Chicos en el Bobadal, chimpando charcos |
Llevaba anotada por mi madre la calle “Llanlloré”, número tal, la anduve buscando un rato largo en un mapita turístico
Era marzo o abril, y se largó el agua como nunca en la vida lo había hecho y nunca más lo haría desde entonces. El cielo llovió todo lo que debía de años anteriores y entregó un adelanto al contado, por las dudas. Nos acostábamos, nos levantábamos, nos volvíamos a acostar y de nuevo amanecíamos con la tormenta. No paró ni un solo minuto, no dio respiro, tregua ni cuartel.Diga que la casa era fuerte, no tenía goteras y quedaban muchos libros que no habíamos leído en la ecléctica biblioteca que se había formado, capa tras capa, como una excavación arqueológica, con los que llevaban tíos, abuelos, primos y nuestros padres, para pasar las largas noches del invierno santiagueño. De Corín Tellado a Franz Kafka, de Jorge Wáshington Ábalos a Benito Lynch, pasando por decenas de novelas policiales de ciencia ficción, textos de historia.Los primeros dos días mucho no nos importó. Teníamos carne en la heladera a querosén y querosén también, por las dudas. Habíamos juntado algo de leña antes de la lluvia y la íbamos entrando en la cocina del fuego para dejar que se seque un poco, luego la agregábamos a los tizones que ya estaban encendidos, chisporroteaba un poco, pero al final se encendía. Teníamos fideo, arroz, calditos, yerba, azúcar, sal, aceite, cebolla, harina, latas de tomate, de picadillo, en fin.Al principio Eufemiano se dedicó a reparar su apero. Lo cosía con una lonja de cuero de cabra o de algún otro bicho, sobado prolijamente, no era lo suyo, pero al final le salió una obra decente. Mi otro hermano, José, se pasaba las horas mirando fijo el agua, como hipnotizado. Yo leí vorazmente algunas novelas policiales, de cowboys, de amor, una biografía de Justo José de Urquiza, encaré la Historia Socialista de la Revolución Francesa, de Jean Jaurès y, como era muy, pero muy aburrida, pesada, soporífera, la matizaba con viejas revistas el Tony, D´Artagnan, Fantasía.
Una anécdota al margen, muchos años después, en Buenos Aires, me dieron la dirección de una tía para que le entregara unos papeles. Llevaba anotada por mi madre la calle “Llanlloré”, número tal, la anduve buscando un rato largo en un mapita turístico que conseguí, hasta que supe, por el cartel, que era el mismo Jean Jaurès, de la historia aquella. Lo que es no saber francés, me lamenté esa vez.
Endemientras, seguía lloviendo. Al tercer día me puse nervioso cuando se me acabaron los cigarrillos. También se terminó la carne, dos o tres días comimos fideos y arroz con calditos. También picadillo, pero sin pan, porque tampoco había harina a esa altura del perro Diluvio Universal que nos estaba tocando. A la mañana del cuarto día empezamos a hervir un gallo viejo, pero a pesar de haber estado cocinándose desde las 8 de la mañana, al mediodía, su carne seguía siendo dura, parecía ensalada de ripio, la desgraciada. Tomamos la sopa a la que le agregamos tristes fideos moñitos, hirvió toda esa tarde y el bravo gallo fino aquel, triunfador de media docena de riñas, recién estuvo blando a las 12 del día siguiente. Cuando lo almorzamos, teníamos más hambre que mosquito de museo de cera.
Cuando estaba por largarme al pueblo, a ver si compraba algo para comer, llegó Matías, hecho un chumuco, en medio del agua, a avisar que ni lo intentara, por el bajo estaba pasando tanta agua que también el pueblo estaba aislado del mundo. “Además es difícil que halles algo, se debe haber acabado todo en el almacén de la tía Tutu”, alertó. Después de saber que estábamos vivos, dejó tabaco y papel, y encaró la riesgosa vuelta a su casa.
La tormenta había comenzado un miércoles, ya era el martes siguiente y no cesaba. En el medio, con mis hermanos, nos peleamos y nos volvimos a amigar varias veces al día, por a) cuestiones de la convivencia, b) fútbol, c) uso del baño, d) cualquier cosa.
Nos conocimos mejor: un día descubrimos que las cartas con que jugábamos al truco estaban marcadas con alfiler por José, supimos que a Eufemiano una yilé le duraba un mes afeitándose todos los días, ¡qué bárbaro!, y les conté, con lujo de detalles, cuando estuve preso. Estos y varios más, fueron descubrimientos mutuos que hicimos ese principio de otoño en la casa aquella que, si hoy no es tapera, raspando le pasa, según supe por amigos que la visitaron últimamente.
El miércoles siguiente íbamos a pelar la última de la media docena de gallinas flacas con que nos habíamos alimentado. José hizo el chiste de que, si no conseguíamos carne, tendríamos que sortear el brazo de uno de nosotros para calmar el hambre, pero éramos flacos en ese entonces, así que con comer hasta el codo quedaríamos satisfechos, calculamos. Pero José dijo que, por las dudas había que cortar hasta el hombro y tener guardado el resto en la heladera.
Ese miércoles a la madrugada los dos me despertaron. En medio de un sueño, les pregunté qué pasaba. Me dijeron: “Oí, oí”. No se oía nada. Tardé un rato en darme cuenta de que las chapas del techo no hacían ruido ni tintineaban las gotas en los charcos. Salimos al patio, los tres en calzoncillos. Brillaba una menguante luna, brillante y pálida, rodeada de tres trillones de estrellas resplandecientes. En la represa los sapos entonaban su coro lastimero, el coco cantaba en el paraíso.
A esa hora, serían las 4 de la mañana, removimos el fuego, preparamos mate cocido y nos entusiasmamos pensando en que saldríamos a pillar los caballos para ir al pueblo a como diera lugar. Había una chica que me gustaba a quien había prometido verla el fin de semana pasado, iría a visitarla. José se entusiasmaba pensando en que al fin compraríamos pan. Eufemiano quería saber cómo había salido River el domingo.
El mundo ahora estaba en su exacto lugar y aquel lugar de cuyo nombre no quiero acordarme, seguía siendo el centro del Universo, como siempre.
©Juan Manuel Aragón
Muy bueno. Voy a salir a ver si, efectivamente, dejó de llover.
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