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AMOR A cuánto queda Córdoba

Imagen de archivo

A veces lo más difícil de superar en las relaciones afectuosas es la diferencia de criterios a la hora de iniciar una conversación


Esa noche me preguntó a qué distancia de Santiago quedaba Córdoba. No quise aburrirla explicándole que si iba en colectivo tardaría unas seis horas más o menos y en vez de responder directamente le hice una relación histórica así cuando viajara, tuviera cabal idea de lo que iría viendo en el camino.
Estaba preciosa, un baby doll transparente dejaba ver debajo su cruda belleza montaraz, los bosques bravíos, los valles encantados, los altos y rosados cerros, pliegues y repliegues de un terreno maravilloso, que esa noche nos habíamos prometido coronar de amor. Pero cuando me preguntan algo, siempre quiero responder con palabras cabales, para sacar de la duda a quien hace la consulta.
Entonces le conté que Francisco de Aguirre vuelve de Chile a Santiago en 1564, cuando la gobernación ya estaba separada de la de Chile, después de que su sobrino Diego de Villarroel fundara San Miguel de Tucumán. Y emprendió una expedición a la tierra de los comechingones donde intentaba levantar otra ciudad.
Mientras le iba contando, peinaba su largo cabello en el espejo de la habitación, desde atrás observaba atento el final de su espalda, el comienzo de las maravillosas dulzuras del Jardín del Edén, la puerta en que habitan las gentilezas dulces del amor correspondido. Seguí relato adelante, esperando no importunarla con la historia.
El oidor de la audiencia de Charcas, Juan de Matienzo, hizo conocer al gobierno del Perú el itinerario que siguiera Aguirre desde Santiago hasta el lugar en que sus compañeros se sublevaron y lo apresaron. Por este Juan de Matienzo, se sabe hoy qué pueblos habitaban la margen del río Dulce, desde Santiago del Estero hasta Sumampa, aunque la mayoría de ellos se perdieron para siempre.
Entonces se dio vuelta hacia mí y dejó caer ese baby doll que llevaba. Era la primera vez que la veía tal cual era, digamos. Alta, flaca, hermosa, su rostro estaba cubierto de arrebol y en sus ojos ardían dos brasas de deseo puro. Era una visión celestial, si se me permite la comparanza, el cumplimiento de nuestra promesa de amor. Sería la primera de nuestras felices noches de desenfreno amatorio, para decirlo crudamente.
Pero ya había comenzado mi relato y me vi en la necesidad de continuarlo, recordando que Manogasta quedaba —y queda todavía, si no la han mudado— a cuatro leguas de Santiago, después venían Ayachiligasta, Ayaambatagasta, Mocada, Tatingasta, Guacalagasta, Zamisqui que probablemente sea el mismo Atamisqui de hoy, Momamax, Pasao, La Capiña, Ungagasta, Chapigasta y finalmente Zumampa, como lo escribían entonces.

Leer más: Una mezcla de sensaciones que quizás sean algo menos —o más, quién sabe— que el amor carnal

Quise recordar algo más de esos antiguos pueblos, para que apreciara la velocidad del colectivo que, en una noche era capaz de llevarla a más del doble de la distancia que había preguntado. En aquellos tiempos se dependía del paso de los caballos, las carretas, los bueyes y para llegar había que correr ciento y un peligros en el camino.
Pero estaba dormida y no hubo caso.
En forma gloriosa soñaba en quién sabe qué angelitos, en la habitación de aquel hotel por horas del norte de la ciudad. Quise despertarla para contarle más detalles sobre las hazañas de los españoles en estos pagos. Pero sus ojos seguían persistentemente cerrados. Así que puse la televisión y me entretuve un rato mirando películas muy subidas de tono. En un momento pensé, ¡caramba!, qué suerte que está dormida, se hubiera escandalizado al ver semejantes suciedades.
Afuera andaba Francisco de Aguirre queriendo abarcar con la fuerza de su espada todos estos pagos de Dios mientras Juan Núñez de Prado intentaba reconquistar su ciudad en pleitos con abogados, todo un mundo daba vueltas alrededor, y ella dormía como si hubiera estado esperando ese momento desde hacía años.
Cuando volvíamos, antes de dejarla en su casa, me dijo que no quería verme nunca más. Tenía tal rabia en la mirada, que supe que no valía la pena insistir. Cerró la puerta con un golpe atroz, que debieron haber sentido los vecinos de cinco cuadras a la redonda y, con las manos en los bolsillos y silbando bajito, me di cara vuelta para regresar.
En el camino pensé: “Una pena esta chica, le estaba por contar de la fundación de la ciudad de Hernando de Lerma en el valle de Salta, pero, en fin, se lo perdió”.
Amanecía en el barrio cuando llegué a casa, los quetuvíes cantaban en el lapacho del vecino.
©Juan Manuel Aragón

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