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DESCARTE La fragilidad es una condena

Eutanasia

En el Canadá, la eutanasia se lleva miles de vidas al año en nombre de la compasión y la autonomía, pero esconde una peligrosa lógica

En el Canadá de hoy, morir por eutanasia no es una excepción: es una práctica en expansión. Desde que se legalizó, se ha cobrado más de 90.000 vidas. Solo en el 2024, el 5 por ciento de las muertes en el país fueron por esta vía. Las cifras crecen de año en año, y con ellas también crece un modo de pensar que se disfraza de compasión, pero que responde a una lógica inquietante: la cultura del descarte.
Esa cultura considera “desechables” a los sectores más débiles: los ancianos, los enfermos crónicos, los que no se valen por sí mismos. En la legislación canadiense, se incorporó la “fragilidad” como uno de los criterios para acceder a la eutanasia. No se trata de una enfermedad terminal ni de un dolor insoportable, sino de una condición relacionada con la edad o con la salud deteriorada. Es decir, con el solo hecho de ser vulnerables.
Según cifras oficiales, el 35 por ciento de las solicitudes aceptadas se aprobaron por esa razón: la fragilidad. Se pasó una línea peligrosa. Lo que nació como una excepción para casos extremos, se volvió una alternativa legítima para quienes simplemente son débiles, lentos o caros de cuidar.
La eutanasia se presenta como una medida compasiva, destinada a liberar del sufrimiento a quienes padecen dolores insoportables. Detrás de ese discurso hay una realidad cruel. Para el Estado, promover la muerte asistida resulta mucho más barato que sostener sistemas de cuidados paliativos complejos y costosos. La compasión, es una máscara para el ahorro.
El mensaje hacia los ancianos es devastador: su vida no vale lo suficiente como para invertir en ella. No vale la pena seguir viviendo si implica trabajo, tiempo o dinero. No es casual que muchos ancianos confiesen que se han convertido en una carga. La cultura del descarte les ofrece una salida disfrazada de libertad, cuando en realidad lo que hay es una presión social y económica para que se quiten de en medio.
La idea liberal, presente peligrosamente en la Argentina de estos días, de que “cada quien hace con su vida lo que quiere” parece noble, pero esconde una trampa peligrosa: cuando el Estado y la sociedad dejan todo a la voluntad individual, los más débiles quedan solos frente a presiones económicas, sociales y médicas que los empujan a elegir la muerte como única salida. No es verdadera libertad si la única opción ofrecida es desaparecer.
Lo inquietante es que estas ideas ya no se limitan a Canadá. En Uruguay se sancionó recientemente la llamada “ley de muerte digna”, que avanza en la misma dirección. No es difícil imaginar que una norma similar pueda discutirse en la Argentina, con tensiones de presupuesto y de salud en aumento.
De aprobarse algo así, el riesgo sería enorme. No es un debate sobre la autonomía individual, sino sobre qué clase de sociedad se quiere construir: una que acompañe a los débiles hasta el final o una que los elimine bajo el eufemismo de la compasión.
El argumento de “evitar sufrimiento” puede ser atendible en pocos casos extremos. Si se normaliza, deja de ser una excepción y se convierte en una política pública de muerte. El peligro sería que un Estado acostumbrado a ahorrar en cuidados, también se podría ver tentado a decidir quién merece seguir viviendo.
Llamar “digna” a la muerte es una excusa para desentenderse de la vida. Los más frágiles no necesitan que se les ofrezca la muerte como única opción, sino acompañamiento, respeto, cuidados y consuelo. Como sociedad, ese es el límite que marca la diferencia entre una civilización que protege y una que descarta.
Ramírez de Velasco®

Comentarios

  1. Se entiende el punto sobre la normalización de la medida, que seguramente genera excesos y provee de una excusa para descartar pacientes costosos en sistemas socialistas de previsión de salud, como en Canadá.
    De todos modos pienso que el tema debería analizarse dentro de un contexto más amplio de posibilidades para buscar la medida justa de su aplicación, en el que no intervenga EL ESTADO como el papá regulador que cuida de todos nosotros y de nuestros intereses. Esto porque sencillamente es el que peor y con mayor ineficiencia lo hace.
    La gente tiene que poder decidir sobre su destino, y cómo y cuando quiere terminar sus días, mientras se encuentre con todos sus sentidos funcionando. Yo no estoy dispuesto a seguir dando al estado la potestad de decidir en nada de lo que me incunba, mientras considere que soy quien más sabe sobre mi criterio, mis preferencias, y mis intereses.
    Estoy seguro de que se pueden encontrar mecanismos para que esto ocurra. Tal vez sean los médicos, los pacientes, y los familiares los que tengan que deliberar y decidir cómo hacerlo.

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