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José Santos Chocano |
El 14 de mayo de 1875 nace José Santos Chocano, poeta peruano, conocido como "Poeta de América”, con una vida rocambolesca, ligado a dictadores y caudillos
El 14 de mayo de 1875 nació José Santos Chocano Gastañodi en Lima, Perú. Fue un poeta peruano, conocido como “El Cantor de América”. Tuvo una vida rocambolesca, ligado a dictadores y caudillos de su tiempo. Murió el 13 de diciembre de 1934.Era hijo de José Félix Chocano de Zela, militar, y María Aurora Gastañodi de la Vega, hija de un minero español. Fue bisnieto de Francisco de Zela, precursor de la independencia peruana. Realizó sus estudios secundarios en el Instituto de Lima, dirigido por profesores alemanes, y luego en el Colegio de Lima, bajo la dirección de Pedro A. Labarthe. En 1891, ingresó a la Facultad de Letras de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, pero no culminó la carrera.En 1894, a los 19 años, fue encarcelado en la fortaleza del Real Felipe por su oposición al gobierno de Andrés A. Cáceres, siendo liberado en 1895 tras el triunfo de Nicolás de Piérola, de quien fue secretario.
En 1895, publicó sus primeros poemarios, "Iras Santas" y "En la aldea", y colaboró en el diario "La Tunda". En 1897, se casó con Consuelo Bermúdez Velásquez, con quien tuvo tres hijos: Eduardo, Alberto y José Santos Chocano Bermúdez. Ese año intentó establecer un negocio de café en la selva peruana, pero fracasó.
En 1899, ganó concursos de poesía con "La epopeya del morro" y "El derrumbe". En 1901, fue nombrado cónsul en Centroamérica por el presidente Eduardo López de Romaña, viajando por la región para promover intereses peruanos. En 1905, integró una misión diplomática en España, dirigida por Mariano H. Cornejo, para discutir límites con Ecuador. En Madrid, conoció a Dolores González, con quien tuvo una hija, María Esperanza, en 1907. En 1908, fue retirado del servicio diplomático tras involucrarse en una estafa al Banco de España.
En 1912, se casó en Nueva York con Margot Batres Jáuregui, de Guatemala, con quien tuvo dos hijos: Antonio José (1913) y Alma América (1917). Ese año, en México, apoyó la revolución y trabajó con Francisco I. Madero. Entre 1915 y 1920, colaboró con el dictador guatemalteco Manuel Estrada Cabrera, siendo condenado a muerte tras su derrocamiento, pero salvado por intervenciones internacionales.
En 1921, regresó a Perú y fue nombrado "Poeta de América" por la municipalidad de Lima, recibiendo un laurel de oro en 1922. En 1925, disparó y mató al periodista Edwin Elmore en las oficinas de "El Comercio" tras una disputa, siendo condenado a tres años de prisión, pero indultado en 1927 por el gobierno de Augusto B. Leguía.
Entre 1927 y 1928, escribió "El libro de mi proceso" en tres volúmenes, relatando su juicio. En 1933, publicó un folleto sobre el conflicto peruano-colombiano de Leticia. En 1934, se instaló en Santiago de Chile, donde vivió en pobreza. El 13 de diciembre de 1934, fue asesinado en un tranvía por Martín Bruce Padilla, quien lo apuñaló alegando una estafa en la búsqueda de tesoros. Fue enterrado en Santiago y, en 1964, sus restos fueron trasladados a Lima.
Entre sus obras publicadas están "Alma América" (1906), "Fiat Lux" (1908), "Primicias de Oro de Indias" (1934), "Poemas del amor doliente" (1937), "El alma de Voltaire y otras prosas" (1940) y "Memorias. Las mil y una aventuras" (1940).
Cuestión personal
Mi padre era admirador de su poesía, especialmente “Los caballos de los conquistadores”, que recitaba con mucha emoción y sentimiento. En su honor, ahí les va:
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
Sus pescuezos eran finos y sus ancas
relucientes y sus cascos musicales…
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
¡No! No han sido los guerreros solamente,
de corazas y penachos y tizonas y estandartes,
los que hicieron la conquista
de las selvas y los Andes:
Los caballos andaluces, cuyos nervios
tienen chispas de la raza voladora de los árabes,
estamparon sus gloriosas herraduras
en los secos pedregales,
en los húmedos pantanos,
en los ríos resonantes,
en las nieves silenciosas,
en las pampas, en las sierras, en los bosques y en los valles.
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
Un caballo fue el primero,
en los tórridos manglares,
cuando el grupo de Balboa caminaba
despertando las dormidas soledades,
que de pronto dio el aviso
del Pacífico Océano, porque ráfagas de aire
al olfato le trajeron
las salinas humedades;
y el caballo de Quesada, que en la cumbre
se detuvo viendo, en lo hondo de los valles,
el fuetazo de un torrente
como el gesto de una cólera salvaje,
saludo con un relincho
la sabana interminable…
y bajó con fácil trote,
los peldaños de los Andes,
cual por unas milenarias escaleras
que crujían bajo el golpe de los cascos musicales…
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
Y aquel otro, de ancho tórax,
que la testa pone en alto
cual queriendo ser más grande,
en que Hernán Cortés un día
caballero sobre estribos rutilantes,
desde México hasta Honduras
mide leguas y semanas entre rocas y boscajes,
es más digno de los lauros
que los potros que galopan
en los cánticos triunfales
con que Píndaro celebra
las olímpicas disputas
entre el vuelo de los carros y la fuga de los aires
Y es más digno todavía
de las odas inmortales
el caballo con que Soto, diestramente,
y tejiendo las cabriolas como él sabe,
causa asombro, pone espanto, roba fuerzas,
y entre el coro de los indios,
sin que nadie haga un gesto de reproche,
llega al trono de Atahualpa y salpica con espumas
las insignias imperiales.
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
El caballo del beduino
que se traga soledades.
El caballo milagroso de San Jorge,
que tritura con sus cascos los dragones infernales.
El de César en las Galias.
El de Aníbal en los Alpes.
El Centauro de las clásicas leyendas,
mitad potro, mitad hombre,
que galopa sin cansarse,
y que sueña sin dormirse,
y que flecha los luceros,
y que corre como el aire,
todos tienen menos alma, menos fuerza, menos sangre,
que los épicos caballos andaluces
en las tierras de la Atlántida salvaje,
soportando las fatigas,
las espuelas y las hambres,
bajo el peso de las férreas armaduras,
cual desfile de heroísmos,
coronados entre el fleco de los anchos estandartes
con la gloria de Babieca y el dolor de Rocinante.
En mitad de los fragores del combate,
los caballos con sus pechos arrollaban
a los indios, y seguían adelante.
Y, así, a veces, a los gritos de “¡Santiago!”,
entre el humo y e fulgor de los metales,
se veía que pasaba, como un sueño,
el caballo del apóstol a galope por los aires
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
Se diría una epopeya
de caballos singulares
que a manera de hipogrifos desalados
o cual río que se cuelga de los Andes,
llegan todos sudorosos, empolvados, jadeantes,
de unas tierras nunca vistas,
a otras tierras conquistables.
Y de súbito, espantados por un cuerno
que se hincha con soplido de huracanes,
dan nerviosos un soplido tan profundo,
que parece que quisiera perpetuarse.
Y en las pampas y confines
ven las tristes lejanías
y remontan las edades
y se sienten atraídos
por los nuevos horizontes:
Se aglomeran, piafan, soplan, y se pierden al escape.
Detrás de ellos, una nube,
que es la nube de la gloria,
se levanta por los aires.
¡Los caballos eran ágiles!
Sus pescuezos eran finos y sus ancas
relucientes y sus cascos musicales…
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
¡No! No han sido los guerreros solamente,
de corazas y penachos y tizonas y estandartes,
los que hicieron la conquista
de las selvas y los Andes:
Los caballos andaluces, cuyos nervios
tienen chispas de la raza voladora de los árabes,
estamparon sus gloriosas herraduras
en los secos pedregales,
en los húmedos pantanos,
en los ríos resonantes,
en las nieves silenciosas,
en las pampas, en las sierras, en los bosques y en los valles.
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
Un caballo fue el primero,
en los tórridos manglares,
cuando el grupo de Balboa caminaba
despertando las dormidas soledades,
que de pronto dio el aviso
del Pacífico Océano, porque ráfagas de aire
al olfato le trajeron
las salinas humedades;
y el caballo de Quesada, que en la cumbre
se detuvo viendo, en lo hondo de los valles,
el fuetazo de un torrente
como el gesto de una cólera salvaje,
saludo con un relincho
la sabana interminable…
y bajó con fácil trote,
los peldaños de los Andes,
cual por unas milenarias escaleras
que crujían bajo el golpe de los cascos musicales…
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
Y aquel otro, de ancho tórax,
que la testa pone en alto
cual queriendo ser más grande,
en que Hernán Cortés un día
caballero sobre estribos rutilantes,
desde México hasta Honduras
mide leguas y semanas entre rocas y boscajes,
es más digno de los lauros
que los potros que galopan
en los cánticos triunfales
con que Píndaro celebra
las olímpicas disputas
entre el vuelo de los carros y la fuga de los aires
Y es más digno todavía
de las odas inmortales
el caballo con que Soto, diestramente,
y tejiendo las cabriolas como él sabe,
causa asombro, pone espanto, roba fuerzas,
y entre el coro de los indios,
sin que nadie haga un gesto de reproche,
llega al trono de Atahualpa y salpica con espumas
las insignias imperiales.
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
El caballo del beduino
que se traga soledades.
El caballo milagroso de San Jorge,
que tritura con sus cascos los dragones infernales.
El de César en las Galias.
El de Aníbal en los Alpes.
El Centauro de las clásicas leyendas,
mitad potro, mitad hombre,
que galopa sin cansarse,
y que sueña sin dormirse,
y que flecha los luceros,
y que corre como el aire,
todos tienen menos alma, menos fuerza, menos sangre,
que los épicos caballos andaluces
en las tierras de la Atlántida salvaje,
soportando las fatigas,
las espuelas y las hambres,
bajo el peso de las férreas armaduras,
cual desfile de heroísmos,
coronados entre el fleco de los anchos estandartes
con la gloria de Babieca y el dolor de Rocinante.
En mitad de los fragores del combate,
los caballos con sus pechos arrollaban
a los indios, y seguían adelante.
Y, así, a veces, a los gritos de “¡Santiago!”,
entre el humo y e fulgor de los metales,
se veía que pasaba, como un sueño,
el caballo del apóstol a galope por los aires
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
Se diría una epopeya
de caballos singulares
que a manera de hipogrifos desalados
o cual río que se cuelga de los Andes,
llegan todos sudorosos, empolvados, jadeantes,
de unas tierras nunca vistas,
a otras tierras conquistables.
Y de súbito, espantados por un cuerno
que se hincha con soplido de huracanes,
dan nerviosos un soplido tan profundo,
que parece que quisiera perpetuarse.
Y en las pampas y confines
ven las tristes lejanías
y remontan las edades
y se sienten atraídos
por los nuevos horizontes:
Se aglomeran, piafan, soplan, y se pierden al escape.
Detrás de ellos, una nube,
que es la nube de la gloria,
se levanta por los aires.
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
Juan Manuel Aragón
Ramírez de Velasco®
¡Los caballos eran ágiles!
Juan Manuel Aragón
Ramírez de Velasco®
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