Diego Velázquez: Anciana friendo huevos |
La tesis de un pariente era que, con el tiempo, los objetos adquirían un alma y se convertían en testigos de la vida de la familia
Mi hermana, la Catalina, una tarde que tomábamos mate a la sombra de la cañahueca, dijo que cuando muriera la abuela Clara, habría una batalla campal en la casa por ver quién se quedaba con su pava negra, yapada con alambres, abollada en varias partes, irreconocible en la oscuridad de las madrugadas, entre el sartén, las cacerolas, el cucharón y Napo, el gato que adoptaron los viejos cuando se murió Lorenzo, el loro que era lora. Quise avisar que el único heredero sería yo, pues el abuelo me la había legado antes de morir, pero no me dieron bolilla, soy uno de los menores en una nietada que, según las cuentas, hasta hace unos años andaba en 45 ejemplares de todas las edades, señales, marcas, pelos, razas.Nadie se disputaría su costurero ni la antigua Singer a pedal con la que cosía sus vestidos y los delantales que usaban ella, mi madre y regalaba a algunas vecinas ni la cama de bronce sobre la que había fabricado nueve hijos y construido medio siglo de felicidad compartida con el abuelo. Quizás fuera motivo de disputa entre las hijas y nietas, la pava que esa tarde de diciembre de hace mil quinientos años, seguía con el agua caliente sobre el trebe de fierro, mientras el mate pasaba de mano en mano y los coyuyos recordaban la persistencia del tiempo desde el algarrobal de los Ahumada.La viejita había dicho ese mediodía que lo único seguro en su vida, es que la próxima vez que estaríamos todos juntos sería el día que volvieran todos los hijos al pago, a su velorio. Alguno quiso protestar, pero su sentencia fue como un baldazo de agua fría, no por lo agorero, porque finalmente todos nos vamos a morir, sino porque sabíamos que tenía razón. Era domingo a la oración cuando la tarde suele pintar de tristeza las últimas estibaciones del fin de semana y el camino de la vuelta al lunes se hace cuesta arriba con viento en contra y mucho peso en la mochila.
Una de mis tías, quizás fuera la Isabel, hace tantos años que ya no recuerdo bien, dijo que tal vez algunos objetos de la casa, con el tiempo, se hacían parte del alma de quienes los habían usado. Entonces todos miramos la pava negra, con una costra de carbón y hollín que nadie se animaba a limpiar, tal vez por el miedo de provocarle un costurón y que empezara a perder el agua bendita con que la cargaba la abuela. No es que nos asustara comprar una nueva, de hecho, era de las más comunes, y salía dos pesos, pero en su negrura se encerraban cientos de madrugones de cada uno, buscándola en la oscuridad para preparar el matecocido o, como ahora, haciendo de plácida dama de compañía de la porción de familia que estaba reunida. Además, la había comprado el abuelo, luego de que se averiara del todo la anteúltima esa sí enlozada, que, a su vez, venía del tiempo en que se habían mudado al pago.
El tío Daniel, que estaba ese día, agregó que para él algunos objetos guardan mejor memoria de lo que sucedía en una casa, que todos los miembros de la familia. Ellos han visto las reuniones alegres como las de esta tarde, agregó, y también han estado cuando la casa queda sola y era también posible que de noche hayan visto bailar a los espantos de los antepasados cuando salen de los cuadros en que están encerrados para mirar con curiosidad a sus descendientes. Nos quedamos callados, pensando cada uno en esas palabras, cuando del lado del horno la Martita pegó el grito: “¡Que venga alguien a ayudarme en el horno, por favor!”.
Dos o tres varones salimos a la disparada a darle una mano con las latas de las que salía el perfume de los dioses, que anticipa el pan caliente. Al rato, cuando se habían distribuido los primeros pedazos entre la concurrencia, la charla se alegró. La abuela, mientras tanto, revolvía la bombilla con las manitos huesudas que nos habían acariciado de niños. Esa vez nos miraba uno por uno, como si recién nos estuviera conociendo, con la curiosa tristeza que suele acariciar a los viejos. Quizás ya supiera que era la última vez que la visitábamos en patota, antes de mandarse a mudar para siempre y toparse con el abuelo Oscar, en un Cielo que tendría de nuevo una mesa tendida con nueve chicos a la vuelta y sobre el mantel de hule verde y amarillo, el puchero de la felicidad de la infancia de la familia joven.
Leer más: se publicó el cuento Las tres Marías, que originalmente salió publicado en el libro “Platita, cuentos”
Unos meses después, se quiso levantar de la silla petisa en que cebaba mate y le dijo a la Albina que no se sentía bien. Al rato, en la cama, contaba la Albina a quien la quisiera oir, se puso a cantar canciones en quichua y antes de que la tarde huyera del pago, cesó de respirar o para decirlo más rotundamente, se murió.
Cuando la llevábamos a enterrar, como ella había pedido, tocando la caja chirlera que había sido del abuelo, recién me percaté de que el mundo no era eterno, algún día lo que es, deja de ser y lo que estaba no figura más, se ha ido para siempre y no va a tornar. Al volver a la casa, pasó algo que para los demás fue curioso, pero no para mí: las hijas, los yernos, los nietos buscaron la pava negra por todas partes sin hallarla por ningún lado. A muchos les pareció una última señal de la viejita, como que escondía sus objetos para que nadie volviera a tocarlos.
Algunas tardes, como ayer, cuando redactaba esta nota, desde la boca redonda y abollada del viejo cacharro, quizás me observaba sonriente, mientras la tomaba con cuidado para cebarme el mate de la hora de redactar estas notitas. Junto a su retrato, en el comedor, siempre dejo una florcita o enciendo una vela para que la abuela Clara siga cuidando a mi familia.
©Juan Manuel Aragón
Excelente relato Juan, uno se siente identificado con esos paisajes de afectos, entornos y objetos con alma, se transporta a situaciones parecidas que guardamos en el corazón o en palcard; como el poncho de mi abuelo, que saco en muy contadas ocasiones, por miedo a que pierda otra hilacha. ¡Excelente nuevamente y gracias!
ResponderEliminarHermoso relato, que como siempre logras, me traslada a mis años de changuito, terciando entre mi barrio de Santiago y mis tios del campo, y tambien de adulto, terciando entre obras del interior y de la ciudad.
ResponderEliminarYo tuve la suerte de quedarme con el mate de la abuela, en un similar descuido de los dolientes. Incluso lo seguí usando hasta que el poronguito se rajó, y luego de darle algo más de vida curandolo con la gotita, decidí guardarlo como un reposotorio de mis recuerdos.
Tuve mi trebe y pava negra, encostrada por años de trabajo vial en muchos lugares de Santiago, que quedó en custodia de otras comisiones de Vialidad que tomaron la posta.
El relato me trajo todos esos recuerdos a flor de piel, y te agradezco, Juan Manuel, por tu inspiración.
Estupendo.
ResponderEliminarExelete. Miy bueno Juan.
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