Amas de casa con taper |
Son recipientes que guardan el corazón de las mujeres cuando alimentan a sus hijos, complacen al marido, sorprenden a las visitas y tapan la boca a la suegra
Los taper son toda una historia en las casas. El que trajo la tía y se olvidó y nunca reclamó y ahora sirve para poner la sopa, o el guiso que sobra, o para llevar los sanguches al parque, o quedar amontonado con los demás, esperando que alguien lo use nuevamente. El que le falta la tapa, el que siempre lleva la ensalada y el grande en el que se acomodan las presas de pollo cada vez que hay una reunión en casa.Son los responsables de que el dicho: “Nada se gana, nada se pierde, todo se transforma”, sea una realidad en la economía de las ahorrativas amas de casa santiagueñas. Quizás son de otra marca, pero taper es la más conocida, suena a tapar, cubrir, proteger para que el alimento no se eche a perder.De tal forma que, en muchas casas, se le dice así a todo recipiente capaz de tener en su interior una comida, un ingrediente, una fruta, una verdura, sea de plástico o de metal. Es un taper la budinera, la fuentecita de acero inoxidable, cualquier olla, cacerola y hasta una pava vieja que se sigue usando para guardar cosas en la heladera.El taper esconde con la comida, el corazón de las mujeres cuando trabajan para alimentar a los hijos, complacer al marido, sorprender a las visitas, dejar tranquila a la madre y taparle la boca a la suegra. En ese sentido es un elemento más, ayudando a la necesaria armonía del hogar. Dice: “Aquí hay una mujer que se preocupa por la economía y no tira nada, sino que lo guarda para el otro día, cuando el puchero se convertirá en salpicón, el asado en guiso, la salsa cubrirá otra pizza y, cubiertos por un repasador húmedo, los sánguches no tendrán arqueadas las puntas y seguirán estando, dos o tres días después, como recién hechitos”.
Algunos han dado la vuelta al mundo, de la madre que se olvidó uno en la casa de la hija, de ahí a lo de la cuñada, cuando quedó porque era tarde para traerlo, pasó a doña Pocha una vez que se llevó un pedazo de torta, de ahí a la Etelvina con una sopita recién hecha y volvió a la madre que, cuando lo vio, dijo “este es mío” y se lo quedó de vuelta, porque era justo, qué tanto.
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Si alguien pidiera que levante la mano la dueña de casa que tiene todos los de una colección, quizás lo harán las que nunca pasaron ni unos tomates ni un mísero pimiento, ni siquiera un locro, de los que se comparten porque salieron buenos, con bigotes de león, pilas Eveready, peine viejo, botón de camisa mal zurcida del abuelo y ´ají fréido´, por supuesto.
Hay de todos los colores, azulcitos, verdosos, rojitos, de plástico más gruesos o más finos, desgastados o relucientes, cuadrados y redondos, chicos y grandes, y en todos, pero en todos—todos—todos, cabe el alma de una cocina, su sabor, sus muchos dulzores y la mano de una mujer llamando a la mesa porque la comida está lista.
“Antes de sentarte, che, lleva el taper con empanadas árabes a la vecina, para que pruebe, porque me salieron exquisitas”, dirá la madre. Y uno obediente, correrá a entregar la golosina a la señora de al lado. Ayer sobró salsa de un guiso de fideo que hizo mi mujer, guardado en un rincón de la heladera, espera turno para salir de ahí agregado quizás a la polenta de mañana o reciclado para bañar una tarta de puerros.
¿No ha probado?
Bueno, no sabe lo que se pierde.
©Juan Manuel Aragón
SE HACÍAN LAS REUNIONES TUPER ENTRE LAS VECINAS PA LA VENTA DE LOS DISTINTOS PRODUCOS PLÁSTICOS.
ResponderEliminarEntre los de color están los que se han amarillentado por recalentar salsa en el microondas.
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