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FIESTA Relato de Navidad

Doroteo Arango, (Pancho Villa), a la izquierda. A la derecha, Pascual Orozco, en el paso Texas,
tomando malteadas de fresa


“Estaba colgado de un garrón, oreándose en el pasillo, desnudo, pero sin las partes, impúdico, a la vista de todo el mundo…”

Empezaron a llegar los parientes, como todos los años, uno a uno. Eran las 7 de la tarde y si usted veía la casa, vacía y mustia, antes de eso parecía que íbamos a festejar nosotros solitos, pero al rato cayeron los primos del campo trayendo los chorizos para agregar al asado, en dos sulkys, como todos los años, sólo que esta vez Ramón, el mayorcito, quiso venir de a caballo, así que los hicimos desensillar en el fondo y metimos los matungos en el gallinero. Bueno, dijo a esa hora el abuelo con algo de alivio, ya sabemos que nosotros no vamos a ser solamente nosotros.
La abuela había matado dos gallinas el día antes para hacer empanadas y en el horno de barro crepitaba en el horno la grasa de un lechón que habíamos venido engordando desde hacía como un mes. Los chicos ya estaban encariñados, así que lo matamos a la madrugada, y cuando se levantaron y preguntaron por el chanchito, era tarde, ya estaba colgado de un garrón, oreándose en el pasillo, desnudo, pero sin las partes, impúdico, a la vista de todo el mundo.
Después llegaron los de la Audelina, todos bochincheros, gritones, peleadores. Venían en auto, un Rambler del año del coto que el Pascual se negaba a cambiar, lo único que le había hecho era pasarlo a gas. A ellos les tocaban las ensaladas, hubo que ayudarlos a descargar dos fuentones, uno con papa zanahoria y huevo y otro con lechuga y tomate.
A esa altura empezaron a preguntar por la Teresa, ojalá que venga, el año anterior había fallado y el anterior también y el anterior del anterior tampoco había podido venir, siempre le salían asuntos de último momento. A eso de las 9 de la noche, antes de que asomaran los sánguches de miga, aparecieron los Ordóñez, una tracalada de primos de todas las edades, como doce, no sé qué, pero ellos decían que no había que contar tantos porque tenían dos pares de mellizos. Esas paridoras, decía mi mamá, lo único que saben en la vida es escupir hijos y luego no ocuparse ni de sacarles los mocos. Traían sidra y habían preparado el clericó, que llegó en dos tachos como de diez litros cada uno. El tío Toribio Ordóñez traía el beberaje, dos cajones de Cocacolas para los chicos, vino, sidra y champú, porque él no te lo brindaba con otra cosa que no fuera champán francés del bueno, aclaraba, no ese berreta que fabrican en la Argentina.
Se amaron dos mesas, como todos los años, una para la gente menuda y otra para los grandes. La tía Teresa seguía sin aparecer. Había sido la primera de las mujeres de la casa en mandarse a mudar cuando era jovencita. Se enganchó con un militar que había andado de maniobras en Tartagal, justo cuando ella fue de visita a lo de una amiga. Después había vuelto tres o cuatro veces nomás, la primera trajo dos changuitos, un varoncito y una chinita y el milico, que se hacía el serio y bien puesto, pero los grandes comentaban que, al menos en aquella época tenía una pinta de atorrante que mataba.
A las 10 de la noche, los chicos ya andaban por la calle meta tirar cohetes, el primo Alfonso les prestaba el cigarrillo para que encendieran la mecha de las cañitas voladoras que tiraban contra los Acuña, vecinos del frente, con los que todos los años se armaban guerras de cohetes, hasta el momento no se habían tenido que lamentar víctimas fatales, eso que hacía mucho, con la intermitencia de un año largo en el medio, se repetían los tiroteos.
Como a las 11 de la noche llegaron las empanadas a la mesa, junto con el grueso de sánguches, quipis, pollo y las primeras tiras de costilla, los chorizos y morcillas. Las madres se levantaban de la mesa cada tanto para armar choripanes con los que saciar el hambre de lobos de los chicos, que hacían un barullo bárbaro en la mesa que les correspondía.
Alguien comentó que el año siguiente habría que hacerlos comer con los grandes, por lo menos así controlamos que no griten tanto, dijo. Pero todos le respondieron que no, que harían como en la ciudad, se meterían en conversaciones que no les importaban, pedirían Cocacola a cada momento, discutirían con los padres. Mientras yo viva, dijo la abuela, los chicos comen con los chicos y los grandes con los grandes.


A esa hora desapareció de la mesa el primo José Alberto, estaba en la esquina, mirando para el lado del camino, esperándola a la Teresa. Decía que de todas las parientes era la que mejor le caía, eso que no la había visto muchas veces, con perdón de los presentes, aclaró. Alguien le dijo que no vendría, no ves que ella tiene otra vida, otras relaciones, está en otra, quizás le parecemos ordinarios o algo. Era lo que comentaban los mayores cuando creían que los chicos no les prestaban atención o estaban en otra cosa.
A las 11 y media en punto, cuando casi todos estaban pupulos de tantas comidas de Navidad, llegó el lechón a la mesa, sequito, crujiente, la carne parecía una banana de blandita. Alguien pidió los riñoncitos, pero los demás le dijeron que no, que eran para la cocinera, su presa favorita, ahora, si ella te los quiere ceder, agregaron dejando un silencio largo después de la palabra ceder, pero la abuela no dijo nada.
A las 12 menos diez, algunos primos todavía esperaban a la Teresa, ya sin esperanzas, porque imaginesé, nadie se iba a largar tardísimo, para llegar a la hora de los pitos. Después de la medianoche, cuando pasó la hora de los saludos, el chinchín, choquen los vasos, el llanto de las viejas por los que ya no estaban, los chicos tirando las bombas más ruidosas justo a las 12, los vecinos contestando con rompe portones asesinos, llegó el momento de reposar, de la conversación tranquila, la juventud preparándose para salir, los novios llegando a saludar a los futuros suegros, los tíos haciéndoles burlas a los changos y las chicas diciendo, pero tío, qué dice, callesé, no le hagas caso, Jorge, ese viejo te carga porque está machado.
A las 3 de la mañana las chicas ya se habían ido con los novios, decían que iban a saludar a los futuros suegros y regresaban. Las tías advertian volvé temprano chiquita y algún tío, siempre guarango, comentaba lo temprano que amanece en Santiago. Los viejos estaban en las reposeras, ya habían pasado del momento etílico de la euforia, los gritos, los recuerdos de viejos rencores, ahora dormitaban marchitos, apenados, yermos. De vez en cuando se pasaban la botella y la iban vaciando: ninguno tomaba clericó, decían que eso era para machar al mujerío, le daban duro al Ferné, casi puro, decían, porque agregarle cocacola era costumbre de cordobeses, y quiénes eran los cordobeses para decirles a ellos qué tomar.
En el sur se empezaron a formar refucilos y corrió un vientito que hizo comentar a las mujeres, que se pasaban chismes en voz baja, que tenía que cambiar el tiempo, así no podemos seguir con este calor, algo tiene que hacer gobierno, dijo una y el resto estuvo de acuerdo. Tomaban clericó, pero de a poquito, porque sabían que era muy agarrador, con ese gustito a Naranja Fanta, las frutitas y el dulzor del medio quilo de azúcar por litro de líquido que tenía.
Como a las cinco de la mañana, justo antes de que empezara a clarear, a la hora que pasaban los machados por la calle, tambaleándose rumbo a ninguna parte, se levantó una polvareda en la otra punta del pueblo y avanzó rápido sobre las casas. El viento ignoraba la fecha, el día, los parientes llegados de todas partes, las amistades, los amores, el baile y el traspatio en que las parejas se besaban y quién sabe qué otras cosas también. Los chicos dormían amontonados en las camas de dos plazas con colchón elástico que el abuelo había tenido el buen tino de comprar hacía 50 años y la sombra de la ausencia de la Teresa se paseó por toda la casa, mirando a uno por uno, recordando el tiempo que antes era, cuando la juventud duraba toda la vida.
Al rato llegaron los muchachos, todos achispados, haciendo ruido en la cocina y detrás de ellos aparecieron las chicas, despeinadas, la pintura corrida, los vestidos arrugados, los zapatos en la mano y medias sonrisas de felicidad en la cara.
A esa hora las calles del barrio gritaban un silencio atroz, los únicos que la recorrían eran los perros, alguna gallina picoteaba los restos de la noche y la tía Teresa supo, allá lejos, dondequiera que estuviese, que el año que viene, sin falta, iría a verlos.
Juan Manuel Aragón
A 25 de noviembre del 2024, en Pozo Hondo. Tinquiándome el coto.
Ramírez de Velasco®

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