Ir al contenido principal

CUENTO Las tres Marías

Las Tres Marías

Publicado originalmente en el libro “Platita, cuentos” (1999, ediciones San Miguel)

Todavía me mira desde su gran marco de madera oscura con grueso vidrio, el severo rostro de mi bisabuelo Benjamín primero, el que vino de España a levantar una cosecha y terminó vendiendo frutos del país, cueros, lana, plumas y cambiando ginebra, tabaco yerba por pesos fuertes. Ese gran cuadro, Benjamín sentado con el sombrero en la mano y los mostachos furibundos, es el primer recuerdo de mi infancia. Su mujer era criolla del pueblo. Nunca tuvo un retrato y hoy sólo el olvido la recuerda.
María Hortensia era la mayor de mis tías abuelas y hermana de Benjamín segundo. Tenía la misma gravedad del cuadro sin los mostachos, aunque de vieja le asomasen grandes bigotes. Ella siempre me decía que sin severidad no puede haber rectitud. Es por eso que siempre traté de reprobar a una buena porción de mis alumnos, mediocres y puebleros. Ellos son los únicos que a veces han invadido mi intimidad, casi siempre para preguntar sobre algún examen o importunarme con bobas consultas.
También me han molestado, estos últimos años, los inquilinos que tuve que tomar en todo el piso de abajo cuando murieron mis tías. El trabajo que me ha costado aguantarles la televisión, los gritos y el ruido de los chicos jugando. Por ellos desmantelé la casa y me vine a vivir aquí arriba, solo y digno. Pero subí todos los recuerdos del almacén y ahora viven allí esos estúpidos que solamente saben hablar conmigo de las rebajas en el alquiler que tendría que hacerles y de la carestía de la vida. Pero lo que es a mí, no me ablandan.
Tengo en mi cuarto las leyendas de la familia. Abuelo Benjamín el segundo, cuando se casó con mi abuela Josefa la llevó a vivir con sus hermanas. Todas congeniaron en seguida. En veinte años de vivir juntas jamás un sí ni un no. Se pasaban recetas, rezaban todos los días el Rosario, iban a misa de siete y criaron de forma unánime a mi padre, hijo único. Mucho tiempo después supe que mi abuelo seguido volvía a casa borracho y de madrugada. Entonces las cuatro no le dirigían la palabra durante unos días y oraban -en vano, por supuesto- por la salvación de su alma. Cuando el viejo ya jubilado como jefe de correos ganó la lotería, se quedó tomando hasta muy tarde en el club social. Nunca más se supo de él, hasta que mi abuela Josefa, un año después, recibió una postal con unas cuartetas ofensivas que le mandó desde el Brasil. Mi abuela poco tiempo después murió sin perdonarlo. Una mancha en la familia fue Benjamín segundo.
María Herminia, la segunda de las tías de papá decía que yo era su vivo retrato. Benjamín tercero era un carácter débil. Fue quien fundió lo que quedaba del almacén con sus ventas al fiado. Ya grande, se suicidó en plena luna de miel. Antes nunca había conocido mujer, según se decía en el pueblo. Pero su suicidio había llegado tarde, alcanzó a embarazar a mi mamá. Y aunque mis tías me contaron que ella había muerto al darme a luz, hace poco me enteré de que había vegetado largos años en un manicomio sin recibir una sola visita. Pagó caro el suicidio de papá y la convivencia con mis tías durante los nueve meses de su embarazo. Una noche la soñé toda vestida de blanco entrando a la casa del brazo de papá. Les conté el sueño a mis tías creyendo contarles algo sin importancia y durante mucho tiempo me dolieron las marcas de los maíces en las rodillas. Pensamientos malsanos, dictaminó María Rosa, la hija menor de Benjamín primero. Ella, chiquita, siempre de negro, siempre severa y con una tos perpetua, era la que más me castigaba.
María Hortensia, María Herminia y María Rosa fueron toda la vida solteras convencidas, decían que preferían vestir santos y no desvestir borrachos. Juntas se enfermaron el día del baile de egresados de mi secundaria y no pude ir. Pero unos días antes me acompañaron a recibir la medalla al mejor alumno. Se sentaron en la primera fila y con sus pañuelitos bordados se sonaban los mocos mientras recibían las felicitaciones de mis profesores. Después me llevaron a la confitería y pude comer torta hasta que tuve asco. Mis compañeros celebraban unas mesas más allá .
Ese verano me enamoré por primer y única vez. Mis tías no se opusieron aunque ponían cara rara cada vez que iba a visitar a mi novia. Cuando dejaron de hablarme, opté por lo más sensato y abandoné a mi amor. Ahora Susana cuando pasa cerca de mí, sonríe satisfecha, yo no sé por qué; ella seguramente sí.
Ese mismo verano les dije a las tías que quería ser ingeniero. Cuando ví sus caras de desagrado y oí como tosía la María Rosa, cambié de idea y me inscribí en el profesorado de letras como ellas querían. Y aunque siempre he odiado la literatura, fue lo mejor que pude haber hecho. Continué con mi vida tan ordenada como siempre y me quedé en el pueblo. Ellas decían que la ciudad estaba llena de pecados y contaminación. Mi abuelo Benjamín segundo había seguido ese camino y quién sabe si ahora no estaría en el Purgatorio, por decir lo menos, se apiadaba la María Herminia.
Y con los años, una a una y de mayor a menor, se fueron enfermando y muriendo. Varios años estuve endeudado pagando los hermosos funerales que les hice. Aunque María Rosa, la última, demoró mucho en crepar. Un día dejó de comer y se fue consumiendo poco a poco. Tuve la precaución esa vez, de pagar su cajón desde mucho tiempo antes. Dos años estuvo en agonía. Al final su cama parecía recién tendida por lo flaquita que estaba. Cuando dejó de toser para siempre ya tenía saldada la cuenta con la pompa.
Después mi vida no cambió mucho, salvo que me mudé para arriba y los inquilinos que tuve que tomar. Todo lo demás siguió igual. No tenía por qué innovar en esta rutina razonable que todavía llevo.
Aunque de noche, en horas insomnes, acostado en mi cama me parece que las veo. Me acuerdo entonces de su severidad, de su s castigos, de mi abuelo, de mi padre, ¡de Susana! Y odio el momento en que por la ventana aparecen titilando las Tres Marías, tan juntas, tan frías... tan hijas de puta.
©Juan Manuel Aragón

Comentarios

Entradas populares de este blog

HISTORIA La Casa de los Taboada

La Casa de los Taboada, recordada en El Liberal del cincuentenario Por qué pasó de manos de una familia de Santiago al gobierno de la provincia y los avatares que sucedieron en la vieja propiedad Los viejos santiagueños recuerdan que a principios de 1974 se inundó Santiago. El gobernador Carlos Arturo Juárez bautizó aquellas tormentas como “Meteoro”, nombre con el que todavía hoy algunos las recuerdan. Entre los destrozos que causó el agua, volteó una pared del inmueble de la calle Buenos Aires, que ya se conocía como “Casa de los Taboada”. Y una mujer que había trabajado toda la vida de señora culta, corrió a avisarle a Juárez que se estaba viniendo abajo el solar histórico que fuera de la familia más famosa en la provincia durante el siglo XIX. No era nada que no pudiera arreglarse, aunque ya era una casa vieja. Venía del tiempo de los Taboada, sí, pero había tenido algunas modernizaciones que la hacían habitable. Pero Juárez ordenó a la Cámara de Diputados que dictara una ley exprop

RECUERDOS Pocho García, el de la entrada

Pocho García El autor sigue desgranando sus añoranzas el diario El Liberal, cómo él lo conoció y otros muchos siguen añorando Por Alfredo Peláez Pocho GarcÍa vivió años entre rejas. Después de trasponer la entrada principal de El Liberal, de hierro forjado y vidrio, había dos especies de boxes con rejas. El de la izquierda se abría solo de tarde. Allí estaba Juanito Elli, el encargado de sociales; se recibían los avisos fúnebres, misas, cumpleaños. Cuando Juanito estaba de franco su reemplazante era, el profesor Juan Gómez. A la derecha, el reducto de Pocho García, durante años el encargado de los avisos clasificados, con su ayudante Carlitos Poncio. Pocho era un personaje. Buen tipo amantes de las picadas y el vino. Suegro de "Chula" Álvarez, de fotomecánica, hijo de "Pilili" Álvarez, dos familias de Liberales puros. A García cuando salía del diario en la pausa del mediodía lo esperaba en la esquina de la avenida Belgrano y Pedro León Gallo su íntimo amigo Orlando

ZOCO Nociones de nueva ola

La Jaula, en el Grand Hotel, década del 60 Un escrito para recordar a quien fundara una nueva manera de hacer literatura en Santiago, escribiendo, como los judíos, de adelante para atrás Por Jorge Eduardo Rosenberg No sé cómo habrá sido en otros lugares del mundo, si en Francia tuvo que ver con el arte o no. En Estados Unidos más o menos me lo imagino; pero en Santiago la “nueva ola” llegó con música de Elvis Presley, una chica con vestidito cortito con esa tela espantosa llamada “Yacar” no sé qué, la chica contorneándose con un disco de Jhonny Karen adentro de un ula-ula intentaba seducir sin conseguir resultados. La Catherine Spaak, ella sí que seducía con los pantalones blancos tiro corto y bien oxford, pero en blanco y negro y en el cine Petit. La nueva ola abarca el período que va aproximadamente desde el cierre de la academia de matemáticas del profesor Palomino, situada en la calle Libertad, hasta cuando Acho Colomer empezó a horniarse la nariz sentado en la esquina de la helade