![]() |
Sulky |
“Un buen día, cuando nos hicimos grandes y tuvimos edad, uno por uno nos fuimos marchando del pago querido”
La ciudad se nos ocurría lejana y sola, como la Córdoba de Federico García Lorca. Era un mundo entrevisto entre sueños, alimentado por los cuentos de los padres, fogoneado por las ansias viajeras que nos animaban entonces. Nos atraía con el vértigo gozoso de quien se lanza al vacío sabiendo que iba a hallar algo mucho mejor que el pago, aunque no supiera muy bien qué, pero no importaba.Para empezar, había trabajo para todos y de todas clases. En el pago también nuestros padres tenían conchabos, pero no era lo mismo hacerlo por dos pesos mugrosos que por la fortuna que, decían, pagaban en la ciudad. Los que volvían, siempre venían bien peinados, con ropa chillona, traían aparatos de música y contaban las maravillas que habían visto, oído y palpado, allá afuera había mundos de maravillas fabulosas.Hasta las chicas volvían más lindas, con el pelo amarillo, huiñaj, igualito a las artistas que veíamos en las revistas, más blancas, con los labios pintados de rojo brillante, peinados raros. Estaban más desenvueltas, movían las manos para todos lados cuando hablaban y contaban vida obra y milagros de aquella ciudad imaginada y bella. Las mujeres del pago, mi madre entre ellas, parecía que las miraban arrobadas, pero cuando se iban, decían: “No le creo ni la mitad de lo que dice a esta, che”. Y hablaban en secreto de asuntos que ignorábamos o preferíamos no saber.Los que volvían de vez en cuando, avisaban que había muchos edificios altos, avenidas anchas, autos por todas partes, varios negocios como el almacén de los Sánchez en una sola cuadra, cemento, luces de colores, semáforos, mucho lujo, riqueza. No sabíamos que querían decir casi todas esas palabras, pero imaginábamos un mundo hermoso, tan cerca como para llegar en ómnibus, tan lejos como para no tener plata para el pasaje. ¡Ah!, pero en cuanto pudiéramos…
Algún día estaremos allá y todo será mejor, pensábamos mientras ordeñábamos las cabras, abríamos la puerta del corral para que tomen agua las vacas, atábamos el sulky para ir al pueblo, hondeábamos urpilas que las madres cocinarían al mediodía, íbamos al monte a sacar miel de extranjeras, jugábamos a la pelota en la canchita, ensillábamos el burro para ir a la escuela. Ah, aquello sí que sería la buena vida, creíamos.
Cuando nos hicimos grandes y tuvimos edad, uno por uno nos fuimos marchando del pago querido, dejamos atrás la casa, los corrales, el monte la escuela, el caballo nochero, el camino que llevaba al tunal, la casa de los abuelos, la zorra, el sulky, los arneses, la mula con que mi padre araba el cerco para sembrar maíz y zapallo, el baile del pueblo, la galería, las gallinas, los pavos, las cabras, las ovejas, los perros, el tinajón, la mesa del comedor, la foto de los abuelos en ese cuadro con vidrio bombé que tan bien recordábamos. Todo se hizo humo en el recuerdo de un tiempo feliz, de una infancia alegre y sin preocupaciones.
En verdad, la ciudad era otra cosa. No era lo que pintaban los más grandes, acuciando nuestra imaginación, tampoco el vergel imaginado y no era fácil. Había que trabajar tan duro como jamás pensamos que era factible lomear. Con toda la experiencia que llevábamos del pago, igual nos iban poniendo al último en la fila y que pase el que sigue.
Los sueños se fueron haciendo trizas uno tras otro, para peor un año no pudimos volver por la pandemia, el anterior porque estábamos haciendo la casa, el otro porque nos pidieron que trabajemos en las vacaciones y así fuimos dejando la vuelta de un año para el otro, el otro, el otro y al final cuando nos quisimos dar cuenta hacía una eternidad que, por una cosa o por otra, estábamos anclados en este río citadino, jamás con viento a favor.
De vez en cuando llegaban noticias, un tío lejano se había muerto, la Josefa había parido un chango al fin, después de tantas chinitas, el ripio ahora pasaba cerca, por la ruta, iba otro ómnibus todos los días, Margarita, la maestra se jubiló y habían puesto otra, el abuelo andaba jodido de salud. Cuando nos topábamos con los otros nosotros por la calle, a veces a las apuradas pasábamos a las novedades y siempre era una felicidad enorme toparse con uno de allá, pedirle noticias, sentir la caricia de una voz conocida y lejana.
Un buen día volvíamos al pago y era el mismo y era otro también, nos acordábamos de unos changos chicos y ahora eran mozos, cómo no íbamos a ser viejos nosotros si el hijo de la Etelvina andaba de bigotes y haciéndose el novio. Nos preguntaban qué tal era la ciudad. Les contábamos la verdad, muchas luces, muchos autos, edificios, calles, asfalto, ruido, bocinazos y también pechar como burro a Bolivia, cargado, empantanado, con el barro hasta las verijas. Pero la parte del burro no la oían, como no la habíamos oído nosotros, en las orejas les tintineaban las luces y hacían a un lado las sombras.
Y cuando volvíamos de nuevo a la ciudad, sabíamos que nos quedaría para siempre la nostalgia oscura del tiempo de antes, pero el de antes de antes. Hasta el fin de los días soñaríamos con aquellos caminos, esos bobadales, el mortero moliendo maíz, las gallinas tijpiendo a la vuelta, el tata lavándose la cara, recién llegado de hachar, mi mama terminando de cocinar un guiso.
Y nosotros jugando a las bolitas, pensando en la vida de la ciudad, tan lindo que debe ser allá. Cuente, amigo, cuente, ¿qué tal son las escaleras mecánicas?, ¿es cierto que nadie se conoce en la calle?, ¿será verdad que no queda agua en ninguna parte cuando llueve?, ¿los autos no dejan de pasar nunca?, ¿el mar es agua que no se termina nunca?, mire usté.
©Juan Manuel Aragón
Algún día estaremos allá y todo será mejor, pensábamos mientras ordeñábamos las cabras, abríamos la puerta del corral para que tomen agua las vacas, atábamos el sulky para ir al pueblo, hondeábamos urpilas que las madres cocinarían al mediodía, íbamos al monte a sacar miel de extranjeras, jugábamos a la pelota en la canchita, ensillábamos el burro para ir a la escuela. Ah, aquello sí que sería la buena vida, creíamos.
Cuando nos hicimos grandes y tuvimos edad, uno por uno nos fuimos marchando del pago querido, dejamos atrás la casa, los corrales, el monte la escuela, el caballo nochero, el camino que llevaba al tunal, la casa de los abuelos, la zorra, el sulky, los arneses, la mula con que mi padre araba el cerco para sembrar maíz y zapallo, el baile del pueblo, la galería, las gallinas, los pavos, las cabras, las ovejas, los perros, el tinajón, la mesa del comedor, la foto de los abuelos en ese cuadro con vidrio bombé que tan bien recordábamos. Todo se hizo humo en el recuerdo de un tiempo feliz, de una infancia alegre y sin preocupaciones.
En verdad, la ciudad era otra cosa. No era lo que pintaban los más grandes, acuciando nuestra imaginación, tampoco el vergel imaginado y no era fácil. Había que trabajar tan duro como jamás pensamos que era factible lomear. Con toda la experiencia que llevábamos del pago, igual nos iban poniendo al último en la fila y que pase el que sigue.
Los sueños se fueron haciendo trizas uno tras otro, para peor un año no pudimos volver por la pandemia, el anterior porque estábamos haciendo la casa, el otro porque nos pidieron que trabajemos en las vacaciones y así fuimos dejando la vuelta de un año para el otro, el otro, el otro y al final cuando nos quisimos dar cuenta hacía una eternidad que, por una cosa o por otra, estábamos anclados en este río citadino, jamás con viento a favor.
De vez en cuando llegaban noticias, un tío lejano se había muerto, la Josefa había parido un chango al fin, después de tantas chinitas, el ripio ahora pasaba cerca, por la ruta, iba otro ómnibus todos los días, Margarita, la maestra se jubiló y habían puesto otra, el abuelo andaba jodido de salud. Cuando nos topábamos con los otros nosotros por la calle, a veces a las apuradas pasábamos a las novedades y siempre era una felicidad enorme toparse con uno de allá, pedirle noticias, sentir la caricia de una voz conocida y lejana.
Un buen día volvíamos al pago y era el mismo y era otro también, nos acordábamos de unos changos chicos y ahora eran mozos, cómo no íbamos a ser viejos nosotros si el hijo de la Etelvina andaba de bigotes y haciéndose el novio. Nos preguntaban qué tal era la ciudad. Les contábamos la verdad, muchas luces, muchos autos, edificios, calles, asfalto, ruido, bocinazos y también pechar como burro a Bolivia, cargado, empantanado, con el barro hasta las verijas. Pero la parte del burro no la oían, como no la habíamos oído nosotros, en las orejas les tintineaban las luces y hacían a un lado las sombras.
Y cuando volvíamos de nuevo a la ciudad, sabíamos que nos quedaría para siempre la nostalgia oscura del tiempo de antes, pero el de antes de antes. Hasta el fin de los días soñaríamos con aquellos caminos, esos bobadales, el mortero moliendo maíz, las gallinas tijpiendo a la vuelta, el tata lavándose la cara, recién llegado de hachar, mi mama terminando de cocinar un guiso.
Y nosotros jugando a las bolitas, pensando en la vida de la ciudad, tan lindo que debe ser allá. Cuente, amigo, cuente, ¿qué tal son las escaleras mecánicas?, ¿es cierto que nadie se conoce en la calle?, ¿será verdad que no queda agua en ninguna parte cuando llueve?, ¿los autos no dejan de pasar nunca?, ¿el mar es agua que no se termina nunca?, mire usté.
©Juan Manuel Aragón
Muy buen relato, Juan. Pinta una realidad del país rural que se ha ido despoblando por un éxodo motivado por aspiraciones, sueños, y muchas veces utopías, y un país urbano con serios problemas funcionales por la aflencia no planificada, resultante de ese éxodo.
ResponderEliminarEs difícil saber si esa migración espontánea y constante fue o es buena o mala. Definitivamente fue una necesidad de los que se mudaron, ante la cada vez más amplia brecha de condiciones (sanitarias, educacionales, tecnológicas y de confort), que se fue abriendo entre esos dos mundos, al mismo tiempo que la industrialización de ambos mundos hizo necesario que la mano de obra se desplazará de uno a otro..
Pienso que debe haber un mejor balance entre ambos, lo cual requeriría llevar a las áreas rurales mucho de lo que atrajo a la gente a las ciudades.
Pero llo trae aparejado tres problemas:
1. Requiere una alta inversión en infraestructura física, social y de servicios.
2. Requiere planes de gobierno coherentes, sostenibles, y a largo plazo.
3. No da votos.
Y aun si esos tres problemas se solucionaran, no es seguro que el plan vaya a dar resultados.....o se justifique.
Es un fenómeno mundial. La migración del campo a la ciudad, ocurre que en otros lugares, donde se ha creado un país industrializado, exportador de productos de alto valor agregado, y dónde no se digan dólares, la sociedad es más justa, hay un mejor nivel de vida.PERO ESA POLITICA NO DA PLATA, O LA DISTRIBUYE MEJOR, LA POLITICA DOMINANTE QUE INCLUYE A LAS DICTADURAS MILITARES SE OCUPARON DE QUE SIGAMOS CON UN PAIS AGROEXPORTADOR Y CONCENTRADOR DE LA RIQUEZA, A CUYO SERVICIO ESTAN CIERTOS POLITICOS, Y FUNDAMENTALMENTE EL PODER REAL ENCABEZADO POR LOS MEDIOS CONCENTRADOS QUE APOYAN A ESOS POLITICOS ( SIEMPRE QUE LE SIRVAN A SUS FINES)
ResponderEliminar