieras agitando el inefable arreador.
Estos relatos fueron propios de la mayoría de los pueblos chicos, en donde hasta los presos se ganaban la confianza de sus carceleros.
En una ocasión, contaba un supervisor escolar, esos de antes, que recorrían a diario toda la provincia, llegó a un pequeño destacamento perdido en la inmensidad del monte. Este maestro pedía información sobre cuál era el camino que lo conduciría a una escuelita de la zona.
La única persona que se encontraba en el local, con la clásica atención de los santiagueños, le dijo: “Yo los acompaño, pero me deben traer de vuelta”.
Cuando llegaron a la escuelita, el supervisor, con su traje, envuelto en polvo, pero agradecido del gesto del acompañante le dijo: “Muchas gracias, comisario”. Y recibió la inmediata aclaración: “No soy policía. Yo soy el preso”.
©Ramírez de Velasco y el autor
Me gustó mucho Juan, me dio cosita cuando nombraste tunas, como las extraño
ResponderEliminarMuy bueno. Me gustó mucho. Sobre todo la anécdota del final.
ResponderEliminarMuy linda . Quien diria.?
ResponderEliminarSoy el preso.. que lejos quedamos de eso..