Vieja estación |
Viejas historias de un pueblo fundado con el ferrocarril1
Por Héctor Bustos
La estación de trenes fue en la etapa fundacional de Forres, el centro de atracción de los pobladores. Así como este soberbio edificio que fue declarado monumento histórico por las características arquitectónicas, única en su estilo, desde La Banda a Rosario, fue testigo del paso del tiempo, hasta su agonía, sus paredes guardan memorias de historias emocionantes, anecdóticas.
En ese marco, tuvieron un espacio inolvidable las notas de humor. Los pregones de las revendedoras: “Hay empanadas, café y mate”. El guitarrero Ponce dedicaba canciones a cambio de algunas monedas, describiendo a quien iba particularmente la dedicatoria.
Como algunos no se daban por aludidos, trataba que fuera lo más clara y directa posible. “Para el señor que viste pantalón con tornillos”. Era la época que surgieron los primeros vaqueros.
Desde Buey Muerto trajeron en sulky a un familiar para viajar en El Mixto. Mientras acortaban el tiempo, hicieron un alto en el bar de Ayuk Salik, que estaba ubicado frente mismo a la estación. Era habitual que el Mixto llegara con atraso, esa noche no fue la excepción. Las vueltas de caña fueron repitiéndose hasta que, al fin, el traqueteo lento del Mixto. Cruzaron la plazoleta y uno de ellos alcanzó a subir. Ya en marcha, desde la ventanilla del coche, el pasajero, agitaba un pañuelo como saludo de despedida.
Mientras en el andén, compañero de brindis advirtió: “El que tenía que viajar era yo”.
Aunque Aage Lund2 mantuviera la identidad original de la región -Chaguar Punco- al trazado del pueblo, el nombre de la estación fue el topónimo que fue imponiéndose. Los vecinos de los alrededores de la incipiente zona urbana y los que confluían desde los parajes decían: “Voy a Forres”, como una forma habitual de señalar el rumbo hacia la casa común.
Había múltiples razones para acudir al soberbio edificio: despedir o recibir familiares en los trenes de pasajeros; a vender productos regionales; “mosquetear” a los músicos prevenientes de la“Línea” Forres- Córdoba, que acortaban el tiempo de espera del Mixto o La Estrella del Norte, rumbo a Buenos Aires.
Pasar el tiempo en el rumor de la incesante actividad de los agricultores que despachaban sus productos a Colegiales, Buenos Aires.
Cuando la noche cubría con su manto de complicidad, el farolero municipal izaba dos lámparas a querosén, una a la altura del cabín y la otra en la parada del colectivo, sobre la ruta 34, que bordeaba la delgada cinta de asfalto, paralela a las vías del ferrocarril.
Las chicas del centro salían a recorrer las cercanías de la plazoleta y los bares concentraban la actividad social. Eran los sitios populares de encuentro de recreación, con el juego de cartas, de billar, acompañados con empanadas, regadas con alguna bebida espirituosa.
No faltaban los relatos pintorescos de lugareños, de reconocidas virtudes para describir los misterios del monte, sus mitos, los cuentos de don Ailán o de personajes casi angelicales como Patuco y Juan Tren.
El atajacaminos y la luz mala espantaban en el bosque de eucaliptos, creaban el clima para pasar las horas y volver por las calles y caminos, con el sentido de orientación que aún muchos pobladores se valen para encontrar el sendero justo.
Algarrobos y tunales abrazaban las casi treinta hectáreas ocupadas por el ferrocarril.
Alguna caja vidalera rompía el silencio, con una mezcla de lamento y amor al paisaje, que castigaba fuerte a la hora de volcar su fuerza en las hachas, en los surcos o en la paciente tarea de pastoreo de cabritos, ovejas, vacunos y yeguarizos.
Forres fue pasando por etapas luminosas y de sombras al ritmo de la estación.
Como la vida misma.
Es el recorrido que haremos con Huellas de Forres, que seguramente multiplicará las historias escondidas que cada lector tendrá en un rincón del alma.
Desde Buey Muerto trajeron en sulky a un familiar para viajar en El Mixto. Mientras acortaban el tiempo, hicieron un alto en el bar de Ayuk Salik, que estaba ubicado frente mismo a la estación. Era habitual que el Mixto llegara con atraso, esa noche no fue la excepción. Las vueltas de caña fueron repitiéndose hasta que, al fin, el traqueteo lento del Mixto. Cruzaron la plazoleta y uno de ellos alcanzó a subir. Ya en marcha, desde la ventanilla del coche, el pasajero, agitaba un pañuelo como saludo de despedida.
Mientras en el andén, compañero de brindis advirtió: “El que tenía que viajar era yo”.
Aunque Aage Lund2 mantuviera la identidad original de la región -Chaguar Punco- al trazado del pueblo, el nombre de la estación fue el topónimo que fue imponiéndose. Los vecinos de los alrededores de la incipiente zona urbana y los que confluían desde los parajes decían: “Voy a Forres”, como una forma habitual de señalar el rumbo hacia la casa común.
Había múltiples razones para acudir al soberbio edificio: despedir o recibir familiares en los trenes de pasajeros; a vender productos regionales; “mosquetear” a los músicos prevenientes de la“Línea” Forres- Córdoba, que acortaban el tiempo de espera del Mixto o La Estrella del Norte, rumbo a Buenos Aires.
Pasar el tiempo en el rumor de la incesante actividad de los agricultores que despachaban sus productos a Colegiales, Buenos Aires.
Cuando la noche cubría con su manto de complicidad, el farolero municipal izaba dos lámparas a querosén, una a la altura del cabín y la otra en la parada del colectivo, sobre la ruta 34, que bordeaba la delgada cinta de asfalto, paralela a las vías del ferrocarril.
Las chicas del centro salían a recorrer las cercanías de la plazoleta y los bares concentraban la actividad social. Eran los sitios populares de encuentro de recreación, con el juego de cartas, de billar, acompañados con empanadas, regadas con alguna bebida espirituosa.
No faltaban los relatos pintorescos de lugareños, de reconocidas virtudes para describir los misterios del monte, sus mitos, los cuentos de don Ailán o de personajes casi angelicales como Patuco y Juan Tren.
El atajacaminos y la luz mala espantaban en el bosque de eucaliptos, creaban el clima para pasar las horas y volver por las calles y caminos, con el sentido de orientación que aún muchos pobladores se valen para encontrar el sendero justo.
Algarrobos y tunales abrazaban las casi treinta hectáreas ocupadas por el ferrocarril.
Alguna caja vidalera rompía el silencio, con una mezcla de lamento y amor al paisaje, que castigaba fuerte a la hora de volcar su fuerza en las hachas, en los surcos o en la paciente tarea de pastoreo de cabritos, ovejas, vacunos y yeguarizos.
Forres fue pasando por etapas luminosas y de sombras al ritmo de la estación.
Como la vida misma.
Es el recorrido que haremos con Huellas de Forres, que seguramente multiplicará las historias escondidas que cada lector tendrá en un rincón del alma.
1 El texto fue tomado de la Introducción del libro “Huellas de Forres”
2 El danés Aage Lund, considerado el fundador del pueblo, fue quien pidió el trazado y delineamiento del pueblo “Chaguar Punco”, practicado por Julio Palmeyro, agrimensor.
©Ramírez de Velasco y el autor
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