Casa de Pedro San Germés, en Avellaneda y Buenos Aires |
Cómo fue que los santiagueños bautizaron un lugar céntrico y después hallaron la excusa para colocarle estatuas
No es que se pusieron las estatuas de las gracias en la placita de Avellaneda y Buenos Aires y después la gente la empezó a llamar la plazoleta de Las Chismosas, sino que primero se juntaban ahí las chismosas del vecindario y luego la comuna buscó la manera de homenajearlas. Al tiempo, el ánimo fundacional de los políticos bautizó a la placita como “Antonio Castiglione” pero, por más que el nombre figure grande y a la vista, seguirá siendo la placita de las Chismosas como apelativo popular o, digamos, como un secreto compartido por todos.Mi abuela, nacida en 1909, se casó joven con mi abuelo, de soltera vivía a media cuadra, sobre la Avellaneda, en una casa que ahora es una playa de estacionamiento y me contó la historia, si quiere oírla ahí va.
Recuerda que las mujeres de Santiago se alborotaron cuando llegaron a la ciudad un abogado, hijo de una prominente familia, como decían antes, que había ido a estudiar a Santa Fe y ahora volvía con el título para colgar en el estudio y su joven esposa para llevar del brazo, una santafesina muy bella. Y muy pizpireta. Como que daba bastante confianza a los amigos y conocidos del marido y a otros maridos también.En esta breve referencia se evitarán los nombres propios de los protagonistas, en atención a que sus descendientes directos todavía viven en Santiago, tienen apellidos conocidos en el medio, algunos con prosapia, prestigio y dinero, otros con prosapia y prestigio y los demás con prosapia, pero sin prestigio ni dinero.
Hay historias como esta en todas las ciudades y es probable que se pierdan para siempre si alguien no las escribe, no las cuenta en letras de molde, anécdotas que todos saben en la pequeña comarca o en un círculo determinado de gente. Son cuentos que no vienen al caso, pero ayudan a entender un tiempo o, como en este caso, saber el porqué del nombre que los lugareños otorgaron a una pequeña placita.
Hubo cotorreos, como que, en una cena, la mujer aquella se detuvo a hablar con un ministro del gobierno provincial más tiempo que el permitido para saludar a un hombre ajeno que, para peor había ido sin su señora. También se comentaba sobre la manera de regalar sonrisas a todos los varones y una mirada que, digámoslo porque es verdad, mareaba desde la profunda hermosura de sus ojos verdes. Era una ciudad en que todos conocían a todos y sabían de la vida, la obra y los milagros del resto.
Los comentarios malintencionados saltaban las tapias, corrían por los patios en que las señoras se invitaban a tomar el té, cruzaban presurosos los pasillos de las oficinas públicas, volaban al campo llevados en sulky, viajaban de ida y vuelta de Santiago a La Banda.
Hay historias como esta en todas las ciudades y es probable que se pierdan para siempre si alguien no las escribe, no las cuenta en letras de molde, anécdotas que todos saben en la pequeña comarca o en un círculo determinado de gente. Son cuentos que no vienen al caso, pero ayudan a entender un tiempo o, como en este caso, saber el porqué del nombre que los lugareños otorgaron a una pequeña placita.
Hubo cotorreos, como que, en una cena, la mujer aquella se detuvo a hablar con un ministro del gobierno provincial más tiempo que el permitido para saludar a un hombre ajeno que, para peor había ido sin su señora. También se comentaba sobre la manera de regalar sonrisas a todos los varones y una mirada que, digámoslo porque es verdad, mareaba desde la profunda hermosura de sus ojos verdes. Era una ciudad en que todos conocían a todos y sabían de la vida, la obra y los milagros del resto.
Los comentarios malintencionados saltaban las tapias, corrían por los patios en que las señoras se invitaban a tomar el té, cruzaban presurosos los pasillos de las oficinas públicas, volaban al campo llevados en sulky, viajaban de ida y vuelta de Santiago a La Banda.
Pronto le hicieron el vacío a la mujer aquella, pocos la saludaban cuando salía a la calle, casi nadie la visitaba y algunas se cruzaban de vereda cuando la veían venir de frente, para no tener ningún roce. Nunca nadie la había visto en misa. Joven y recién casada, no se embarazaba como correspondía a una buena cristiana. Seguro que andaba con esas cosas modernas que, vaya uno a saber qué eran, para qué servían o cómo funcionaban, pero hacían mucho daño a las familias decentes, che.
El runrún se fue haciendo cada vez más grande, comentaban que andaba con el marido de una al mismo tiempo que coqueteaba con el novio de otra, dos matrimonios andaban a las patadas y a punto de separarse por culpa de la “Cosa”, como le decían, para no nombrarla directamente.
En la esquina de Avellaneda y Buenos Aires todavía estaba en pie la que había sido la casa de Pedro San Germés, el que había estafado a varios santiagueños, llevándolos a la ruina, con el cuento de los ingenios azucareros, y justo ahí, quizás por comodidad, se reunían las mujeres cuando iban o volvían del mercado, para pasarse los últimos chismes de esta mujer. A todas quedaba a mano esa bendita esquina, sobre todo a las que vivían en lo que había sido el barrio de las Catalinas y un poco más allá también.
Un caso se dio cuando, en una cena que ofreció el gobernador en su casa, para agasajar a un viajero francés que andaba de visita por Santiago, la “Cosa” se le tiró encima, y se ofendió el gobernador con quien parecía que también tenía algo, según se comentó. Dicen que hubo un reto a duelo entre el francés y el gobernador, luego frustrado por interpósitas personas, aunque otros sostienen que casi se fue a las manos con el marido, a quien, en aquel lugar, testigo de tantas palabras malintencionadas que andaban dando vueltas, llevadas por el viento de la maledicencia, llamaban “el Pelele”.
También se comentaba el caso de cierto teniente primero del Regimiento 18, que una tarde se presentó en el hogar del matrimonio, dispuesto a llevársela de prepo, abandonando carrera, esposa e hijos pequeños, dejando todo al diablo. Referían que el Pelele lo había consolado porque ella lo rechazó diciéndole que estaba enamorada de su marido. Oiga, toda una descarada, la mujer aquella: el resto del mundo la había condenado, ¿o todavía se iba dar aires de mosquita muerta?
La cuestión es que, mientras algunos la llamaban la Esquina de las Chismosas, para otros era el Rincón del Pelele. Diga que en la comuna no hallaron —o no buscaron, vaya usté a saber— la estatua de uno que tuviera cara de pelele, porque le hubieran puesto ese nombre y los Castiglione ahora andarían ofendidos a muerte con los políticos fundacionales o no, de cualquier partido.
En esos días hubo un comerciante conocido del medio que, atribulado por una montaña de deudas, se pegó un tiro en medio de la frente. Era vecino de la “Cosa”. Imaginesé, los chismes cobraron otro vuelo, sumados a las conclusiones, deducciones, derivaciones y secuelas que se iban sacando, siempre en la esquina de Avellaneda y Buenos Aires.
Después, un buen día mermaron las habladurías sobre la mujer, ya sea porque no hubo más que agregar o porque habiendo llegado a lo máximo, cualquier otro chisme era irrelevante. Más tarde, se embarazó y se perdió el interés por los comentarios que la tuvieran como protagonista, aunque hasta el día de su muerte el resto de las mujeres se cuidó de llevar a sus maridos donde estaba ella, eso que falleció a los ochenta largos.
Desde aquel tiempo se supo en Santiago que, si dos o más mujeres estaban reunidas en esa esquina, seguro que estaban pasando un chisme.
Cuando demolieron la casa de San Germés para hacer la placita, nadie dudó en llamarla “la placita de las Chismosas” y al cabo de un buen tiempo, la Municipalidad tuvo el buen tino de ubicar las estatuas en el lugar. Es creencia popular que su nombre viene de las estatuas. Sirva esta nota como desmentida, para que se sepa de manera fehaciente que primero fueron las chismosas y luego llegaron la plaza y las simpáticas figuras que la adornan.
Hoy Santiago es una ciudad moderna y pujante, muchas de las viejas costumbres se han perdido u olvidado para siempre. Sirva entonces esta breve anécdota como recordatorio de lo que alguna vez fuimos, mucho antes de que nacieran nuestros padres, cuando el mundo era niño y andaba en bombachita de goma.
©Juan Manuel Aragón
El runrún se fue haciendo cada vez más grande, comentaban que andaba con el marido de una al mismo tiempo que coqueteaba con el novio de otra, dos matrimonios andaban a las patadas y a punto de separarse por culpa de la “Cosa”, como le decían, para no nombrarla directamente.
En la esquina de Avellaneda y Buenos Aires todavía estaba en pie la que había sido la casa de Pedro San Germés, el que había estafado a varios santiagueños, llevándolos a la ruina, con el cuento de los ingenios azucareros, y justo ahí, quizás por comodidad, se reunían las mujeres cuando iban o volvían del mercado, para pasarse los últimos chismes de esta mujer. A todas quedaba a mano esa bendita esquina, sobre todo a las que vivían en lo que había sido el barrio de las Catalinas y un poco más allá también.
Un caso se dio cuando, en una cena que ofreció el gobernador en su casa, para agasajar a un viajero francés que andaba de visita por Santiago, la “Cosa” se le tiró encima, y se ofendió el gobernador con quien parecía que también tenía algo, según se comentó. Dicen que hubo un reto a duelo entre el francés y el gobernador, luego frustrado por interpósitas personas, aunque otros sostienen que casi se fue a las manos con el marido, a quien, en aquel lugar, testigo de tantas palabras malintencionadas que andaban dando vueltas, llevadas por el viento de la maledicencia, llamaban “el Pelele”.
También se comentaba el caso de cierto teniente primero del Regimiento 18, que una tarde se presentó en el hogar del matrimonio, dispuesto a llevársela de prepo, abandonando carrera, esposa e hijos pequeños, dejando todo al diablo. Referían que el Pelele lo había consolado porque ella lo rechazó diciéndole que estaba enamorada de su marido. Oiga, toda una descarada, la mujer aquella: el resto del mundo la había condenado, ¿o todavía se iba dar aires de mosquita muerta?
La cuestión es que, mientras algunos la llamaban la Esquina de las Chismosas, para otros era el Rincón del Pelele. Diga que en la comuna no hallaron —o no buscaron, vaya usté a saber— la estatua de uno que tuviera cara de pelele, porque le hubieran puesto ese nombre y los Castiglione ahora andarían ofendidos a muerte con los políticos fundacionales o no, de cualquier partido.
En esos días hubo un comerciante conocido del medio que, atribulado por una montaña de deudas, se pegó un tiro en medio de la frente. Era vecino de la “Cosa”. Imaginesé, los chismes cobraron otro vuelo, sumados a las conclusiones, deducciones, derivaciones y secuelas que se iban sacando, siempre en la esquina de Avellaneda y Buenos Aires.
Después, un buen día mermaron las habladurías sobre la mujer, ya sea porque no hubo más que agregar o porque habiendo llegado a lo máximo, cualquier otro chisme era irrelevante. Más tarde, se embarazó y se perdió el interés por los comentarios que la tuvieran como protagonista, aunque hasta el día de su muerte el resto de las mujeres se cuidó de llevar a sus maridos donde estaba ella, eso que falleció a los ochenta largos.
Desde aquel tiempo se supo en Santiago que, si dos o más mujeres estaban reunidas en esa esquina, seguro que estaban pasando un chisme.
Cuando demolieron la casa de San Germés para hacer la placita, nadie dudó en llamarla “la placita de las Chismosas” y al cabo de un buen tiempo, la Municipalidad tuvo el buen tino de ubicar las estatuas en el lugar. Es creencia popular que su nombre viene de las estatuas. Sirva esta nota como desmentida, para que se sepa de manera fehaciente que primero fueron las chismosas y luego llegaron la plaza y las simpáticas figuras que la adornan.
Hoy Santiago es una ciudad moderna y pujante, muchas de las viejas costumbres se han perdido u olvidado para siempre. Sirva entonces esta breve anécdota como recordatorio de lo que alguna vez fuimos, mucho antes de que nacieran nuestros padres, cuando el mundo era niño y andaba en bombachita de goma.
©Juan Manuel Aragón
Mi madre me decía que en avellaneda y bsas había una casona muy bella.!
ResponderEliminarUna pena que no se preserve la historia de santiago la madre de ciudades !!
Arq Maria lopez ramos
Muy buena publicación 👍!!!
ResponderEliminarArq lopez ramos
Pueblo chico, infierno grande!!!
ResponderEliminarLas esculturas colocadas en la plaza popularmente conocida como las chismosas representan a las diosas romanas Ceres y Pomona, realizadas en la fundición de arte Val D’Osne de París. Estas piezas pertenecen al mismo grupo que adornan el Parque Aguirre entre las calles libertad, Urquiza, Pozo de Vargas y Nicolás de Heredia.
ResponderEliminarEstas esculturas como otros elementos ornamentales de función que se colocaron a lo largo de la costanera (columnas para luminarias, macetones, etc.), se elegían por catálogo y fueron comprados a la misma fundición francesa que cité anteriormente para embellecer al Parque Aguirre. Ing. Juan María Martínez Gramajo.
ResponderEliminarEsas estatuas eran de propiedad del Dr, Rafael Argañaras (medico), estaban en su domicilio con fondo parquizado de Libertad al 700 hacia Garibaldi.
ResponderEliminarInteresante la nota y sus comentarios
ResponderEliminarMe encantó la historia, Juan, como todo lo que escribes!!!!!
ResponderEliminar¿Las esculturas de "Las Chismosas" quedaron en la plaza refaccionada?
ResponderEliminarLAMENTABLE REFERENCIA A PEDRO SAIN GERMES, COMO EL ESTAFADOR A TRAVES DE INGENIOS, CUANDO ESA "VERSION" JUNTO A UNA HISTORIA TAN VACIA SOBRE LAS CHISMOSAS, SOLO AGREDE A QUIEN TUVO OTRA RWALIDAS EN LA PROVINCIA, SR.ARAGON. FDO: DRA SILVIA SOSA
ResponderEliminarRealidad quise poner
ResponderEliminarEntretenida historia narrada con arte y picardía
ResponderEliminarMe encantó la informacion. Excelente..
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