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HISTORIA La Peque

Imagen para ilustrar nomás

Con retazos de chismes, anécdotas y algo de imaginación se armó esta biografía de la vida real de una solterona famosa de Santiago


Nunca se olvida de esa tarde, hace treinta siglos, tenía 17 años y le enseñaba a bailar tango al salteño, cuando en un momento dado se detuvo en seco —él era muy patadura— y le dijo sonriente:
—No sé qué hacer, no sé qué me ordenas.
En el tango, como en otros bailes el hombre es el que lleva la pareja, sin hablar, debe marcar con ambas manos y el cuerpo, lo que quiere que haga la mujer, ella se lo había dicho ya dos veces, pero él no sabía ni llevar el ritmo. Entonces él le soltó una guarangada que para ese tiempo sonaba mucho peor:
—¿No sabes qué te ordeno?
—No— respondió ella sonriéndole pícara.
—Entonces bajate la bombachita.
Un azote de furia le recorrió el rostro a ella, la rabia que le agarró la tomó tan de sorpresa que la dejó muda, quiso decir algo, pero no le salían las palabras. Y sin saber por qué, en vez de pegarle una cachetada resonante, que era lo que correspondía, comenzó a reírse a las carcajadas, tal vez fueran los nervios, no lo sabía.
Esta historia se fue componiendo con información que llegó de todos lados: un comentario en casa de unas tías viejas, una palabra dicha al azar en una confitería, un chisme que alguien dejó olvidado en una reunión. Los nombres y lugares están ladeados para que nadie adivine de quién se trata.
La Peque era la menor de cinco hermanos varones. Manuel, el segundo, una siesta, trajo a casa un amigo salteño, Juan Carlos, vendedor de Llauró, conocida fábrica de jabones que todavía existe. Ella estaba con unas amigas practicando tango, como se hacía en las casas cuando los jóvenes se entrenaban para no pasar papelones. 
Esa tarde los muchachos conversaron un rato con las chicas, en la sala. Fue entonces que la Peque le dijo a Juan Carlos que tenía que aprender a bailar tango, porque él le dijo que no sabía.
Nunca supo por qué lo hizo, si bien era lo que se decía una chica algo desinhibida, tampoco era una loca, che. Solamente le gustaba contar chistes, hallarle el lado gracioso a la vida. Imitaba a sus profesoras de la escuela Normal y a algunos padres. A veces largaba cosas graciosas que oía a las mujeres que trabajaban en su casa, pero sin saber exactamente qué querían decir, sólo por hacerse la ocurrente.
Y ahí estaba parada, riéndose a las carcajadas delante de ese desconocido, casi un hombre grande, que le había dicho una guarangada descomunal que luego no se animó a repetir. Después los dos se hicieron los tontos, fueron adonde estaba el resto, las amigas la rodearon para preguntarle qué le había dicho el amigo del hermano, pero ella dijo solamente:
—Nada, nada.
Cuando se iban, Juan Carlos se retrasó y quedó un instante a solas con ella, le entregó una tarjeta y le dijo que paraba en el hotel Plaza, de la 24 de Septiembre y Libertad. Cuando venía a Santiago a la siesta solía estar libre.
—Vení, así conversamos—la invitó.
Para hacer completa esta historia, se fueron rellenando huecos con lo que es de suponer que sucedió. A veces para reconstruir una biografía es necesario recurrir a la lógica, a la inteligencia y, por supuesto, a los pensamientos impuros, esos diablos que nunca descansan. Lo que faltó en información, se completó con imaginación. Usted también será llamado a llenar lo que falta, ya verá.
La cosa es que dudó, no sabía si ir o no. Él tenía 23 años, era un hombre, ella estaba en quinto año de la secundaria, seguiría para maestra, le faltaba todavía un año más en la Normal. Le pidió a una amiga y vecina, Cristina Suárez, que la acompañara. No quería presentarse sola. Pero, a última hora la vecina le dijo que le daba miedo, por eso de que “los hombres hacen cosas malas”. Pero acudió lo mismo.
El caso es que nunca supo si ya venía así “de fábrica”, como dicen, o ese Juan Carlos la sacó de eje para toda la vida. De chica soñaba con recorrer el país con un militar o ser la esposa de un médico, con un consultorio en la casa. O, aunque más no fuera, con el encargado de Vías y Obras del Ferrocarril o de última, un vendedor de Casa Rosa, tener un matrimonio tranquilo, con tres hijos que fueran a la Normal como ella.
Eran las tres de la tarde de un septiembre parecido a cualquiera cuando entró con miedo al hotel, preguntó por el tal Juan Carlos, el conserje lo llamó por teléfono y le avisó:
—Dice que suba, habitación 112.
No supo si largarse a llorar o salir corriendo. Subió. Bueno, llegó el momento en que los lectores picarones deben completar el relato. Sólo se dirá aquí que esa tarde en Santiago, la Peque tocó el Cielo con las manos y la firma Llauró no levantó pedidos. A las pocas horas él debía regresar a Salta y regresó.
Después, cuando se aproximaba la fecha en que debía volver a Santiago, se hizo la promesa de no verlo nunca más. Lo que había sucedido era un desliz como el que puede tener cualquier señorita respetable, pero nunca más lo repetiría. Una siesta, que estaba en su casa completando una carpeta, sonó el teléfono, era su voz, ¡era él!
—Hola Peque, estoy en el hotel— dijo. Y colgó.
Ahora sí, se enfureció. Quién se creía ese que era ella, que la iba a llamar así nomás, como si fuera cualquier cosa, para avisarle que ya estaba, no era un animalito para que la manejen con una seña. Pero a la media hora corría hacia el hotel. Y de nuevo deberán los lectores rellenar con su imaginación lo que pasó, esta vez en la habitación 115, con vista a la calle Libertad. De nuevo Llauró perdió plata, pero esta vez menos, porque ella había dicho que iba a lo de una compañera y volvió a tomar la merienda.
Así muchas veces. Una vez al mes Juan Carlos venía de Salta y ella hacía los deberes en la casa de su amiga. Tenga en cuenta que en aquel tiempo casi todas las chicas se casaban sin conocer varón. 
Usted sabe lo que son las cosas en los pueblos polvorientos, pequeños caseríos en medio de grandes desiertos: de alguna manera lo de la Peque con Juan Carlos se supo en todo Santiago. Si ahora es chico y todos se conocen, imagínese en aquel tiempo. La ciudad llegaba hasta las cuatro avenidas, después empezaba el desconocido mundo de unas casas de ladrillos, otras de barro, cercos y monte ralo. 
A la Peque no le dolió tanto que se supiera lo que había tenido con Juan Carlos, sino que antes él le había hecho trizas el corazón. La última vez que se vieron, habitación 109, cuando él se fue al baño, ella vio algo al lado de su portafolio, una fotografía. Era Juan Carlos con una mujer y un chico. ¡Era casado ese hijo de puta! Le hizo un escándalo de Padre y Señor Nuestro, él le juraba que con esa mujer no pasaba nada, que no era nada, no significada gran cosa, pero en la foto llevaba puesta la misma gorra Lagomarsino que le había regalado ella. ¡Mal nacido!, ¡poco hombre!, ¡mirá lo que me has hecho!, ¡quería formar una familia con vos!, ¡te entregué lo que no le entregué a nadie! qué no le dijo.
Para apaciguar las aguas y calmar los dichos de los vecinos, por lo que, para ese entonces era una perversión mayor, una chica de buena familia con un hombre casado, el padre movió influencias y le consiguieron un trabajo de maestra nacional en El Deán, sobre la ruta 9, camino a Las Termas. En ese tiempo era lejísimos, así que volvería, con suerte, una vez por mes. Estaba en sus floridos 20 años, radiante, hermosa y más de un padre de algún alumnito se prendó de ella. Pero en la escuela siempre fue una dama. Para ser maestra había que tener una conducta intachable, y más si era del campo, porque en todo se fijaban esos campesinos maulas. Allá al menos, nunca dejó que nadie dijera ni esto de ella.
Como un castigo, se propuso no mirar nunca más un hombre en su vida. Ya está, había tenido lo suficiente como para conocerlos a todos. Pero al poco tiempo, una vez que volvió a la ciudad, le presentaron a Rubén, un buen muchacho, era inspector de Vialidad, de buena familia, pariente lejano de un exgobernador, y se enamoró perdidamente de ella. Cuando volvía del campo él la invitaba a salir, iban al cine con la madre, a la confitería El Águila con un grupo de amigos o se veían en el Parque de Grandes Espectáculos si venía algún conjunto de Buenos Aires. 
Como a los seis meses de salir con ese muchacho, a quien, delante de las amigas nombraba como El Candidato, él finalmente se animó a declararse. Ella le dijo que sí. Después él le aseguró que la respetaría siempre. Ella agradeció.
Rubén estuvo como un mes más todavía sin darle un beso. A veces, cuando volvían a la casa detrás de una amiga o de un pariente, él la tomaba de la mano y la miraba embobado. Un día los dejaron, ¡al fin solos!, en la oscuridad del zaguán. El comenzó a darle un tierno beso en la boca, pero ella abrió los labios, para humedecer el momento, lo rodeó con sus brazos y se apretó con fuerza contra su cuerpo. Él se sorprendió, la despegó y le preguntó:
—Pero, decime, ¿vos sos virgen?
Entonces ella le pegó la enorme cachetada que merecía el otro, se metió en la casa y nunca más quiso saber algo con él. Eso que él le rogó, le lloró, le imploró que lo perdonara, le dijo que se había equivocado, que estaba confundido, que nunca más se iba a repetir. Trataron de convencerla de que vuelva, no solamente la madre y el padre, sino que hasta hicieron hicieron venir a la madrina de Tucumán para hacerla entrar en razón, pero no aflojó, no quería saber nada más con ese estúpido. Pero, ¿quién se había creído que era ese cachitrulo, olor a motoniveladora? Y así, por una parte acabó el primer y único noviazgo formal de la Peque y por otro ella supo que quedaría solterona para siempre.
Durante varios años enseñó en la escuela del Deán. En ese tiempo las maestras nacionales cobraban bien, tanto que a los maridos les decían “foguistas”, porque se quedaban en la casa a hacer el fuego y cuidar los hijos. Pero ella era soltera, en el campo se gasta poco, así que abrió una cuenta en el Banco Nación y empezó a guardar la plata.
También se hizo una experta cazadora. Durante las vacaciones, si iba al Parque de Grandes Espectáculos, al cine, a la confitería o a misa, sabía calcular bien a quién miraría dos veces con otra intención. Y no fallaba, casi siempre el susodicho la encontraba “de casualidad” por la calle y después de cuatro o cinco palabras lo tenía comiendo de la mano. No perdonaba casados, solteros, viudos, separados, machihembrados. “Con la Peque todo bicho que camina va a parar al asador”, dijo una vez Mafalda Suárez, que era mala y comentaba.
A sus cuarenta años seguía siendo hermosa. Casi no la invitaban a los cumpleaños, a los aniversarios, salvo que fuera inevitable, porque le conocían las mañas. Sabían que en el medio segundo que demora una mirada sorprendida, cazaría un marido aburrido, sometido, rutinario, empalagoso, más o menos obediente y empezando a criar barriga. Nadie lo sabría, todas lo sospecharían. Para cuando quisieran constatar si era cierto, ella ya estaría lejos, en el Deán, o enfrascada en la próxima conquista.
Tumbó más muñecos de los que recordaba. Uno tras otro. Con un hambre tan grande, que se hizo legendaria en la ciudad. “En Santiago somos pocos y nos conocemos mucho”, es el dicho, tan repetido y tan cierto que todos los días algo ocurre que lo actualiza y lo vuelve, una y otra y otra vez, una novedad recién estrenada.
El caso es que nadie sabe cómo hizo para comprar una casa en pleno centro de Santiago, a pocas cuadras del Hotel Plaza, en una calle que de noche guardaba una muy oportuna oscuridad. Sería después de que se hizo amiga del gerente del Banco Francés o cuando se comentó que andaba con uno de los dueños de cervezas “Norte”, nadie podría haberlo asegurado con exactitud. Lo cierto es que los vecinos, siempre chismosos, decían que algunas noches se estacionaba un auto negro, otras uno azul y también uno colorado.

Leer más: la placita de las Chismosas o cómo fue que los santiagueños bautizaron un lugar céntrico y después hallaron la excusa para colocarle estatuas

Un buen día decidió que nunca más volvería a tener un hombre. Ya habían sido demasiados. Se dedicó a ella y a los sobrinos, a los que empezó a cuidar como hijos. Empezó a salir más con las amigas, a quienes les decía “las chicas”. 
En el casamiento de la nieta de una amiga, al que la invitaron a fines del año pasado, la vida le dio una pequeña revancha. Sentada en la mesa de las viejas, observaba cómo bailaban los jóvenes cuando se le acercó un señor:
—Disculpá, ¿vos sos la Peque?— le preguntó.
—Sí, así me dicen— respondió ella —¿y usted es…?
—Juan Carlos.
Ella lo miró y, en menos de medio milisegundo le sacó una radiografía completa: estaba distinto, pero era el mismo Juan Carlos de sus diecisiete años. Canoso, algo barrigón, el rostro arrugado como sobaco de tortuga, un anillo de casado en el anular de la mano izquierda y un vaso de whisky canchero en la derecha.
—Se debe haber confundido— dijo ella.
—Vos sos la Peque, no me digas que no porque…
Entonces ella se le acercó y le dijo despacito:
—Te mandas a mudar ya mismo de aquí, hijo de puta, traidor o le cuento cómo le metías los cuernos a esa gorda cara de trola que has traído.
—Es mi mujer— atinó a decir él.
—A esa— respondió ella.
Y con una sonrisa, como si hubieran tenido una amable conversación, se sentó mirando para otro lado mientras él se retiraba algo titubeante.
¿No la ubica a la Peque? Algunos días va con las amigas a la confitería de Belgrano y Libertad a tomar un cafecito de media mañana, una vez al mes suelen ir a cenar a “1900”, la parrillada de la Misiones y Alvarado. Son todas viudas o separadas hace mil años, recuerdan anécdotas de cuando eran jóvenes y se divierten.
©Juan Manuel Aragón
En la Belgrano y San Juan, a 20 de septiembre del 2023, esperando la primavera

Comentarios

  1. La confitería y la parrillada, deberán ampliar sus instalaciones; no faltarán curiosos.

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  2. Excelente post, lo he disfrutado mucho.
    Ciertamente, como dice el Sr. Coria, no van a faltar los curiosos en la confitería y en la parrillada

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  3. Un detalle era la Peque de clase acomodados, tenía teléfono

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  4. Gracias Juan por hacerme entender que los hombres tímidos no tenemos novias lindas y que a las mujeres por más de clase que sean, les gustan los chavalongo.

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  5. Muy machista el relato.ahora quisiera que escribas sobre la intimidad de algún hombre de aquella época

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