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Festejos en el Uruguay |
Se aplauden leyes de eutanasia y aborto y se celebra la eliminación de vidas vulnerables: la cultura banaliza la pérdida de vidas humanas
La palabra eutanasia viene del griego eu, que significa “bueno” o “bien”, y thanatos, que es “muerte”. Lingüísticamente, el término alude a la idea de una “buena muerte” o “muerte sin sufrimiento”. Su estructura etimológica tiene una valoración positiva (eu), que matiza la percepción de la muerte no como tragedia inevitable, sino como un proceso que puede ser digno, controlado y humano. Desde el punto de vista lingüístico, es un término que sugiere armonía y suavidad, aunque el acto mismo que hoy designa —la supresión deliberada de la vida— dista mucho de esa serenidad idealizada.En su evolución semántica, eutanasia pasó de describir una muerte tranquila en la Antigüedad a referirse hoy al acto deliberado de poner fin a la vida de una persona que padece sufrimientos irreversibles, generalmente a pedido propio y bajo condiciones médicas. Es un término cargado de connotaciones éticas, jurídicas y emocionales, pero su núcleo lingüístico conserva la idea original: una muerte buena, elegida o acompañada con humanidad y sin dolor. Esta mutación conceptual no es menor: traslada un fenómeno natural —la muerte serena— a una acción humana —provocar la muerte—, y ese salto, aunque muchos lo disimulen, implica una decisión moral y política de primer orden.La Iglesia Católica se opone a la eutanasia porque considera que la vida humana es un don sagrado de Dios y, por lo tanto, nadie tiene autoridad moral para quitarla, ni siquiera sobre sí mismo. Sostiene que toda existencia tiene igual dignidad, sin importar enfermedad, edad o sufrimiento. Además, interpreta el dolor y la agonía como una experiencia que puede tener valor espiritual, en unión con Cristo. Distingue entre dejar morir naturalmente y provocar la muerte, lo que considera moralmente inaceptable. Por eso, promueve los cuidados paliativos como alternativa compasiva que respeta la vida hasta su fin natural. La dignidad, para esta concepción, no depende de la salud ni de la fuerza física, sino de la condición humana misma.
Vamos amigos, lo digan como lo digan, la muerte es el fin y, entre otras cosas, es el acto doloroso de despedir para siempre a alguien que estuvo con uno y ya no estará más. Incluso para quienes no son católicos, es una decisión difícil de tomar. Quienes dudan en la encrucijada quizás se pregunten por qué es lícito quitarse la vida, dejando de lado toda esperanza en una curación. O también desde qué medida un sufrimiento es insoportable, de tal suerte que es preferible morirse a seguir sintiéndolo. Preguntas que quizás no tengan respuestas. La ciencia médica, por su parte, ha demostrado que existen tratamientos paliativos eficaces, que atenúan el dolor sin necesidad de eliminar la vida. La idea de que “no hay otra salida” muchas veces es producto de una cultura que no tolera el sufrimiento en ninguna de sus formas.
La incultura general que padecen muchos pueblos ha llegado también a sus congresos, a los recintos en que se debaten las leyes. Los representantes de un pueblo, por lógica, no deberían ser muy distintos de los representados. Casos se han visto, incluso, de diputados y senadores que reivindican su ignorancia y su atraso como una manera de demostrar que son parte de la sociedad. La porción incivil y bárbara, obviamente. Y así, cuando se trata de discutir sobre la vida y la muerte, se confunde tragedia con supuesto derecho. Se legisla como si la existencia humana fuera una propiedad privada de la que cada uno puede disponer libremente, ignorando que toda vida tiene una dimensión social y comunitaria que excede al individuo.
Por eso no llama la atención que el Congreso uruguayo, al sancionar la ley que autoriza a matar a quien quiere morir, lleve por nombre “muerte digna”, como si no morir por mano propia fuera algo indigno. Y, por otra parte, que se festeje con vítores, aplausos y abrazos una ley que, si los legisladores están convencidos, debiera haberse celebrado de manera más sobria. Sin alborozo, porque ¡caramba!, al final de cuentas estaban aclamando la muerte. Que, aunque la maquillen de derecho, sigue siendo irreversible, y quienes la promueven como solución no suelen mencionar los riesgos de presión sobre personas vulnerables, mayores o enfermas, que pueden sentirse una carga y “elegir” morir para no molestar. La libertad absoluta, en estos casos, suele ser una ficción útil para las estadísticas.
Pero, ya se sabe, el culto de la muerte, tan presente en algunas (in)civilizaciones antiguas, ha vuelto por sus fueros. No solamente en el caso de la eutanasia, que también podría llamarse suicidio voluntario y aprobado, sino también en el del aborto, cuando muchos legisladores incluso lloraron de alegría cuando fue aprobado en la Argentina, como si de conquistar un derecho se hubiera tratado. La muerte de niños a manos de sus madres es una desgracia que, lamentablemente, sigue sucediendo en la Argentina. Y aquí también hay una manipulación del lenguaje: a la muerte del no nacido se la llama “interrupción voluntaria del embarazo”, como si se tratara de un trámite reversible o neutro, cuando en realidad se está extinguiendo una vida humana única e irrepetible.
No es casual que la legalización de la eutanasia y del aborto vengan envueltas en palabras amables: “muerte digna”, “interrupción voluntaria”, “derechos reproductivos”, “autonomía”. Es el triunfo de la semántica sobre la realidad: suavizar las palabras para que la conciencia no oiga el estrépito de la vida que se apaga. Pero las palabras, por más que se edulcoren, no cambian el fondo: matar sigue siendo matar.
Cuando una sociedad empieza a justificar la eliminación de los más débiles —el enfermo terminal, el anciano frágil, el niño por nacer—, se abre un camino que ya recorrieron civilizaciones que se extinguieron: el de decidir quién merece vivir y quién no.
¡Es el mundo real, estúpido!, diría un modernista. Bueno, si desde la visión actual la muerte es lo bueno, habrá que preferir nomás el mundo antiguo. Porque al menos ahí, con sus carencias, se respetaba la vida como un bien mayor, no como un trámite médico ni como un acto de soberanía individual. La muerte, por más discursos modernistas que se le adjudiquen, no es un derecho: es un hecho.
Banalizarla con aplausos y eufemismos no la hace menos grave.
Juan Manuel Aragón
A 19 de octubre del 2025, en casa. Tecleando.
Ramírez de Velasco®
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