La versión folklórica de la leyenda
Él le pegó en la nuca con una barra de fierro. Fue un golpe fuerte, seco. Se oyó como si se quebraran las ramas de un árbol. Supimos que mientras iba cayendo ya estaba muerto, se derrumbó como una bolsa de papas. Le revisé los bolsillos, le saqué la plata, hurgué a ver si tenía algo más, un papel, una billetera, la libreta de enrolamiento, nada. Hicimos la repartija, era mucho dinero, pero mucho, ¿eh?, todo en billetes grandes.Habíamos estado tomando en un boliche cerca del club Comercio, frente a la vía. Todos los jueves íbamos. A mi compadre el lugar lo hacía acordar a una morocha que vivía por ahí cerca, no le dije nada nunca, pero también me acordaba muy bien de esa morocha querendona del Huaico Hondo. Entonces llegó ese hombre, pidió permiso para entrar, el cantinero le dijo que dejara afuera los perros. Hizo caso, saludó a la concurrencia, se sentó en un rincón, pidió una ginebra y se quedó quietito.En eso mi compadre me codeó, revoleando los ojos para el lado del hombre. Había sacado un montón de billetes, bajo la mesa, para pagar la bebida. Mucha plata. El cantinero no vio nada, porque todos los movimientos los hacía bajo la mesa. Al rato metió la mano de nuevo en ese bolso para pagar otro trago. Parecía que tenía varios fajos.
Primero hablamos en broma:
—En cuanto salga, lo asaltamos.
—¿Vos dices?
—Nadie va a averiguar mucho, mirale la pinta.
—Mmm… pero la cana va a investigar.
—Si te preguntan, acordate de que no voy a decir ni una palabra. Lo voy a negar a muerte.
Entonces lo planeamos. Bueno, planear es un decir. Esperamos que saliese del boliche, a la media cuadra el compadre halló el fierro y en un descampado, cuando estaba por cruzar la vía, lo agarramos, como le dije.
A los tres días vinieron policías a mi casa. Preguntaron si podía acompañarlos a la comisaría. No estaba nervioso ni nada. Pensé: “Si me pillan, me pillan y eso va a ser todo”. Me preguntaron si lo conocía a mi compadre, dije que sí, de dónde lo conocía, respondí que éramos amigos desde chicos, del barrio nomás. Me contaron que había matado a una persona. Me asombré:
—¿En serio?
—El jueves.
—¿A qué hora?
Habían descubierto que el jueves había estado tomando conmigo y que después, cuando salimos, lo mató al hombre aquel.
—No puede ser— sostuve, poniendo cara de incredulidad y agregué —salimos, lo acompañé hasta su casa y después me fui a la mía.
—Él ha confesado que lo mató— me mostraban un papel con su supuesta confesión.
—No puede ser, mi compadre no mató a nadie.
—¿Entonces por qué ha firmado aquí?
—No sé. Pero no lo mató.
—Entonces lo has matado vos.
—¿A quién?
—Al tipo ese que han matado, no te hagas el pelotudo porque te reviento.
Así estuvimos toda la hora. Dale y dale.
Entraban y salían. Me preguntaba uno, me preguntaba otro. Decían que me iban a bolsear. En una de esas me sacaron al patio y por una puerta semiabierta lo vi a mi compadre, estaba destruido. No solamente lo habían bolseado, también le habían pegado duro. Lo tenían desde la noche y era pasado el mediodía. Me largaron temprano al otro día. Mi compadre no habló.
A los quince días, cuando se sintió mejor, volvimos al boliche. Ya llevábamos una hora tomando y lo llamó al cantinero.
—¿Qué le has mentido vos a la policía?
—¡¿Yo?!, nada. Me han preguntado quién estaba la otra noche, cuando mataron al hombre que se sentó allá. Y yo les he dicho.
En ese momento el compadre pidió silencio, se paró, se bajó el pantalón, le mostró al cantinero los compañones y el bicho, hinchados, morados, como si los hubieran mordido los gatos, una porquería, vea. Lo insultó de arriba abajo y le advirtió.
—Lo que no le he hecho a ese tipo, te lo voy a hacer a vos, hijo de puta.
El otro, que había estado cortando salamín, tenía un cuchillo en la mano, pero no se le animó. Reculó y se refugió en la cocina.
—Quedate tranquilo, quédate tranquilo— le pedía a mi compadre.
Se sentó, me guiñó un ojo, pagamos, nos mandamos a mudar y nunca más fuimos por ahí. Nos hicimos habitués de otro boliche frente al mercado de Abasto. Seguimos nuestra vida como hasta entonces, sabíamos que nos vigilaban. Yo no le dije ni a mi señora, el compadre tampoco a la suya.
A los cinco años compré una carpintería chiquita en La Banda, por la Dorrego al fondo. La hice crecer hasta que fue una de las más grandes de la ciudad. Mi compadre puso un quiosquito en su casa, pronto aumentó la clientela, lo transformó en almacén y luego en un pequeño supermercado.
Nos dejamos de ver tan seguido desde que me mudé a La Banda, con la familia. Al tiempo se murió mi compadre. Pero antes, todos los años, en el aniversario de aquello, nos sabíamos juntar, comíamos un asado en su casa, después íbamos al Linyerita y le prendíamos velas. Al fin y al cabo, le debíamos todo lo que teníamos, ¿no?
©Juan Manuel Aragón
Muy bueno. Yo sabía la historia pero contado en primera persona lo hace más atractivo
ResponderEliminarSorprendido,pero en definitiva lo único qué yo no sabía era de que era mucha la plata ,no se hacian allanamientos ? Si lo hubieran echo habrian encontrado el dinero
ResponderEliminarAl parecer eran los únicos que sabían lo de la plata
EliminarMuy buena la historia!!
ResponderEliminarGenio de la pluma
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