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LETRAS María Adela Agudo

La autora santiagueña

El telurismo esencial de una poetisa santiagueña


Por Carlos Artayer*

Cuando surge la oportunidad de plasmar un homenaje, habitualmente se procura que quien se haga cargo de ello haya conocido o tenido algún contacto personal con el destinatario de la celebración. No es mi caso, lo que lamento en ese sentido, pero los poemas de María Adela Agudo, pues de ella se trata, permiten acceder a ese mundo singular del poeta cuyo compromiso con la palabra es su vida misma.
Nuestra bandeña, en su breve sí que intensa vida, intuyó en lo profundo de su corazón que su horizonte espiritual fluía “entre el alba y los ceibos” y se entregó a su destino de “alta curva celeste”, aunque en la empresa fue dejando jirones de vida y paladeando el amargo licor de la soledad: para qué tanta mujer que me dejaba solitaria”, se lamentaba en el poema “A un joven”. Pero no voy en este caso a referirme particularmente a la enorme soledad que la estigmatizó, sino a su perfección intuitiva de las voces profundas de la tierra, de su tierra concreta aunque imperceptible, en que reside y se expande el concepto inasible y proteico de “cultura”.
María Adela Agudo daba razón a otro poeta así, don Atahualpa Yupanqui, cuando dijo “pa´l que no sabe mirar, la tierra es tierra nomás”. Para saber mirar, nos quiere decir, se debe prescindir del ojo como órgano de la visión, y habilitar otro órgano, el corazón, sede de la emotividad, del sentimiento, para captar esa reverberación de la luz que desaparece en cuanto uno quiere fijar su mirada en ella.
Esto nos ocurre cuando intentamos definir eso que nominamos “cultura”, cuando se nos escapa su sentido profundo, no la suma de significados de objetos o acciones que la corporizan ante nuestros ojos, fenómenos de la visión que miramos pero que también nos miran, somos mirados, a la vez, por ellos. En el Evangelio podemos leer que la verdadera sabiduría pasa siempre por el corazón, y en el marco de esa búsqueda de la inédita sabiduría debemos considerar la permuta orgánico-funcional entre el ojo y el corazón, operación que libera de la fascinación de las cosas nombrables y genera la posibilidad de aventurarse a preguntar por las innombrables, las que –pretenden los poetas- dan corporeidad a la idea de tierra, de suelo que permanece detrás de la cultura de un pueblo, suelo que no es cosa, ni se toca, pero que gravita, pesa en la palabra creadora, acaso porque lo artístico, lo profundo, lo popular, preexiste a su vehículo, al significante, al texto poético.
En la “Muestra colectiva de poemas” de 1944 que recoge la producción del grupo “La carpa” al que perteneció María Adela, Raúl Galán escribió en su prólogo frases orientadoras de la postura estética del grupo: trataré de mostrar sucintamente en qué medida los poemas de María Adela Agudo son coherentes con tales propósitos. Dicen Raúl Galán: “Los autores de los poemas recogidos en este cuaderno de La Carpa poseemos en común un hondo amor a la tierra y ahincada preocupación por la aventura del hombre; del hombres que es también naturaleza…
Opinamos que los actuales “problemas” de la poesía, ese debatirse contra las formas tradicionales o contra las nuevas de consagrado prestigio, esa repugnancia a los conceptos de una Razón que pretende cerrar los caminos a la labor del vaticinio, señalan una crisis de reflorecimiento, una lucha por subsistir, un audaz buceo de espacio con las raíces fecundamente internadas en el suelo. (…)”
Se está aquí en más cercano contacto con la tierra, con las tradiciones y el pasado, elementos auténticamente poéticos que no son responsables de las secreciones de cierto nativismo mezquino que encubre su prosa con el inserto de giros regionales y de palabras aborígenes. Por ello proclamamos nuestro absoluto divorcio de esa floración de “poetas folkloristas” que ensucian las expresiones del arte y del saber popular utilizándolos de ingredientes supletorios de impotencia lírica.”
He transcripto sólo tres pasajes del manifiesto poético del grupo La carpa, expresado por el poeta Raúl Galán, porque se avienen a la intención de apuntar brevemente a la identificación de María Adela Agudo con lo que Rodolfo Kusch y Jorge Torres Roggero han dado en llamar “geo-cultura”, lugar del encuentro con el otro, del codo a codo con la comunidad. La podríamos definir como una red preexistente, un texto radiante anterior a la escritura que es así una formalización sincrónica de un sentido profundo, que es siempre anacrónico, masa confusa del “gran tiempo” bajtiniano.
En diversos poemas aparecen rastros de ese texto compartido, una suerte de doxa telúrica, más presentida que sentida, más emocional que inteligible, parte de un imaginario americano que, naturalmente, nos abarca.
En el poema “Relación de la mujer inefable”, o sea la que no se puede decir, la que excede la palabra, la inexpresable, alude a una mujer hermana de la tierra, que “va dibujando círculos/ y memorias de infancia”, que no ha muerto, sino que “en las suaves hiedra/ espera sonámbula”, que “sueña un ángel de nidos/ en las leves fábulas”, la que sólo se revela a la mirada del corazón, y que María Adela Agudo intuye como continente de “los jardines/ dichosos/ del alma”. Ese suelo, esa tierra que subyace detrás del significado convenido y que puede materializarse en el tenso parche de una caja, se hace metáfora para aprehender el sentido profundo, pues como aseguraba Julio Cortázar, el lenguaje poético es el único medio eficaz para debelar la realidad del mundo; dice nuestra poetisa: “La ternura del cielo/ los golpes cala/ y el terrón doliente de los parches/ se quebraja”. Y para más abundar, el poema se cierra (o se abre una y otra vez) con esta copla: “En las salinas/ se seca el canto, no queda nada./ Otra vez se soterra/ la tonada/ entre los limbos/ de la caja”.
Dice “otra vez se soterra/ la tonada”, vuelve al origen, a la profundidad límbica donde la multitud de voces espera la redención última, voces atesoradas entre los parches de la caja, mensajes raigales que a veces florecen en la voz del cantor, que las convocan desde el limbo, espacio-tiempo no localizable y acrónico, desde donde vienen a instalar su temblorosa y comunitaria emoción.
Ese telurismo auténtico, cosmogónico, se trasunta también, por ejemplo, en el poema “Día indio”, día bruñido “como un clavel de cáliz áureo,/ nunca “como las quenas del maizal luminoso,/ que granea “panojas en eras del espacio”. Vale, para alcanzar la dimensión del sentido, escuchar la estrofa entera:

“Día bruñido
mucho más que un pandero de gitano,
tanto como un clavel de cáliz áureo,
nunca como las quenas del maizal luminoso
que granea panojas en eras del espacio.”
(Día Indio)

Juego contrastante entre los europeo, peninsular, que sugieren el pandero gitano y el clavel, y la vitalidad americana de “las quenas del maizal luminoso”, síntesis del alimento espiritual-corporal en tanto instrumento y vegetal, / quena y maíz, y por añadidura encomiástica, que granea luminoso en eras del espacio, lo que connota un valor superior, cosmogónico; basta recordar uno de los mitos americanos, el del hombres de maíz de que habla el Popol Vuh.
María Adela disfruta porque vivencia esta cercanía a la tierra natal, en su doble perspectiva telúrica y mítico-religiosa, y elogia la vida campesina. Cuando habla de la avenida Belgrano dice:

“Si, ya acaso en las quintas pones la suave mano,
tu chapín de hojarasca aún rueda en la ciudad,
allí, bulle la vida con tu cantar lozano,
aquí, tu fresca veste roza la soledad.”


“Inti Yacu”, “Torre inconclusa”, “Canto al hombre del bosque” y todos los otros poemas, dejan ver la huella de un profundo compromiso “con la tierra, con las tradiciones y el pasado, elementos auténticamente poéticos”; y los elementos antinómicos que contiene esta cosmovisión son puestos en tensión para que el poeta pierda el temor a dejarse estar en lo americano (diría Kusch), y lo canalice en textos portadores del geotexto, que son manifestación del pensamiento maduro y a la vez vectores radiantes del sentido profundo y no de simples significados.
Para terminar este apresurado trayecto por la poesía de María Adela Agudo, comentaré tan sólo la primera estrofa del “Canto al hombre del bosque”, poema donde se opera la transfiguración mutual, árbol / hombre hombre-hombre / árbol, para volver a cíclica parábola al misterio y al silencio de las profundidades terrestres, reino de la vida y de la muerte, territorio del último canto.

“En el aduar fijo del bosque
eres un árbol nómade.
De la tierra escuchaste
anuncios y revelaciones,
en las abras, las picadas de Dios,
y en las picadas, las abras de los hombres.
Por ello conociste las prisiones del agua,
el rumbo y el descanso del carro de los vientos.”


El hombre es un árbol andante, acaso como síntesis de los valores simbólicos que la tradición asigna al árbol, el de la vida y el del conocimiento. Ambos valores provienen de la profundidad, de la tierra que se comunica con su hijo, el hombre, mediante “anuncios y revelaciones”. El hombre, nómade, es el que puede llegar al abra, la picada de Dios, espacio sagrado por el que circula verticalmente la Verdad y la Vida, se establece el vínculo entre el Cielo y la Tierra, el movimiento que acerca el hombre a Dios y Dios que sale al encuentro del hombre, para anunciarse y revelarse en su imagen y semejanza. Le ofrece al hombre del bosque la posibilidad de conocer dónde reside, está prisionera, el agua que es símbolo de vida terrestre, de la vida natural, nunca la vida metafísica, y para completar su donación, conoce “el rumbo y el descanso de los vientos”, aire en movimiento asociado con el hálito creador, el cual podrá orientar en tanto el carro representa el cuerpo y también el pensamiento en su parte transitoria y relativa a las cosas terrestres, con lo cual nos remite a la caducidad de la vida humana que, al subsumirse recíprocamente en el árbol, marca el ciclo de la muerte y regeneración de la vida. Todas estas nociones son parte del inconsciente colectivo, como lo denominó Carl Jung, devienen de un tiempo primordial y hoy se configuran como geotexto donde nos encontramos los hombres para repetir, acaso sin saber, los gestos y las palabras mágicas que hablan del misterio sin decirlo, convocándolo en lo más hondo del corazón, dueño del idioma universal de la poesía.
La Banda, 7 de marzo del 2004.
*Tomada de El punto y la coma.

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