Amigos de la colimba (foto de ilustración) |
“Tuve amigos que me dijeron que habían aprendido a hacer un montón de cosas que luego no les sirvieron para nada”
Miguel fue el primero de los changos que se fue a hacer el Servicio Militar, le tocó en Entre Ríos, Corrientes, no sé, por ahí. Desde mis doce años lo admiraba, fue el primero en amansar un potro, el que, después de muchos sacrificios compró un carro para ir a Tucumán, a la cosecha de caña, el que iba a los bailes de noche, el arquero más aguerrido del pago aquel, cuando se atajaba con las manos limpias, porque no había guantes.Alguna vez he contado la emoción que sentimos todos cuando volvió en el primer franco, el pelo cortito, el paso marcial, la mirada distinta y arriba. Esa noche habló con palabras que no conocíamos, como que lo “raneaban”, dijo que tenía un compañero “tagarna” (explicó que eran las primeras letras de “tarado”, “garca" y “nabo”, tampoco entendimos mucho, pero más o menos nos dimos cuenta de lo que era) y pronunciaba las palabras como si fuera porteño. “Me lo están haciendo hombre”, dijo el padre entre lágrimas, unos días después, cuando se fue de nuevo a su destino.
Lo que son las cosas, ¿no? Después todos crecimos, Miguel siguió viviendo en el pago un tiempo, y no sé por qué será, pero siempre que nos topamos lo vuelvo a ver parado derechito, en la entrada de su casa, con el bolso en el suelo, recién llegado de la milicia, esperando que salgamos corriendo a saludarlo. A pesar de que, como se dice, “las nieves del tiempo platearon su sien” y pasó mucha agua bajo el puente de la vida, siguió siendo siempre el amigo que un día volvió de correr, limpiar, barrer, en su Servicio Militar.Después la vida nos llevó por otros caminos y al final abandonamos el pago. Cada vez que regreso pregunto por él y los parientes me dan noticias de su vida, nunca le perdí el rastro. Aunque he vuelto a verlo sólo tres o cuatro veces en cuarenta y pico de años, siempre lo recuerdo. Y le sigo el rastro a través de lo que me cuentan sus hermanos, también suele llegar alguna referencia perdida de su nuevo paradero, sus hijos, sus nietos, sus cosas, ¿no?
El padre siempre decía que al Servicio Militar iba un chango y volvía un hombre. Tuve amigos que me dijeron que habían aprendido a hacer un montón de cosas que luego no les sirvieron para nada. Otros se lamentaban porque había sido un año perdido, asimilando que la injusticia paga bien. La mayoría lo olvidó.
Allá en el pago la colimba era cosa seria. Los amigos no le tenían miedo al frío, al calor, a andar a las disparadas, a dormir en una carpa, a que alguien los rigorease. Era la primera vez que saldrían de la casa a ver el mundo, conocerían lo que era disciplina, sabrían que existía otra gente que vivía realidades distintas bajo otros cielos de esta misma Argentina. Los entusiasmaba la idea de caminar por otros carriles, hacer otras cosas, beber los vientos de la distancia antes de regresar al pago querido.
Después de aquel primer franco, cuando lo vi de nuevo, ya habían pasado varios meses desde que volviera del Servicio Militar y poco hablaba de su experiencia. No por nada, sino porque la vida le había pegado de nuevo con la realidad de todos los días. Apenas regresó ató las mulas para irse en carro a la cosecha de caña en Tucumán. Faltaba poco para que los trabajos del surco se volvieran totalmente mecanizados, su vehículo valiera el precio de la madera para hacer leña y las mulas fueran vistas como materia prima de mortadela, pero no teníamos manera de saberlo y, aunque lo hubiéramos sabido, ¿qué íbamos a hacer más que seguir con lo de siempre hasta que se terminara?
Como dos años después de que volvió del Servicio, una mañana que llovía, estábamos en su casa haciendo nada, porque la lluvia paralizaba casi todo. Entre mate y mate se armó la conversación. Fue la vez que llovió fuerte como una semana y hubo inundaciones en Santiago. Aproveché para hacerle una pregunta que me venía carcomiendo el alma desde hacía tiempo.
—Oíme, Miguel. De todo lo que te han enseñado en el Servicio Militar, ¿con qué te quedarías?
Creí que me respondería que con el manejo y respeto a las armas o con la disciplina o con lo que ahora sabía sobre higiene personal o que había aprendido a comer de todo sin protestar. No dudó un instante al responder:
—Me han abierto los ojos, yo estaba ciego.
—¡Eh, bárbaro!, ¿por qué?
—Todas las tardes un cabo primero nos enseñaba a leer. Antes creía que veía, pero había sabido andar a tientas.
La rueda del mate se quedó callada de repente. La lluvia tintineaba en el tacho de agua, los perros aburridos, dormitaban bajo la mesa, un vehículo verguiaba en el bajo y calculamos que sería la camioneta del verdulero.
©Juan Manuel Aragón
Isla Mota, 17 de noviembre del 2022
El padre siempre decía que al Servicio Militar iba un chango y volvía un hombre. Tuve amigos que me dijeron que habían aprendido a hacer un montón de cosas que luego no les sirvieron para nada. Otros se lamentaban porque había sido un año perdido, asimilando que la injusticia paga bien. La mayoría lo olvidó.
Allá en el pago la colimba era cosa seria. Los amigos no le tenían miedo al frío, al calor, a andar a las disparadas, a dormir en una carpa, a que alguien los rigorease. Era la primera vez que saldrían de la casa a ver el mundo, conocerían lo que era disciplina, sabrían que existía otra gente que vivía realidades distintas bajo otros cielos de esta misma Argentina. Los entusiasmaba la idea de caminar por otros carriles, hacer otras cosas, beber los vientos de la distancia antes de regresar al pago querido.
Después de aquel primer franco, cuando lo vi de nuevo, ya habían pasado varios meses desde que volviera del Servicio Militar y poco hablaba de su experiencia. No por nada, sino porque la vida le había pegado de nuevo con la realidad de todos los días. Apenas regresó ató las mulas para irse en carro a la cosecha de caña en Tucumán. Faltaba poco para que los trabajos del surco se volvieran totalmente mecanizados, su vehículo valiera el precio de la madera para hacer leña y las mulas fueran vistas como materia prima de mortadela, pero no teníamos manera de saberlo y, aunque lo hubiéramos sabido, ¿qué íbamos a hacer más que seguir con lo de siempre hasta que se terminara?
Como dos años después de que volvió del Servicio, una mañana que llovía, estábamos en su casa haciendo nada, porque la lluvia paralizaba casi todo. Entre mate y mate se armó la conversación. Fue la vez que llovió fuerte como una semana y hubo inundaciones en Santiago. Aproveché para hacerle una pregunta que me venía carcomiendo el alma desde hacía tiempo.
—Oíme, Miguel. De todo lo que te han enseñado en el Servicio Militar, ¿con qué te quedarías?
Creí que me respondería que con el manejo y respeto a las armas o con la disciplina o con lo que ahora sabía sobre higiene personal o que había aprendido a comer de todo sin protestar. No dudó un instante al responder:
—Me han abierto los ojos, yo estaba ciego.
—¡Eh, bárbaro!, ¿por qué?
—Todas las tardes un cabo primero nos enseñaba a leer. Antes creía que veía, pero había sabido andar a tientas.
La rueda del mate se quedó callada de repente. La lluvia tintineaba en el tacho de agua, los perros aburridos, dormitaban bajo la mesa, un vehículo verguiaba en el bajo y calculamos que sería la camioneta del verdulero.
©Juan Manuel Aragón
Isla Mota, 17 de noviembre del 2022
Muy bueno.
ResponderEliminarMuy bueno el relato, mostrando lo que en definitiva ha sido una gran experiencia de vida. La valoración de cada cosa, corre por cuenta de cada uno, por supuesto.
ResponderEliminar👏👏👏muy bueno!!!
ResponderEliminarMe gustó mucho el relato, y la reflexión de Cristian.
ResponderEliminarLa experiencia del servicio militar, y lo que se obtenga de ella, depende de lo que cada uno ponga en la balanza.
Para mi fue una de las etapas más importantes de mi vida, por cómo menpreparó emocionalmente para enfrentar todo lo que me tocó desde entonces.
Mi actitud fue entender que, si debía dedicar un año o más de mi vida a ese compromiso, lo haría valer la pena aprendiendo todo lo que las experiencias y enseñanzas me ofrecieran.
Tal vez lo más valioso fue haber aprendido a conocer mis límites, físicos y emocionales, cada vez que fui sometido a situaciones límite. Fue muy valioso para mí conocerlos de antemano para saber a qué animarme...y hasta donde, en las cosas a las que la vida me fue enfrentando. Aprendía a valorar la disciplina y el respeto, y conocí las distintas realidades de muchos jóvenes, como el caso que describe Juan Manuel, y a respetar sus valores y visiones.
Cuando dos años después fuí convocado como reservista para la movilización del ejército al sur, por el conflicto del Beagle con Chile, también asistí gustoso ante la expectativa de defender a la ppatria. Todas las etapas fueron de aprendizaje. Tal vez no sea necesario un año para adquirir esas experiencias, pero creo que todos los jóvenes deberían tener un período de instrucción militar en sus vidas......los haría mejores en muchos aspectos de su personalidad.